encuentrosxpoule
Encuentros (Al Vapor)
Por Poule
Para Reina Vagabunda
14 febrero 2007
Foro Andrew
Despertó. Estaba completamente empapada en sudor. Había tenido un sueño que no recordaba más, pero seguía sintiéndose intranquila.
La noche era húmeda y sofocante. Una de ésas noches de verano canicular. Junto al estanque cientos de sapos se habían reunido y croaban sin cesar. No podía relajarse y daba vueltas bajo la sábana. El camisón de lino se le pegaba al sudoroso cuerpo estorbándole.
No podía más. Decidió salir de su alcoba y dar una vuelta. La luna llena iluminaba el sendero que había tomado entre los matorrales. El sudor se había secado, dejando paso a una sensación de frescura que tranquilizaba su espíritu.
A la luz de la luna todo era sombras y pálida claridad. Positivo y negativo, no había matices. La suave brisa rizaba la superficie del agua. Se detuvo un momento a disfrutar del silencio, los sapos habían escapado al verla acercarse. Solo un momento, pues unos segundos después, el silencio nocturno se vió interrumpido.
El crujido de una rama atrajo su atención, aguzó el oído y otro crujido proveniente de la misma dirección hizo que sus sentidos se dispararan. Escudriñaba en la penumbra pero no lograba ver nada, en un gesto nervioso se quitó las gafas e intentó limpiarlas, creyendo que eso la ayudaría a encontrar al causante de aquéllos extraños ruidos. Sabía que de vez en cuando los caimanes atravesaban la verja para acercarse al jardín de la casona, pero solían ser demasiado tímidos para mostrarse.
Las gafas bien limpias sobre la nariz siguió escrutando a la penumbra, sin obtener resultados, había algo, o alguien escondido entre la maleza, de eso estaba segura.
Comenzaba a sentirse vulnerable, decidió regresar su habitación, pero nuevamente aquéllos extraños ruidos le impidieron dar media vuelta y andar sobre sus pasos. La curiosidad la venció y se dispuso a encontrar al causante de aquél disturbio.
Se adentró sigilosamente en la maleza, dejándose guiar por el oído, hasta llegar a un claro. Ahora estaba segura de que no se trataba del temido reptil, pues se alejaba del punto de agua. Extrañada buscó a su alrededor sin lograr divisar nada, sólo la penumbra era su compañía. Un nuevo chasquido, y de pronto otro, el chasquido subió de intensidad, para convertirse en un murmullo, un gemido. Nunca había escuchado algo así, pero ese sonido hacía que se le erizaran los bellos de todo el cuerpo. Nerviosa tornó la cabeza en busca de la fuente sonora. Tenía que encontrarse en aquél claro, estaba segura. Dió algúnos pasos más, y al fin los encontró.
Estaban ambos en el suelo, cuerpos entrelazados, ninguno se había percatado de su presencia. Ambos atareados, ejecutando una danza ritual y tan antigua como la vida.
Ella no podía dar crédito a sus ojos. Nunca había imaginado a su corta edad que la danza amorosa fuera a tal grado fascinante.
Miraba a la pareja y veía que mientras ella permanecia dócil y seguía los movimientos de él con su pelvis lo mejor que podía, de vez en cuando los embates de él la hacían avanzar y perder un poco el equilibrio. El en ardua labor empujaba su pelvis cada vez más fuerte hacia ella, cada vez más intensamente, a tal punto en que ambos eran sacudidos por el ritmo de sus miembros inferiores. Penetraba ansioso y sin miramientos mientras ella trataba de permanecer inmóvil. El tiempo parecía interminable; aquél macho seguía infatigable; casi brutal. Paty continuaba anonadada frente a cada uno de sus movimientos, sabía que en cualquier momento la descubrirían, pero no podía dejar de mirar, no atinaba siquiera a moverse. Acababa de perder la inocencia y no le importaba, su mente analítica la obligaba a examinar atentamente cada uno de los gestos efectuados. Nunca supo cuanto tiempo pasó, pero olvidó completamente su temor, hipnotizada por el vayvén de aquellos dos, que terminado el acto, se separaron completamente sin aliento. Indiferente a su presencia, él dió medía vuelta y lentamente siguió su camino, dejándolas a ambas. Nunca volvió la vista atrás, simplemente abandonó la escena después de cumplida su labor reproductiva.
Desconcertada, Paty miró a la pequeña que yacía todavia en el suelo, completamente agotada, parecía adolorida, y apenas lograba moverse. Paty no pudo más y dió algúnos pasos para llegar a ella y ayudarle.
La tomó entre sus manos y su roce la sorprendió. Nunca imaginó que aquél ser en apariencia duro pudiera poseer tanta suavidad, acarició su piel y la cubrió con su chal, casi amanecía, asi que regresó a casa llevando a una nueva amiga con ella. La pequeña tortuga la miró agradecida, y encogió sus miembros adoloridos para reposar dentro de su caparazón.
Paty la miraba con una mezcla de ternura y curiosidad, y en ese momendo decidió llamarle Juli y llevarla con ella en el largo viaje que le esperaba. Desde entonces serían inseparables.
Tales eran sus pensamientos en el cuarto de meditación. Nunca había imaginado que aquella criaturita fuera descubierta por las monjas. Y ahora ella y Candy se encontraban en problemas. Era la primera vez que pensaba en la forma en que la había encontrado. Después de aquella noche, el viaje y el ajetreo habían hecho que olvidara el impresionante incidente, pero era ahora, en ese cuarto húmedo, oscuro y maloliente que recordaba con tanta lucidez su primer encuentro con su pequeña amiguita.
Al día siguiente tuvo que dar la espalda y marcharse sin tornar la vista, de la misma forma que lo había hecho el macho aquélla noche. En adelante sus caminos se separaban. Pero la lección había quedado grabada en su mente.
Mientras todas las chicas del colegio cuchicheaban por los pasillos y hacían planes sobre el festival de mayo, Paty intentaba entender exactamente qué era lo que había sucedido aquélla noche con su tortuga. Buscaba libros de zoología, anatomía, y los estudíaba incesantemente.
Acababa de descubrir que lo que presenciaba era un contacto mucho más íntimo que lo que ella pensaba, no se trataba de un simple roce, ni de un frotamiento entre dos cuerpos. Había leído que el macho entra en el cuerpo de la hembra con un apéndice localizado en el bajo vientre, llamado pene. La primera vez que leyó la palabra « penetración » quedó completamente horrorizada. Nunca había pensado que una hembra estuviera destinada a ser invadida por un cuerpo extranjero. Las monjas habían tenido todo el cuidado de saltar todas esas lecciones de biología, y de explicar lo estricto necesario para que las chicas no se asustaran con el sangrado periódico que las sorprendería de un día a otro.
Sin saber cómo ni por qué, la curiosidad era cada vez más grande. Buscaba todo tipo de información en la biblioteca, pero, en una escuela católica como el San pablo, no encontraría nada o casi nada que ilustrara sus cuestionamientos.
El festival de mayo estaba alli, sabía que Candy no estaría y se había resignado a pasársela sola, escondida en un rincón, como era su costumbre. Pero una vez más, las cosas no salieron como ella deseaba. Encontró a un chico muy simpático. Tan parecido a ella, no creía que algún día encontraría a alguien que la comprendiera tan bien. Podían hablar durante horas y horas de toda clase de sujetos, cada uno más interesante que los otros.
Stear había resultado ser un genio precoz, tan lleno de curiosidad como ella, y estar junto a él era un estímulo para el intelecto.
Al paso del tiempo, los lazos se estrecharon, y tanto Paty como Stear pensaban constantemente uno en el otro. Stear escribía casi todas las noches, Paty contestaba aplicadamente. Le intrigaban los numerosos experimentos de su amigo, y poco a poco, los lazos de amistad fueron transformándose y el tono de las cartas cambió.
Las inocentes misivas que contaban la jornada, tomaban matices y ambos volcaban parte de sus expectativas y anhelos. Las cartas de Stear fueron volviéndos más atrevidas. Escribía todo lo que no se atrevia a hacer. En sus cartas, describía como algún día se atrevería a mirar fija e interminablemente a los ojos a su enamorada. Idealizaba la suavidad de su piel y la dulzura de sus caricias.
Paty, por su parte, esperaba impaciente la caída de la noche para acudir a la cita con aquél buzón secreto. Era una chica bastante tímida, pero las cartas de Stear, cada vez más atrevidas, la empujaban a ella hacia un callejon sin salida.
Las mariposas que revoloteaban en su estómago, eran cada vez más, y cada vez mas constantes. A medida que leía las cartas y que las caricias ficticias de su amor adolescente recorrían sus manos y su piel ella se estremecía presa del deseo. Sin saber cómo, comenzó a desear que aquellas frases dejaran de serlo, para convertirse en actos. La severidad de las monjas nada podía contra su voluntad.
Las cartas las leía y releía hasta aprenderlas de memoria y luego, en la penumbra de su cuarto, exploraba su humanidad sin lograr satisfacer su ansiedad. No atinaba como hacer. No le bastaba más tocar sus manos, ni acariciar su rostro. Imaginaba a Stear haciéndolo, y mientras cerraba los ojos dejándose llevar en la obscuridad de la noche, del otro lado del colegio había un joven que soñaba con lo mismo que ella.
Sus manos la tocaban, sus labios anhelaban la humedad de un beso, que no tardaría en hacerse realidad, pues ambos lo deseaban infinitamente. Imaginaba miles de maneras de acercarse a ella, cientos de formas de tomar sus manos, y desesperaba por los pocos momentos que podían pasar juntos a solas. Desgraciadamente eran demasiado pocos y el tiempo muy corto para satisfacer completamente sus deseos, así que continuaba a imaginar y escribir cada uno de sus pensamientos. Muchos de ellos quedaban solo plasmados en el papel, porque al releerlos, resultaban demasiado escandalosos.
Stear nunca se atrevería a entregar muchas de ésas cartas a su novia, ella seguramente se asustaría al leer sus propósitos. Lejos estaba de imaginar que al otro lado del colegio, Paty lo deseaba tanto como él a ella.
¿Será así para todo el mundo? Se preguntaba, Acaso el mundo deja de girar para convertirse en una sola mirada, en un rostro, una sonrisa, en ella….
No podía dejar de pensarla, hasta sus sueños estaban impregnados de ella. Su femineidad lo perseguía por las noches, y terminaba endurecido al imaginarla desnuda. Sus manos encontraron la manera de mitigar sus ansias, consolando temporalmente la necesidad creciente de sensaciones.
Para ella no era muy diferente, las cartas siempre daban rienda suelta a su imaginación, y sola en la penumbra, exploraba su cuerpo. Los sentidos eran sus guías. Ansiosa por obtener más, se adentraba en ella misma hasta quedar exhausta.
No creía poder encontrar la forma de explicarle a Stear lo que sentía. Ninguna de sus amigas parecía poder ayudarla, se encontraba confundida. Su mente le indicaba que esperara pero su cuerpo seguía pidiéndole más.
Chicago, 1918, Stear acababa de enrolarse en la fuerza aérea norteamericana, se había dicho una y mil veces que todo saldría bien, pero algo en su corazón lo impulsaba a vivir esos días nublados como si fueran los últimos. En cierta forma era así. Serían los últimos días en mucho tiempo que pasaría al lado de sus amigos. Los últimos días en que todo lo que le esperaba era una vida despreocupada y placentera. De alguna forma se sentía culpable por todo el lujo con el que había vivido y que sabía no estaba al alcance de todo el mundo. Su enrolamiento era una forma de retribuír todas las cosas buenas que la vida ya le había dado.
Lo único que lamentaba era tener que separarse de Paty, y ¡Candy! Casi la olvidaba, ella estaría bien, siempre terminaba por arreglárselas sola.
La idea de dejar a Paty daba vueltas por su cabeza constantemente, sin embargo estaba decidido, se marcharía a hacer lo que su conciencia le indicaba, era lo mejor. Trataba de no entretenerse demasiado pensando en ella, contrario a su costumbre.
Había dejado de fantasear por las noches, creía que si lo hacía demasiado terminaría por quedarse, y su honor no le permitía hacer eso. Ocupaba su mente en nuevos inventos, y aquélla cajita de música estaba quedando bastante bien. Prefería pensar en la sonrisa de Candy al momento de construír aquel artefacto, pues cada que pensaba en el regordete rostro de su novia, la mirada se le nublaba y le era imposible continuar. Sentía desde ahora su ausencia, y ésta le quemaba. Se tenía que dar prisa, Candy partiría mañana y su invento aún no estaba terminado.
¿Por qué siempre tenia que ser Candy quien le infundiera valor para hacer mil locuras ? Si el hecho de saber que estaría separado de ella no dolía tanto como dolía no estar con Paty.
¡Paty ! ahora recordaba, saldrían todos juntos esa noche a cenar en algún restaurante de moda. Una más de las frivolidades de su hermano, y para colmo, Eliza y Neil también vendrían. Resignado se preparó y salió con toda la comitiva, pero a medio camino decidió desviarse. Bajó del auto y comenzó a marchar sin rumbo.
¡Llegaremos tarde Stear ! decía Paty aún desde el auto. Stear siguió andando tranquilamente, sin dar respuesta alguna al apremio de la chica, quien finalmente unió sus pasos a los de él, como siempre lo hacía, dejando que el automóvil se fuera rumbo al restaurante, llevándose a toda su comitiva.
-¡Lo siento Paty ! Hoy no estoy de humor para vida social. Preferiría dar un paseo y luego llevarte de vuelta a tu casa.
Contenta de poder estar a solas con él, Paty se aferró a su brazo, y continuaron marchando juntos. La luna parecía seguirlos hasta que después de varios minutos llegaron a un kiosko. Entraron en él y se acomodaron en un banco. El cielo era límpido y las estrellas los vigilaban.
Guardaron silencio, habían olvidado la falta que les hacía estar a solas. Hacía mucho que no lo estaban. Desde que habían llegado a los Estados Unidos, las oportunidades de verse eran cada vez más remotas, y aun más escasas las oportunidades de tomarse las manos y acariciarse. Extrañamente esa noche no lo buscaban. Vivían un momento de ésos en que no son necesarias las palabras para saber qué es lo que pasa en la cabeza del otro. Temían interrumpir la magia; permanecieron uno al lado del otro, hasta que Paty se decidió a romper el silencio y acariciar la mejilla de él, un dulce beso fue depositado en su rostro seguido por otro en los labios.
El, mansamente se prestaba al juego. Paty al fin había vencido su timidez, y ahora lo abrazaba. Recargó su cabeza en el ancho pecho y se sintió protegida, él por su parte, sentía que el mundo estaba a sus pies, alli con ella, se sentía por primera vez verdaderamente invencible, invulnerable.
Tomó a la chica por la cintura y sus manos dieron un ligero paseo recorriendo su espalda, estremeciéndola. Sus sentidos estaban todos volcados sobre él. El estrecho abrazo del que se encontraban presos hacía resurgir antiguas sensaciones, y el clamor adolescente que su cuerpo gritara meses atrás y que había estado adormecido, revivía exigente.
El acariciaba delicadamente y ella se abandonaba completamente a sus caricias, si él intentaba detenerse, era ella quien revivía los ardores, devolviendo las caricias recibidas. El mundo desapareció, no exisitía nadie que no fuera Stear, y para Stear el mundo se encontraba entre sus manos.
Curiosos, comenzaron a exlporarse, cada centímetro de piel era recorrido por sus dedos, reconocido por sus ávidas pupilas y rociado una y otra vez por sus alientos. Las respiraciones comenzaron a agitarse. Ya no les importaba nada más que saciarse mutuamente, apurar hasta la última gota de aquél brevaje que se ofrecía en la boca de su amante.
Dejándose llevar por el instinto, se despojaron de sus ropas, los cuerpos desnudos retozaron en penumbras, pues una nube ocultaba la luna, cómplice de sus deseos. El parque estaba desierto y silencioso. El silencio fue roto por un gemido, luego otro y otro. La cadencia subía y subía, como si toda el ansia contenida se escapara al mismo tiempo, reventando las barreras y traspasando todo límite.
Así era como se sentía el amarse, no había más límites, eran libres y ambos seguían sus ritmos primitivos, desenfrenados, hasta dejar saciada por completo la sed que los persiguiera durante tanto tiempo; tumbados en la hierba recuperaron el aliento.
Seguían observándose, pero ésta vez no había rastro alguno de ansiedad. Permanecieron lánguidamente abrazados, hasta que la humedad comenzó a calarles los huesos, obligándolos a recuperar sus ropas.
Cubrieron sus cuerpos, pero no sus almas, que permanecerían unidas hasta siempre.
Dos días después él se marcharía, sin volver la vista atrás. Sin más adiós que una misiva y el recuerdo de su olor en su memoria.
Para Reina Vagabunda en el día de la amistad.