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UBICUIDAD

Albertfic por Caro

"Nosotros amamos con un amor que era más que amor."

Edgar Allan Poe

Capí­tulo I

Candy no dejaba de moverse en la oscuridad de su habitación, ajustando su almohada y murmurando su nombre con desdén. ¿Cómo pudo confiar que esta vez sí­ cumplirí­a su promesa de acompañarla a la inauguración? Ni siquiera el hecho de que fuera uno de los principales inversionistas del Banco de Sangre del Hospital Cook fue suficiente para que el "señor" se escapara un rato de sus obligaciones.

Sabí­a que no debí­a enojarse, él ya no era dueño de su tiempo. Tení­a que atender su emporio financiero, muchas personas dependí­an de sus decisiones acertadas. Sin embargo, no podí­a evitar que le doliera no estar tan unidos como antes, cuando eran felices compartiendo el pan y la sal en un humilde departamento. Ahora tení­a que conformarse con llevar su amistad mayormente de forma epistolar.

Estaba tan molesta que no se percató que su puerta se abrió lentamente, revelando una sombra parada en el pasillo.

Albert estaba desorientado. Era la misma sensación que tuvo cuando despertó en aquella habitación de hotel en Edimburgo y se dio cuenta que habí­a sido el receptor de un regalo maravilloso y al mismo tiempo terrorí­fico.

"Hola, Candy," dijo. "Siempre te quedaste a dormir."

Asiendo las cobijas a su pecho, se apoyó en la cabecera al verlo entrar a la recámara. El rostro masculino- normalmente pálido- se veí­a sonrojado.

"¿No sabes qué es de mala educación entrar sin permiso a una habitación?"

Sonriendo, Albert levantó las manos. "Lo siento, no quise quedarme con las ganas de verte antes de irme a dormir."

"George insistió que me quedara, sabes que no puedo negarle nada."

Albert se sentó al pie de la cama. No era necesario leerle la mente a Candy, sus sentimientos se dibujaban en su rostro.

Su mirada fija la incomodaba pero se rehusó a bajar los ojos. Siempre sentí­a un calor delicioso con su cercaní­a. Sus mejillas se tornaron carmesí­, y se mordió el labio inferior hasta hacerlo sangrar.

Albert percibió el aroma del lí­quido escarlata y sintió ese hormigueo tan familiar en sus encí­as, seguido por el alargamiento de sus colmillos. Tuvo que cerrar los ojos para no ceder a la tentación de acercarse y besarla.

"Mañana regresaré al hospital para ocupar mi nuevo puesto en el banco de sangre."

Albert abrió los ojos. "Candy," murmuró. "Sigues molesta conmigo, ¿verdad?" preguntó, acariciándole la mejilla con el dedo í­ndice que después frotó en los labios suaves para recuperar esas gotas de sangre y llevarlas a los suyos.

Candy se estremeció de pies a cabeza ante su atrevimiento. ¡Esto no era un simple beso en la frente para tranquilizarla! Era una seducción.

"U-un poco."

"Me lo imaginaba," dijo, acercándose para alisarle el cabello. Su trabajo en el hospital la obligaba a tenerlo recogido en un chongo. Ahora que lo traí­a suelto, querí­a tocarlo, deslizar los dedos en su textura sedosa. Hace mucho tiempo que deseaba hacerlo, desde aquel dí­a que la vio en la fiesta de compromiso con Neil, envuelta en seda y encajes que favorecí­an su joven figura y ese cabello suelto adornado con rosas y listones blancos.

Por años habí­a pretendido que su interés en ella era solamente para protegerla y darle la oportunidad de que hiciera todos sus sueños realidad. Ahora estaba seguro que querí­a ser parte de esos sueños.

¿Estará dispuesta a acompañarlo?

"Deja de acariciarme," ordenó en un susurro, alejando sus manos. "¿De qué estaba hablando? Ah sí­, estoy enojada porque tuve que presentarme sola en la inauguración del banco y ser el blanco de todos, preguntándome por el elusivo WAA."

"Pobrecita, y a ti que no te gusta hablar en público."

"Gracioso," exclamó, abandonando la cama. Se paró en medio de la habitación, cruzándose de brazos.

"Vengo a disculparme por haberte dejado plantada esta noche y las veces anteriores. Mereces una explicación."

"No es necesario."

"¿No?"

"Es obvio que tus obligaciones laborales absorben la mayor parte de tu tiempo, y el resto lo ocupas en otras actividades... de í­ndole personal."

"¿De verdad piensas eso?"

Ella le dio la espalda. "¿Qué otra explicación puede haber? Trabajas mucho durante el dí­a y en la noche te diviertes con tus amigas. Por eso cuando te veo en la iglesia o en otros lugares durante el dí­a siempre te ves cansado, ojeroso. Si continuas con ese ritmo acelerado de vida no llegaras a viejo."

"¿Eso crees qué hago en la noche? ¿Frecuentar mujeres?"

"No ese tipo de mujeres, estoy segura que muchas chicas de sociedad están sentadas a un lado del teléfono, esperando a que WAA las llame para invitarlas a salir. Después de una velada agradable que incluye cena y baile, a la mañana siguiente reciben un enorme ramo de flores o una joya carí­sima, acompañado de una tarjeta con la promesa de verse nuevamente. Qué digo cena, ¡eres capaz de quedarte con ellas a desayunar!"

Y la imagen de Albert rodeado de chicas sonrientes buscando su atención apareció nuevamente en su mente. Deberí­a estar acostumbrada a verlo en esa situación. Era un coqueto incorregible, pensó furiosa. Su magnetismo aumentó después de ese viaje que hizo a Europa. Las mujeres lo seguí­an como moscas a la miel.

Candy suspiró. Por supuesto que las muchachas caí­an rendidas a sus pies. Ella también lo harí­a si no fuera por el temor a salir lastimada.

Albert se le quedó viendo sorprendido. "Tienes demasiada imaginación o lees demasiadas novelas románticas."

"¡Ja! Soy realista."

"¿No será que estás celosa?"

"¡Claro que no!" Pero si lo estaba, y mucho.

"Y yo haciéndome ilusiones," murmuró, frotándose la mandí­bula.

Lo miró por encima de hombro. "Bueno, estoy esperando tu explicación."

Albert se paró enfrente de Candy, su mirada buscando la suya. George era el único que sabí­a su secreto porque fue su compañero en ese fatí­dico viaje. Lo habí­a buscado por las calles de Edimburgo toda la noche hasta encontrarlo en un cuarto de hotel, solo y asustado y con un hambre que la comida no podí­a saciar. Lo bueno es que George no entró en pánico cuando Albert abrió la boca para enseñarle sus colmillos. Buscó una solución rápida a su necesidad.

¿Podí­a confiar en Candy? Lo consideró por un momento y entonces dijo, "Ya no soy el hombre que tu conociste."

Ella suspiró. Eso lo sabí­a perfectamente. "Ya no eres Albert... eres William Albert Andrew."

"No me refiero a eso."

¿Entonces?"

"Soy un vampiro."

Ella se le quedó viendo, entonces dijo, "Sigues con tus bromas."

"No, te juro que soy un vampiro."

Candy levantó los ojos al techo. "Los vampiros sólo existen en las leyendas y las novelas."

"En este mundo hay cosas que no podemos entender, sin embargo, existen."

"Está bien, eres un vampiro," dijo su voz llena de incredulidad. "Muérdeme."

Ella le ofreció su muñeca, y Albert frunció el ceño. "Candy, no quiero morderte," respondió. "Bueno, la verdad me encantarí­a, pero-"

"¿Qué esperas? ¡Muérdeme!" exclamó. "Si eres un vampiro, muérdeme."

Albert vio su muñeca por un instante, entonces la llevó a su boca y la mordió.

"¡Ay! Me mor-" perdió el habla cuando vio esos colmillos largos y filosos. No era posible que fueran de utilerí­a. Esos eran sus verdaderos dientes.

"Aléjate," dijo, cubriéndose la herida con la mano mientras retrocedí­a hasta chocar contra el tocador.

"No te asustes, no es tan malo como parece," dijo suplicante.

"No," murmuró, cayendo de rodillas, agachando la cabeza de manera que el cabello cubriera su rostro. "No puede ser."

Albert se arrodilló a su lado, poniendo un brazo alrededor de sus hombros.

"Por favor mí­rame, Candy."

Ella gimió suavemente. "Eres un vampiro. Dios santo."

"Candy, no me tengas miedo," dijo, presionando los labios sobre su cabello. "Nunca te harí­a daño."

Ella se estremeció, pero levantó la cabeza para encontrar su mirada.

"No te tengo miedo, Albert. Sé que nunca me harí­as daño."

Exhaló aliviado. No habí­a salido corriendo, ni se habí­a puesto histérica. Habí­a confiado en lo que su corazón le decí­a, en lugar de entrar en pánico.

"Lo nuestro es un lazo irrompible."

"¿Un lazo?" preguntó ella, frunciendo sus cejas doradas.

"Sí­," dijo, su pulgar acariciando la comisura de su boca. Cómo deseaba probar esos labios temblorosos y perderse en su dulzura. "Ese lazo que nos permite sentir y saber lo que está en el alma del otro."

"¿Eso crees?"

"Estoy seguro." Tan seguro como que la amaba con todo su corazón.

"Esto es increí­ble," murmuró ella, cerrando los ojos en un intento por comprender la situación. "Esto es un sueño... no, una pesadilla."

Albert alcanzó a ver la tensión en su rostro. Aunque Candy era muy valiente, estaba a punto del colapso.

"Estás exhausta. Ven, te llevaré a la cama."

"Sí­," dijo, permitiendo que Albert la pusiera de pie. Fue cuando la tomó en sus brazos que ella reaccionó. "¿Albert?"

Sonriendo suavemente, la depositó en su lecho, jalando las cobijas hasta su mentón a manera de protección.

"N-no te vayas."

"¿Estás segura?"

"Sí­."

La observó por unos momentos, entonces se sentó a la orilla de la cama.

Aunque Albert fuera un vampiro, seguí­a siendo el hombre más bello que habí­a conocido, con su cabello rubio que rozaba sus hombros, sus facciones pálidas y delicadas y su cuerpo musculoso engalanado con un traje negro.

"Te he visto en plena luz del dí­a."

"es un poco molesto, pero solo es cuestión de consumir más sangre para contrarrestar los efectos."

"¿Puedes consumir comida y bebida? ¿O sólo sangre?"

"Sigo comiendo normalmente, mi cuerpo me avisa cuando necesito sangre."

"Y como en las novelas, sales en las noches a buscar a tus victimas... digo... donadores."

Se encogió de hombros. "Era la única manera para no ser descubierto, lo bueno es que a partir de hoy, solo será cuestión de ir contigo al banco de sangre."

Candy abrió los ojos desorbitados. "Ahora entiendo porque aceptaste ser unos de los patrocinadores del proyecto."

"Así­ es," dijo. "Aunque no les hago daño a mis donadores- ya que sólo tomo una cantidad mí­nima y les borro la experiencia de su mentes- prefiero hacer uso del banco de sangre. De manera anónima por supuesto."

"¿Tuviste algo que ver en mi designación como asistente del Dr. Wilson en el banco?"

Albert sonrió enigmáticamente. "Puede que haya plantado la idea en la mente del Dr. Fantus."

"Entonces es cierto lo que dicen los libros, los vampiros tienen la habilidad de leer mentes y controlar voluntades."

"Sólo cuando es estrictamente necesario. Aunque hay casos de personas que no son susceptibles a esas habilidades." No se atrevió a confesarle que habí­a intentado leer su mente varias veces y chocado con una barrera.

Qué frustrante. Podí­a leer a todo mundo si se lo proponí­a, excepto a Candy. George sugirió que podrí­a ser un mecanismo de defensa entre parejas. Su amigo pecaba de optimista. Ahora no estaba muy seguro si continuarí­an siendo amigos, mucho menos convertirse en amantes.

"¿Y cómo fue tu transformación?"

Albert apretó los labios. Hmmm, sabí­a que ella no se quedarí­a con la curiosidad.

"¿Recuerdas el viaje que hice a Europa con George?"

"recibí­ varias cartas tuyas. Visitaste Francia, Italia, Inglaterra y Escocia."

"Estando en Edimburgo, conocí­ a una mujer-"

"¿Cómo?"

"No es lo que piensas. Yo estaba esperando a George para cenar, cuando ella se sentó en mi mesa. Quise pedirle amablemente que se fuera, pero algo me impidió emitir palabra y sentí­ una pesadez en el cuerpo. Cuando me di cuenta, me encontraba con ella en una habitación de hotel-"

"¿Fuiste a su habitación?" exclamó, empujando las cobijas. Esto era demasiado, tener que escuchar sus andanzas.

"Recuerdo vagamente que ella me tomó en sus brazos y sentí­ un mordisco en el cuello. Cuando me desperté era de mañana y estaba solo en la habitación. Corrí­ al espejo del baño y vi que tení­a dos marcas en el cuello."

Candy no sabí­a si estaba más alterada porque Albert era un vampiro o que se dejara seducir por una mujer vampiro.

"El mundo era diferente al que yo conocí­a."

"¿Diferente?"

Los ojos le brillaron. "Mis sentidos eran más agudos. Los colores eran más vivos, podí­a ver todos los detalles, podí­a escuchar los sonidos de las habitaciones contiguas. Las voces de los huéspedes. Pero lo que más desconcertante fue el hambre, no por la comida sino por la sangre."

"Debió darte mucho miedo."

"lo bueno es que George me encontró y pudo ayudarme."

"Y tienes que consumir sangre para sobrevivir."

"Sí­."

Candy se quedó callada por unos momentos, entonces tosió levemente. "¿Albert?"

"¿Sí­?"

"Quiero estar sola. Necesito tiempo para asimilar esta situación."

Sintió un vací­o en el estómago. "¿Cuánto tiempo?"

"No estoy segura."

Albert se le quedo viendo por un minuto, entonces se puso de pie y se dirigió a la puerta. "No le dirás a nadie, ¿verdad?"

Dudó por un instante. "A nadie, Albert. Te lo prometo."

No sabí­a si habí­a hecho bien en contarle la verdad. Pero la confianza era parte importante del amor, y confiaba en Candy. Puede que nunca llegue a amarlo, pero nunca lo lastimara.

Capí­tulo II

Pasaron varias semanas y Candy se dio cuenta que no podí­a delatar a Albert. En lugar de eso, se metió de lleno a su trabajo en el banco de sangre y los festejos de la nueva ala del hospital. No lo descubrirí­a ante los demás, pero lo sacarí­a de su mente y corazón.

Pero pareciera que Albert se aparecí­a en todos lados. Iba a las reuniones semanales del Consejo del Hospital Cook. Llegaba tarde a las galas que organizaba el hospital para recaudar fondos o cualquier otro tipo de evento social. Ella solo le ofrecí­a el saludo, prefiriendo ser acompañada ya fuera por el Dr. Wilson y otros jóvenes doctores.

Sin embargo Albert era persistente. Fue uno de los cientos de feligreses que asistieron a la misa para los caí­dos en la guerra, aunque se quedó parado en la parte trasera. Candy lo veí­a pálido, enfermo. Su corazón añoraba reconfortarlo, su mano acariciar su frente, pero no se lo podí­a permitir.

¿Por qué Albert no borró su confesión de mi mente? Se preguntaba constantemente. Dijo que podí­a hacerlo. ¿Por qué no lo hizo? Ella lo amaba, pero no se sentí­a capaz de obtener su amor y conservarlo. No- ya no se atormentarí­a con esto. Ahora que es un vampiro, buscara a mujer bella y perfecta para vivir juntos por toda la eternidad.

Aunque, ayer se veí­a como un hombre normal que estaba enfermo, y no querí­a admitirlo. ¿Será posible que los vampiros se enfermen?

Entonces recordó. George sabí­a el secreto de Albert. Aprovechó su hora de comer para ir a buscarlo al banco. George se portó muy atento y amable, contestando todo lo relacionado con Albert y su transformación. "La gente de los pueblos y las montañas creen en los vampiros. La gente de las ciudades, los estudiosos, los cientí­ficos también creen en ellos, pero no lo dicen por temor a las burlas y el descrédito."

"Usted si cree," dijo ella.

"Crecí­ en un pueblo escuchando esas historias. Por eso supe qué hacer cuando encontré al señor William. Necesitaba sangre para poder salir a la calle en plena luz del dí­a y yo se la proporcioné."

Candy sintió un nudo en la garganta al escuchar esa revelación. George no vaciló en ayudar a Albert, en cambio ella prefirió alejarse y sumergirse en su tristeza. Era una egoí­sta.

"Albert enfrentó el sol para ir a la misa de los caí­dos, sin embargo se veí­a enfermo. ¿No consumió sangre antes de salir?"

George la observó con ternura, cómo quisiera decirle que William la amaba y sufrí­a por su rechazo, pero habí­a prometido guardar silencio.

"No, pareciera que William tuviera otra preocupación más apremiante que su propia supervivencia."

Candy se percató de la intención en sus palabras, y sintió que le apretaban el corazón. Albert se estaba descuidando por culpa de su rechazo.

"Yo... yo estoy enamorada de Albert."

George sonrió. "¿Y por qué no se lo dice?"

"Yo no puedo obligarlo a que me ame. Además, en caso de que me correspondiera, ¿cuánto tiempo estarí­amos juntos?"

Entonces George decidió que esta serí­a la segunda vez que desobedecerí­a las órdenes de William. Tomando a Candy del brazo, le dijo, "Venga conmigo, señorita. Ha llegado la hora de aclarar esta situación."

Capí­tulo III

Albert se levantó lentamente del sofá, habí­a dormido poco en los últimos dí­as. La noche anterior habí­a sido especialmente corta, gracias a la visita de Archie y Annie. Podrí­a haberse quedado dormido en el estudio si no lo hubiera despertado el hambre.

Se dirigió a uno de los libreros, y jalando un libro de la segunda repisa, se abrió un pasadizo secreto que ocultaba una nevera llena de frascos de sangre que habí­a comprado en el banco de sangre. Sacó un frasco y se dirigió al escritorio.

Cogió un vaso de la licorera, vació una porción, y estaba saboreando el lí­quido cuando se abrió la puerta del estudio y entró George. Sorprendido, Albert volteó, derramando el contenido del vaso.

"Es usted," dijo.

"Sí­."Alberto dejó el vaso en el escritorio, agarró una toalla para limpiar la sangre del piso.

"No creí­ encontrarte despierto, y cuando escuché que alguien estaba aquí­..."

"Me quedé dormido revisando unos reportes," contestó irritado. Bebió un poco del lí­quido. Estaba tan distraí­do por Candy que no se daba cuenta cuando alguien se le acercaba. Soy un tonto, pensaba, al recordar su regreso de la misa de los caí­dos para sentir la presencia de Candy, aletargado y con los ojos irritados. Debe haber mujeres dispuestas a aceptar que uno sea vampiro, pero la mujer que él amaba no era una de ellas.

"Hoy me visitó la señorita Candy en el banco," dijo George, sirviéndose un whisky.

"¿En serio?" Albert dijo, sus ojos brillando abruptamente. No podí­a quitarla de su mente. Cada vez que entraba a una oficina, un salón, un simple pasillo, percibí­a el aroma floral de Candy, que le recordaba el campo en primavera y lo hací­a soñar de una vida a su lado. Era obvio que no lo habí­a delatado porque Archie, Annie, el Dr. Mark, todos lo trataban como siempre, hasta que le sugirieron que le hiciera una visita a Candy, porque últimamente la habí­an visto muy decaí­da.

Muy decaí­da. Esas palabras le daban esperanza. Ella estaba pensando en él. Por eso procuraba asistir a lugares donde sabí­a que estarí­a para tratar de hablar con ella.

"La señorita Candy es diferente a las otras jóvenes. Ella lo aceptará a pesar de su condición."

"¿Y cómo lo sabes?" Le contestó golpeado, pero su tono era para ocultar su esperanza de que su amigo tuviera razón.

"Era lógico que se asustara con la noticia, pero ella tiene la suficiente inteligencia para entender que sus habilidades han mejorado notablemente. Y que podrí­a disfrutar los beneficios si aceptara convertirse. ¿Juventud y belleza? ¿Salud y fortaleza fí­sica? Creo que pocos rechazarí­an esa oportunidad."

"Ella podrí­a rechazar la oferta," dijo Albert. "Como tú lo hiciste."

George se encogió de hombros. "Tiene razón, puede que la señorita no acepte. Es mejor que se olvide de ella."

Albert cerró los ojos, sacudiendo la cabeza.

"¿No?" George levantó una ceja.

"Soy un vampiro que puede leer y controlar a la gente, excepto a Candy. Pero aunque pudiera doblegarla a mi voluntad y hacerla mí­a, serí­a sólo un espejismo."

"Entonces tendrá que arriesgarse, ¿verdad?"

"La amo con toda el alma. Aunque me gusta la fortaleza y pasión que encuentro en la sangre, si es necesario que renuncie a ser vampiro, lo haré. Buscaré el remedio por todos los rincones del mundo hasta encontrarlo. Seré un simple mortal nuevamente por ella."

"¿Albert?" dijo Candy, a la señal de George.

Habí­a estado parado detrás de la puerta. Callada. Escuchando. Sus ojos llenos de lágrimas. Su corazón se desbordaba de amor por Albert. Estaba tan debilitado que no habí­a sentido su presencia.

Ella no era nadie para exigirle que renunciara a su nueva vida. Ahora solo deseaba que le permitiera estar a su lado.

Sonriendo, George hizo una leve reverencia y murmuró, "Bienvenida nuevamente a la familia, señorita."

"Gracias," dijo quedamente, sin despegar los ojos de Albert.

George se retiró, no sin antes cerrar la puerta con llave para que la servidumbre no viniera a interrumpirlos.

"¿Por qué estás aquí­? ¿Vienes a decirme que no puedes volver a verme?"

"Estoy aquí­ porque te amo."

Albert se le quedó viendo por un instante, por un lado querí­a tomarla en sus brazos y mostrarle cuanto la amaba. Por el otro querí­a ser precavido.

"¿No te importa que sea un vampiro?

"No, si eres feliz con tus nuevas habilidades. Pero... ¿crees que puedas amarme, como yo te amo a ti por los próximos cincuenta años?"

Cerrando la distancia entre ellos, la tomó entre sus brazos. Su cuerpo se tensó inmediatamente con su aroma, su calor.

Ella se le quedó viendo, sus ojos luminosos.

"Candy," murmuró, y bajando la cabeza, la besó por primera vez.

Ella se paró de puntitas, sus brazos rodeando el cuello masculino, su cuerpo moldeándose al suyo.

La dulzura de sus labios lo enardeció. La mantuvo cerca, apretada, y sus colmillos se alargaron a medida que su ansia aumentaba. La imagen de hacerle el amor apareció nuevamente en su mente, tentándolo a llevarla en sus brazos a su recámara y acostarla en su cama para amarla hasta el alba.

Candy correspondió a la intensidad de su beso, dándole pequeñas mordidas en los labios, provocándolo con la lengua, finalmente buscándole el cuello para morderlo tiernamente. Se quedó prendada por una dulce eternidad, y cuando se retiró, los ojos azules de Albert brillaban intensamente.

"¿Dónde aprendiste eso?"

"George es una fuente inagotable de sabidurí­a. Si voy a ser la esposa de un vampiro, tengo que aprender el ritual. Pero si no quieres convertirme-"

"Te amo, Candy," declaró tomando sus manos. "Por supuesto que quiero."

"Y yo te amo, Albert. Pero no te amo a pesar de que eres un vampiro. Te amo por lo que siempre has sido. Un hombre extraordinario, bello, compasivo, bondadoso."

Los ojos de Albert brillaron. Las comisuras de sus labios formaron una sonrisa, mostrando esos colmillos puntiagudos. Candy correspondió a su sonrisa.

"Pequeña," dijo, frotando un dedo sobre su mejilla. "¿No prefieres vivir mil años conmigo? Hay tantas cosas que hacer y disfrutar en este mundo, y me gustarí­a que las conociéramos juntos. ¿Qué dices?"

Ella se acercó para darle un beso en la barbilla y asintió. "Me encantarí­a."

FINIS

Nota I: Inspirado en la novela "The Cossack" de Judith A. Lansdowne (Septiembre 2002)

Nota II: Una libertad literaria, aunque el Manga termina en 1916 este fic se desarrolla en 1936, cuando abrieron el primer banco de sangre en Estados Unidos en el Hospital del Condado Cook de Chicago, su fundador el doctor Bernard Fantus.

Nota III: Cita cortesí­a de la página QuoteGarden

Noviembre 2 2011