Notas y Créditos
El Manga Candy Candy y sus personajes fueron creados por Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi en 1974, y publicado por la Editorial Kodansha de 1975 hasta 1979. El Anime fue una producción de la Toei Animation Company Limited que fue difundida en Japón de 1976 hasta 1979. Otros personajes son de mi creación.
Este fic fue publicado originalmente el 5 de enero de 2004 y fue revisado el 29 de diciembre de 2015
DULCES CANDIES PARA AÑO NUEVO
Por Carolina
PRÓLOGO
Diciembre 31, 1930
Una gruesa capa de nieve cubría la ciudad de Chicago, sus habitantes se preparaban para la llegada del Año Nuevo. Algunos estaban conscientes de que esta celebración no sería como las anteriores; Estados Unidos estaba pasando por la Gran Depresión. La producción y la venta de bienes habían declinado gravemente, y la gente había perdido sus empleos, sus hogares, los ahorros de toda una vida.
Algunos habían tomado el camino fácil, huyendo de sus vidas cobardemente o inundándose en la desesperanza; otros habían decidido ir buscar nuevas oportunidades en la región Oeste del país.
Mientras que otros como William Albert Audrey, trabajaban afanosamente para encontrar una solución, sin importar que fuera el último día del año y que debiera estar con su familia. Pasaba horas revisando expedientes de cuenta-habientes.
Albert estaba sucumbiendo a la desesperación; las dudas sobre su capacidad para mantener el control de sus bancos y empresas lo abrumaban constantemente. Aunque los 1920s había sido un tiempo de aparente prosperidad para los Audrey, sabía que la riqueza no estaba distribuida equitativamente. Los ricos como él habían obtenido grandes utilidades, pero muchos estadounidenses promedio habían gastado más de lo que ganaban, y los agricultores enfrentaban precios bajos por sus cosechas y grandes deudas. Los ingresos de los más ricos habían ayudado al crecimiento del mercado de acciones, especialmente entre 1927 y 1929. Pronto los precios de las acciones estaban subiendo mas allá del valor real de las compañías que representaban.
Para el otoño de 1929 la confianza de que estas acciones seguirían subiendo comenzó a disminuir, entonces terminó. A fines de Octubre el mercado se derrumbó a medida que los inversionistas vendían acciones, y para mediados de Noviembre las ganancias de los dos años anteriores habían desaparecido.
Los bancos Audrey habían hecho préstamos a negocios y personas que no podían pagarlos. Habían tratado de prevenir a los cuenta-habientes de que no se dejaran llevar por la creencia de que cualquiera podía hacerse rico en la bolsa; promovieron el hábito del ahorro, y posponer los lujos y grandes compras, sólo adquirir lo necesario. Sin embargo, estas recomendaciones habían caído en oídos sordos; mientras que la gente perdía sus empleos y dinero, sus bancos tuvieron que tomar posesión de las propiedades que sus clientes habían presentado como garantías para los préstamos.
W.A. Audrey el hombre de negocios sabía que era lo correcto; Albert el idealista sufría por aquellos que habían perdido todo.
Tomó otro expediente de la pila que tenía en su escritorio; era el de un agricultor que había hipotecado su granja lechera para comprar maquinaria poco antes de la caída de la bolsa. Ya llevaba una decena de pagos atrasados.
Se quitó los lentes, y se rascó el puente de la nariz. Aunque les diera más tiempo, pensó, me temo que no podrán pagar.
Recargándose en su asiento, cerró los ojos. “No puedo quitarles su granja,” murmuró. “No puedo.”
Desanimado, se levantó y se dirigió a casa, dejando su abrigo y sombrero en la oficina.
CAPÍTULO 1
Al entrar a la sala decorada con un árbol de Navidad, Albert estaba distraído, desorientado. Su hija Cathy estaba practicando el Auld Land Syne en el piano. Candy preparaba la mesa para la cena con la ayuda de su primogénito, Alex.
“¡Buenas noches, papá!” Gritaron en unísono.
“Buenas noches, mi amor,” dijo Candy sonriente. “¿Te gusta cómo va quedando la mesa?”
Albert contestó con un estornudo.
“¡Salud, papá!”
Candy fue hacia su marido, mientras éste sacaba un pañuelo. “Albert, ¿trajiste la sidra?”
“¿Sidra?” Preguntó confundido.
“Sí,” dijo ella, sacudiendo la escarcha de su saco. “Quedaste de traer una caja de botellas.”
“Sí, papá,” intervino Alex. “Lo prometiste.”
“No la traje, se quedó en la oficina.”
“Mi amor, ¿dónde están tu abrigo y sombrero?”
“Hmmm, los dejé en la oficina,” respondió de mala gana.
Ella frunció el ceño levemente. “Albert, ¿Pasa algo malo?”
“Nada, nada,” dijo, y se dirigió a un sillón. El pequeño Ash estaba en el suelo, probándose los sombreros y coronas de fiesta que usarían los invitados. Al ver a su padre, fue hacia él con los brazos abiertos.
“Albert, no ha dejado de sonar el teléfono. Stear llamó desde un café a las afueras de Indianapolis, dijo que Patty ya no sabe que prometerles a los niños para que se calmen. Los pobrecitos están cansados con el viaje desde Nueva York, y luego tener que esperar a que la policía de caminos diera la autorización para usar la autopista. Archie, Annie y la pequeña Andrea confirmaron que ellos y los Brighter vendrán a recibir el año con nosotros. Los tíos Ashford y Christina están que no caben de contentos, y la tía Elroy…”
Entonces Candy vio como su esposo con los ojos llenos de lágrimas, apretaba a su hijo Ash entre sus brazos y le besaba la mejilla, ignorándola a ella y sus otros hijos. Sintió que algo andaba muy mal, mientras el chiquillo le ponía un sombrero de hongo con el letrero ‘Feliz Año Nuevo’ a su padre.
Cathy empezó la pieza nuevamente, y Albert gruñó, “¿Tiene qué estar tocando eso una y otra vez?”
“Tengo que practicar, papito, para la reunión de esta noche.”
“Sí,” dijo Alex. “Mamá dijo que podremos quedarnos hasta la una de la mañana. Cantaremos y bailaremos hasta que se nos hinchen los pies. Por eso, en cuanto termine de arreglar la mesa, seguiré con mi reporte sobre la celebración del Año Nuevo alrededor del mundo.”
“Oye Papi,” murmuró Ash. ¿Tú sabes cantar?”
“Cariño,” dijo Candy suavemente. “¿Por qué no subes a cambiarte? Pronto llegarán los invitados.”
Él bajó al niño de regazo y se puso en pie. “Candy, no estoy de humor para recibir gente.”
“Mira si quieres, date un baño y descansa un rato. Nosotros terminaremos aquí,” dijo ella, entrelazando su brazo con el suyo. “¿Tuviste un día muy pesado?”
Albert hizo una mueca. “Al contrario, me quedé con una docena de casas de cuenta-habientes morosos. No está mal, ¿verdad?”
La pareja entró a la cocina, seguidos por Asher que venía montado sobre un caballito de madera que tenía por nombre César. Candy le había dado la noche a la servidumbre, así que ella sola estaba ocupándose la cena. Se puso un guante navideño en la mano derecha y tomando un cuchillo, abrió el horno para ver como estaba la pierna de cerdo rellena de higos.
Estaba en su punto, así que bajó la temperatura. También estaba listo el puré de papa, las verduras caramelizadas y los panecillos. Y de postre habría tronco de Noel.
“Ash, llévale un vasito con agua a tu hermanita.”
“Sí, mami.” El niño cogió un vaso de la mesa y, tomando una pequeña jarra de vidrio, sirvió parte del contenido. Entonces, con mucho cuidado para no derramar el líquido abandonó la cocina.
“¿Qué tiene Cassie?” Albert le preguntó a Candy.
“Un resfriado. Es que pasó la mañana en el invernadero con Whitman, y se encontraron una Dulce Candy. Ella no se abotonó el abrigo para protegerla. El doctor le recomendó reposo, y muchos líquidos.”
“¿Vino el doctor?” Preguntó alarmado.
Candy le sonrió. “Sí, pero no te apures, estará bien en un par de días.“
“Demonios, ¿para qué les compramos abrigos y prendemos la calefacción? No hacen caso a nuestras recomendaciones. A veces me preguntó para qué tuvimos hijos.”
Candy se le quedó viendo. “Albert, trata de calmarte, no quiero que estés de mal humor durante la reunión.”
Albert la miró directamente a los ojos. “¿Cómo crees qué puedo celebrar, cuándo hay cientos de personas que ni siquiera tiene donde pasar esta noche?”
Ella le ofreció una sonrisa conciliadora. “Mi amor, tú no eres culpable de su situación.”
“¡Hmph!”
Alex entró a la cocina. “Oye papá, ¿cómo se dice ‘Feliz Año Nuevo’ en Francés?”
Albert torció la boca. “No sé, pregúntale a tu madre. Ella siempre tiene respuesta para todo.”
“¿Adónde vas?” Preguntó ella.
Él la miró de reojo. “A ver a Cassie.”
Albert abrió la puerta de la recámara de las niñas y vio a la pequeña Cassie en cama, quien se enderezó al ver a su padre.
“Papito chulo,” murmuró.
“¿Y tú que haces acostada?” Preguntó con desdén.
“Es que ‘taba con Whitman en el inve’nadero, y me encontré esta Dulce Candy, ¿verda’ que está bonita?”
Albert vio la rosa blanca en sus manos pequeñas. Estaba un poco maltratada. “Ajá.”
Ella retiró las cobijas, y puso los pies en el suelo.
“¿Adónde vas?”
“Mi Dulce Candy necesita agua,” dijo, y se le cayeron unos pétalos a la rosa.
“Ay, papito, mira lo que pasó. ¿Se los pegas?” Preguntó, ofreciéndole su tesoro.
Albert tomó la flor y los pétalos, y sin que la niña se diera cuenta escondió los pétalos en el bolsillo de su pantalón.
“Ya está,” dijo, y puso la rosa dentro de un vaso con agua que estaba sobre el buró. “Ahora quiero que te duermas.”
“Pero no tengo sueño.”
Albert la empujó suavemente sobre la cama, y puso una mano sobre la frente de la pequeña. Todavía estaba calientita. “Cassandra, tienes que descansar.”
“Quiero cuidar mi Dulce Candy.”
Su padre sonrió suavemente y se agachó para darle un beso en la frente. “Mira, si te duermes, a lo mejor sueñas con tu Tío Anthony. Y podrás pedirle que te traiga muchas Dulces Candies.”
Cassie hizo una pequeña ‘O’ con los labios. “¿En serio, papito?”
“Sí, pequeña. Ahora duérmete por favor.”
Minutos después, Albert bajó a la sala; Cathy seguía en el piano practicando, Ash paseando en su caballito. Alex estaba sentado en el comedor haciendo la tarea. Whitman estaba hablando con Candy. Había traído una caja de nochebuenas rojas y blancas.
“¡Mira papá!” Alex dijo entusiasmado, “El Sr. Whitman consiguió nochebuenas blancas. Están suaves, ¿verdad?”
Albert le lanzó una mirada amenazadora al anciano en overol. “Whitman, ¿cómo se le ocurre llevar a Cassie al invernadero sin protegerla del frío? Si no fuera por la pronta intervención de mi señora, podría haberle dado una pulmonía.”
“Albert,” dijo Candy en un suspiro, caminando a su lado. “Él estaba ocupado cargando las nochebuenas a la camioneta y Cassie aprovechó para abrirse el abrigo y esconder la rosa.”
Whitman bajó la vista, y le dio vuelta al sombrero de fieltro entre sus dedos. “Lo siento, Sr. Audrey, no volverá a pasar.”
“Por supuesto que no,” exclamó Albert. “No permitiré que ponga a mis hijos en peligro por su descuido.”
“Albert,” Candy masculló. “Ya es suficiente.”
“Claro que es suficiente,” reiteró. “Creo que empezaré el año haciendo una revisión del personal de esta casa.”
Candy sacudió la cabeza y dirigiéndose al jardinero, dijo, “Gracias por las nochebuenas, Whitman. Disculpe al señor, es que tuvo un mal día en la oficina. Feliz Año Nuevo.”
“Feliz Año Nuevo, Señor Whitman,” le desearon los niños, sin despegar los ojos de su padre.
“Feliz Año Nuevo a todos,” respondió el pobre con una sonrisa tremulante. Entonces miró de reojo a Albert. “Con permiso, Señor.”
“Albert,” murmuró Candy, tomándolo de la mano. “No era necesario que fueras tan duro con Whitman.”
“Yo sé lo que hago,” dijo, alejándose de ella.
“Oye papá,” dijo Alex. “¿Cómo se celebra el Año Nuevo en Australia?”
Albert se pasó una mano furiosa por el cabello. “¡Qué voy a saber! ¿Acaso crees qué soy tu enciclopedia andante?” Entonces se le atravesó Asher en caballo.
“¡Deja de estar corriendo por la sala!”
Cathy no podía concentrarse con los regaños, y se equivocó en una nota. Albert le gritó, “¡Demonios Catherine! ¡Deja de estar maltratando ese maldito piano!”
Y en un arranque de furia desconocida en él, Albert jaló el mantel de la mesa; la vajilla, las decoraciones y los candelabros de oro terminaron en el suelo en un estruendo.
Su familia volteó a verlo atemorizados, nunca había sido tan cruel con sus palabras y acciones.
Albert se percató de esto, y con ojos llenos de arrepentimiento dijo, “Perdóname Candy. No quise hacer eso.”
Ella no pudo emitir palabra. Ash soltó su caballo, y corrió a brazos de su madre.
Albert se dirigió a su hijo mayor. “Alex, lo siento mucho. ¿Qué es lo que querías saber?”
El chico sacudió la cabeza. “Nada, papá. Nada,” murmuró, apretando los labios.
Su padre vio al resto de grupo. “¿Qué les pasa? ¿Por qué me ven así?”
Entonces miró a su hija en el piano. “Sigue practicando, Cathy. Anda, ¿por qué no sigues?”
“Oh, papi... yo... no puedo.” Y las lágrimas escaparon de sus ojos azules, recorriendo sus mejillas rosadas.
Candy corrió hacia su hija para consolarla, y la estrechó entre sus brazos. Alex y Ash fueron hacia ellas.
La leona en Candy salió a flote. Podía tolerar ser la receptora de los momentos de mal humor de su esposo, pero no podía soportar que hiciera llorar a sus hijos. Siempre habían mantenido la disciplina en esta casa a través de la comunicación y el cariño, no con la agresión verbal.
“Albert, ¿por qué te desquitas con los niños? ¿Por qué no te vas al…”
Pero se contuvo, no quería insultarlo frente a sus hijos. Ya habían tenido suficiente por esta noche.
“Candy, yo…” levantó una mano en súplica, pero los niños se estrecharon a su madre, cuyos ojos esmeralda lanzaban chispas.
Él retiró su mano y, asustado por lo que había hecho, salió de la casa despavorido.
Candy corrió al teléfono y empezó a marcar.
“¿Papá está en problemas?” Preguntó Alex mortificado.
“Sí, hijo,” dijo suavemente.
“¿Debo rezar por él?” Dijo Cathy, secándose las lágrimas.
“Sí, linda. Reza con todas tu fuerzas.”
“¿Yo también, mami?” Preguntó Ash, hurgándose la nariz.
“Tú también, bebé. Todos rezaremos por él.”
Fue entonces cuando contestaron a su llamado.
“¿Hola? Archie…”
Ese intercambio había sido escuchado con gran interés en las alturas por una galaxia multicolor y dos estrellas blancas. El Padre Celestial entendió el sufrimiento de Albert, y convocó a los ángeles para que lo ayudaran a encontrar el camino. Sin embargo dichos ángeles no eran simples desconocidos, en algún instante de este interminable recorrido por el universo estuvieron cerca de Albert.
“Pauna y Anthony,” dijo la galaxia titilante, “deben ir a la Tierra, Albert necesita de su ayuda.”
“De acuerdo, Señor,” respondieron las estrellas en unísono.
Albert se trepó al Rolls y abandonó Lakewood a alta velocidad sin rumbo fijo. La nieve caía con más fuerza a medida que recorría los caminos vecinales. El limpiaparabrisas no se daba a vasto para quitar el hielo cegador. Pero eso no le importaba. No podía quitarse de la mente los rostros de su esposa e hijos. La furia y el temor entrelazados en esos seres tan queridos para él. ¡Maldición! ¿Cómo permitió que las cosas llegaran a este extremo? No tenía derecho a lastimarlos de esa manera.
“Dios mío…hace mucho que no hablo contigo, ni voy a misa con mi familia. Pero ayúdame por favor. Ya no puedo más.”
En su agonía, hizo caso omiso del aviso de que el puente ubicado a media milla de distancia estaba en reparación. Quizá ese río bajo el puente era la solución a sus problemas.
“¡Albert! ¡Détente!” Una voz de ultratumba lo llamó sacándolo de su estupor.
Al ver las barreras y señalamientos de peligro trató de frenar, pero como no traía cadenas el automóvil patinó varias yardas, cayendo finalmente al vacío.
Anthony se lanzó directo al río. Nadó en el abismo frío y oscuro hasta que encontró el vehículo. Jaló a su tío del cuello de su saco, y lo agarró en su puño, pateando con fuerza para llevarlos a la superficie.
Salió disparado del río, directo a las alturas, arrastrando el cuerpo pesado contra el suyo a medida que dirigían al puente. La nieve caía incesante, creando un escudo contra los ojos curiosos. Albert tosía y tomaba bocanadas de aire. Se asió de su salvador sin darse cuenta de su identidad, sin darse cuenta que estaba volando. Tenía los ojos completamente cerrados mientras su pecho subía y bajaba, y escupía agua de río de su boca.
Empezó rezar en voz alta, llamando a Dios para que lo ayudara, pero nunca abrió los ojos. Y aceptó el dolor explosivo que reemplazó el recuerdo de su familia en su mente.
CAPITULO 2
Albert se dio cuenta de que estaba acostado en un catre, su cuerpo pesado y estorboso. Estaba consciente del dolor, pareciera que flotara en él. Algo lo retenía en la cama, pero no tenía idea de qué había pasado o dónde estaba. Su mente parecía estar en una niebla, moviéndose lentamente.
De repente, una figura de blanco apareció en su línea de visión. Le tomó un momento enfocar sus ojos. Cuando lo hizo un grito de sorpresa escapó de su alma, que resonó en la habitación una y otra vez.
“Cálmate, tío Albert, no es para tanto,” dijo el joven vestido de blanco mostrándole sus lentes. “Por cierto, necesitarás otro par de lentes, estos se rompieron en la caída.”
“¿Anthony?” Murmuró, sin poder creer a sus ojos.
El joven sonrió cálidamente. “Así es. Por fin nos vemos cara a cara.”
Albert se sentó. “¿Qué haces aquí?” Su voz salió más golpeada de que lo esperaba. “¿Dónde estamos? ¿En el cielo?”
“En la caseta del vigilante,” contestó, señalando al vigilante malencarado sentado enseguida del escritorio, masticando tabaco. No les quitaba la vista a los dos sujetos, idénticos como dos gotas de agua, altos, rubios y de ojos azules.
“¿Andaba festejando, verdad?” Preguntó bruscamente. “Se le pasaron las cucharadas y no vio los señalamientos.”
“Está muy equivocado,” dijo Anthony ofendido. “Lo que pasa es que él iba distraído. Le grité que se detuviera y no pudo frenar.”
El vigilante escupió en un tinaco. “¿Y dónde está su auto? No creo que ande a pie en esta nevada haciéndola de buen samaritano. A menos que tenga alas.”
“No las traigo conmigo en este momento.”
El vigilante frunció el ceño en confusión. “¿Acaso es piloto de avión?”
Anthony lo vio fijamente, sus ojos pasando de un azul turquesa a un ámbar gatuno.
“No, soy un ángel,” dijo simplemente.
El hombre se fue para atrás de la impresión, entonces se levantó de relámpago y salió corriendo de la caseta.
Anthony sacudió la cabeza, “Feliz Año, amigo.”
Entonces vio a Albert y frunció el ceño. “Te está sangrando la mejilla otra vez.”
“No me importa,” respondió con desdén, tallándose la frente. “Rayos, me estoy volviendo loco. Estoy hablando con una alucinación.”
“No, tío. No soy una alucinación.”
“¿En serio? ¿Y por qué estás aquí?”
“Vine a ayudarte.”
“¿Ayudarme?”
“Sí.”
“Mira Anthony, o cómo te llames. Mejor busca a otra persona que ayudar. No lo merezco.”
“Tío, no seas tan orgulloso. Todos necesitamos de los demás.”
“Debiste dejar que me ahogara. Valgo más muerto que vivo.”
“No digas eso, no podré obtener mi objetivo con esa actitud. No comprendes todas las cosas que has hecho por los demás. Si no fuera por tí-”
“Si no fuera por mí, ¡hmph! Candy, mis hijos, mis amigos, mis clientes, ¡todos! Estarían mejor sin mí. ¿Por qué mejor no te vas?”
“Tío, tengo una misión-“
“¡Ah, cállate!”
“Hmm,” suspiró Anthony caminando alrededor de la habitación. “Esto no será tan fácil después de todo. ¿De verdad crees qué todos estarían mejor sin ti?”
“Bueno, no sé,” murmuró. “A lo mejor hubiera sido preferible no haber nacido.”
“¿Qué dijiste?”
“¡Qué hubiera sido preferible no haber nacido!”
Anthony levantó la vista para consultar a Dios. “¿Qué le parece? Sería interesante ver como sería el mundo sin él. Está bien, Señor, esperaremos por ella.”
Y girando hacia Albert, dijo, “Te cumpliré tu deseo. Nunca naciste.”
Se abrió la puerta estrepitosamente, y una corriente de aire helado invadió la caseta. Albert corrió a cerrar la puerta.
Se dio cuenta que Anthony había desaparecido. “¿Qué fue eso?” Dijo sorprendido, cubriéndose con la cobija.
“Hola Albert,” dijo una voz cálida y melódica.
¡Era Pauna! Su hermana que se había ido de su lado hace muchos años. La tomó entre sus brazos y escondió su rostro contra su cuello.
“No puedo creer que estés aquí, Pauna. Déjame verte.” La observó por unos instantes, y luego la jaló hacia él. “Es un milagro.”
Ella lo abrazó fuertemente. “Te ves muy bien, sano y fuerte. Creí que Anthony no llegaría a tiempo para salvarte. Estábamos a varias millas cuando te vimos caer al río, y creí desfallecer. Mi pobre hijo me dejó allá arriba y prometió que se encargaría de ti.”
“No le he dicho a mi sobrino cuánto lo he extrañado, he sido muy grosero con él.”
Pauna se retiró, y lo estudió con su mirada esmeralda inquisitiva, parecida a la de Candy.
“Él te quiere mucho, Bertie,” murmuró. “Por eso cumplió tu deseo.”
“¿Cómo?”
“Nunca naciste, no existes. Estás libre de preocupaciones, de obligaciones y de problemas. Ya no te molestarán los demás.”
“No es posible…”
“Tu mejilla ya no sangra. Puedes ver perfectamente sin lentes.”
Albert se tocó la mejilla y vio que sus dedos no estaban cubiertos de sangre. Luego enfocó la mirada a un calendario que estaba pegado a la pared. Podía distinguir los números a esa distancia.
“Increíble.” Entonces se dio cuenta que había dejado de nevar. “¿También puedes controlar el clima?”
“Si es necesario. ¿Estás listo para irnos?” Preguntó ella ofreciéndole su mano.
“¿Adónde me llevas?” Cerrando su mano sobre la suya.
“Quiero que veas con tus propios ojos cómo viven los tuyos sin tu presencia.”
“Mi ropa está mojada,” dijo, viendo su traje colgado a media caseta.
“Está seca, tócala.”
“Ah, es cierto,” jalando los pantalones y la camisa de la cuerda. “Pauna, no tengo auto.”
Ella sonrió suavemente. “Hermano, no te preocupes. Yo me encargo del transporte.”
CAPITULO 3
Pauna y Albert sobrevolaban Lakewood, cuando ella le indicó que bajarían a la mansión. Momentos después se encontraban recorriendo el pasillo que los llevaría al estudio. Ahí se encontraba la Tía Elroy, George y otros sujetos que Albert reconoció como socios de su abuelo y su padre.
“Escuchen esto,” dijo ella. “Deben mantener este secreto hasta que Anthony crezca y sea la cabeza de los Audrey. No debemos permitir a nadie más conocer el secreto.”
“¿Anthony?”
“Como tú no existes,” dijo Pauna. “Me convertí en la heredera de la fortuna Audrey. Al fallecer, mi hijo se convirtió en el heredero. Vincent prefirió regresar al mar para sobrellevar su pena, y asignó a George como su guardián. La Tía Elroy se encargó de llevar las empresas mientras Anthony cumplía la mayoría de edad.”
Albert bajó la vista. “No pensé que caería esa responsabilidad en Anthony.”
“No fue fácil para él, pues como tú, prefiere ser libre y disfrutar de la naturaleza. Afortunadamente superó sus temores y con la ayuda de George tomó el mando de las empresas.”
“Tú hijo era muy inteligente, Pauna. Creó varias especies de rosas, entre ellas Dulce Candy.”
La mujer sonrió levemente. “Lo sé, esa flor le ha dado muchas alegrías y tristezas.”
“¿Tristezas?”
Ignoró su pregunta, y le dijo, “Ven conmigo, nos quedan varios lugares y tiempos por visitar.”
Albert se encontró en una pradera cubierta de flores. Ya había visitado este lugar hace muchos años. Fue cuando su hermana falleció, y decidió escapar de su tristeza y soledad.
¿Por qué me trajiste aquí, hermana?”
“Mira,” dijo ella apuntando hacia una pequeña colina.
Miró en esa dirección, y su rostro se trasformó con una sonrisa.
“Candy,” murmuró.
Estaba sentada sobre el pasto, llorando amargamente. Tenía sus brazos apoyados sobre sus rodillas, en su mano traía una carta.
Era la carta donde Annie se despedía de ella, su esposa le reveló años después. Los sollozos aumentaban y Albert sintió que se le partía el corazón.
“Candy, no llores. Pronto volverás a ver a Annie.”
“Ella no te escucha, hermano. Tú no existes, por lo tanto no puedes brindarle consuelo. Ella sola tuvo que superar este trance. No estuviste ahí con tu kilt y gaita llena grillos para hacerla reír.”
Él tragó grueso. “No pude decirle que se veía más bonita cuando sonreía que cuando lloraba.”
“Así es, y no le dejaste tu medallón que le dio esperanza y fuerza durante su adolescencia."
Albert se cubrió el rostro con las manos. “Por favor, salgamos de aquí.”
“Tus deseos son órdenes, hermano.”
Y las dos figuras abandonaron la pradera, dejando a la pequeña sola con su pena.
Albert abrió los ojos y se encontró en un bar lleno de humo y con un fuerte olor a sudor y cerveza. Por el acento de los clientes se dio cuenta que estaba en Inglaterra.
“¡Agárrenlo!” Gritó un sujeto a sus compinches. Albert se hizo para atrás creyendo que iban hacia él, y lo traspasaron. Giró en seco, y vio a Terry Grandchester vestido con el uniforme del San Pablo, con los puños en alto. Tenía el cabello en desorden, y una línea de sangre salía de su boca.
“¡Terry!” gritó Albert. “¡Detrás de ti!”
Los dos hombres le llegaron por atrás, y lo agarraron de los brazos, dejándolo abierto para el asalto de su amigo, quien se deleitó golpeándolo a diestra y siniestra.
Como en aquella ocasión, Albert corrió en su ayuda, pero sus golpes traspasaban sus cuerpos.
“No pierdas el tiempo, Bertie,” dijo Pauna. “Tú no existes, no sienten tus golpes.”
“¡Lo van a matar!” Gritó desesperado. “Son tres contra uno.”
“Fue golpeado salvajemente,” ella afirmó, “y fue arrojado a la calle a morir. Un alma caritativa se apiadó de él y lo llevó al hospital. Un par de días después, el Duque de Grandchester lo encontró y lo llevó a casa. Ahora pasa los días en su recámara, recitando a Shakespeare a un público inexistente.”
Sacudió la cabeza. “Terry, si yo hubiera estado ahí…”
Pauna puso una mano sobre su hombro. “Pero no estabas, recuerda que no existes.”
“No puede estar pasando esto,” murmuró.
“Vamos, todavía quedan otros lugares por visitar.”
CAPITULO 4
Albert y Pauna aparecieron en el quinto piso del banco Audrey donde se ubicaban las oficinas centrales. En la recepción estaba la Señorita Jasper, escribiendo a máquina. Sacó la hoja de papel y lo anexó a un expediente. Entonces se dirigió al privado. Al abrir la puerta se pudieron escuchar voces masculinas discutiendo acaloradamente.
Los hermanos cruzaron las puertas gruesas de madera como figuras etéreas, discretas y sublimes.
Archie y Stear estaban de pie en cada extremo de la mesa; era obvio que estaban molestos con la persona que estaba sentada en el sillón presidencial, mirando hacia la ventana.
“¡No puedes estar hablando en serio!” Gritó Archie.
“¡No puedo creer que le hayas propuesto matrimonio!” Exclamó Stear. “¿Acaso se metió a tu recámara y se te ofreció?”
“Por favor, respeten mi decisión,” respondió la persona oculta detrás del sillón.
“No serás feliz con ella,” dijo Archie exasperado.
“Hace mucho acepté que la felicidad no era para mí.”
“Tú no la amas,” declaró Stear.
“Nunca he dicho tal cosa,” dijo pausadamente.
“¿Entonces?” Preguntó Archie, levantando los brazos en desesperación. “¿Por qué te casarás con Eliza?”
El sillón giró en su eje, revelando a un Anthony de aproximadamente veinticinco años, vestido de negro. Sus ojos azules estaban ensombrecidos por la tristeza y la conformidad. “Porque ya sé qué clase de vida tendré a lado de ella. La que merezco por mi intransigencia.”
Albert volteó a ver a Pauna alarmado. “¿Anthony y Eliza?”
Ella apretó los labios, y movió la cabeza en afirmación. “No es la mujer que deseaba para mi hijo, sin embargo él considera que es lo mejor.”
“¿Y Candy? ¿Cómo pudo preferir a Eliza sobre Candy?”
“Candy ya no está en la vida de Anthony, William.”
“No hay obstáculos entre ellos. Terry está en Inglaterra, y yo no existo.”
Pauna volteó a verlo directamente a los ojos. “Ese es el problema, tú no existes.”
Albert tomó a su hermana de los hombros. “Necesito ver a Candy en este momento.”
“No te va a gustar.”
“¡No me importa, quiero verla! ¿Dónde está?”
Los ojos de Pauna cambiaron a un color ámbar intenso. “¡Está bien, tú lo quisiste!”
Y fueron rodeados por una nube espesa.
CAPITULO 5
La nube que transportó a los hermanos Audrey se desvaneció y se encontraron frente al Hogar de Pony. Albert se asomó por la ventana y vio a la Señorita Pony y la Hermana María en la cocina sentadas frente a la estufa tomando café. Fue a otra ventana que resultó ser la recámara de los niños quienes dormían tranquilamente, iluminados por la chimenea.
“No veo a Candy, ¿dónde está?”
“Allá arriba,” dijo Pauna, apuntando a la colina donde estaba el Padre Árbol.
“¿En la colina? ¿Qué está haciendo afuera con este frío?”
“Ya no lo siente,” murmuró su hermana.
Albert frunció el ceño. “¿Qué dices?” Entonces captó la intención sombría en sus palabras, y sintió que la sangre abandonaba su rostro.
Corrió hacia la colina nevada, y descubrió que al pie del árbol había una lápida de mármol.
“No… no puede ser…”
“Cerciórate por ti mismo.”
Cayó de rodillas ante la lápida para retirar la nieve y abrió los ojos desorbitados al leer el epitafio.
“Nuestra Amada Candis White, 1898-1910.”
“¡No!”
“Albert, tú no estabas ahí para salvar a Candy de esa cascada en Sunville. El bote cayó y se rompió en mil pedazos. Anthony, Stear y Archie encontraron su cuerpo al día siguiente. Tía Elroy ordenó que su cuerpo fuera traído al Hogar de Pony en secreto para evitar el escándalo.”
“No, no…” Albert repetía una y otra vez.
“Anthony y los muchachos se encargaron personalmente de traerla aquí y darle un funeral digno y lleno de amor. Y ayudan al Hogar de Pony en su memoria.”
Se puso de pie, sacudiendo la cabeza. “Candy no puede estar muerta,” dijo retrocediendo. “¡No puedo imaginarme la vida sin ella y nuestros hijos!”
Y se echó a correr.
“¡Bertie!”
Anthony se materializó a lado de su madre. “¿Mamá?”
“Hijo, ve tras él,” dijo a punto de las lágrimas. “¡Rápido!”
EPÍLOGO
Albert perdió la noción del tiempo y espacio, las lágrimas que escapaban de sus ojos se convertían en escarcha ante el frío intenso. La idea de que nunca volvería sentir el calor y los besos de Candy le desgarraba el corazón.
De repente se encontró nuevamente en el puente que trató de atravesar. Se recargó en el barandal, y escondió su rostro entre sus manos.
Anthony apareció instantes después. “Esto es una pesadilla, pronto despertaré,” escuchó a su tío repetir como una letanía.
“¿Estás seguro? Si no hubiera sido por mi intervención todavía estarías bajo el agua.”
“No pensé en las consecuencias,” balbuceó.
“Es curioso,” dijo Anthony suavemente, “Cómo un hombre toca la vida de muchos. Pero cuando no está, deja un hueco muy grande, ¿verdad?”
“Ayúdame, Anthony,” murmuró. “Quiero vivir otra vez. Quiero ver a Candy y a mis hijos. ¡Dios, permíteme vivir otra vez!”
Un Ford modelo A de color rojo se detuvo a la orilla de puente, y se abrió la portezuela del conductor.
“¡Tío Albert! ¿Estás bien?”
Levantó la cabeza, y vio a su sobrino corriendo hacia él. “¿Puedes verme?”
Archie levantó una ceja. ¿Qué si puedo verte? Te he estado buscando por horas. Cuando vi tu carro estampado en el árbol creí que… oye, estás sangrando de la mejilla. ¿Seguro que estás bien?”
Albert se tocó la mejilla y vio sus dedos cubiertos de sangre. “¡Jaja! Mi mejilla está sangrando, ¿no es grandioso?” Entonces recordó los pétalos de su hija y se registró los bolsillos. “Los pétalos de Cassie, los pétalos, ¡aquí están!”
Su sobrino lo veía con cara de asombro. “¿Eh?”
“¡Feliz Año Nuevo!” Y lo abrazó fuertemente; entonces lo empujó y se fue corriendo a casa, ignorando los gritos de Archie de que podía darle un aventón.
Albert llegó a su casa agitadísimo, tantas horas sentado en su escritorio y la falta de ejercicio eran los culpables de su falta de condición. Pero eso no importaba ahora, necesitaba ver a su esposa.
“¡Candy, Candy! ¿Dónde estás?”
“¡Papá!”
Albert vio a sus hijos al final de las escaleras, y subió hacia ellos para abrazarlos y cubrirlos de besos. “Cathy, Alex, Ash, mis tesoros. Hmm, me los podría comer a besos. ¿Dónde está su madre?”
“Salió a buscarte,” le respondieron. “Con el tío Ashford.”
Cassie salió de su recámara. “¡Papito Chulo!” exclamó. “Soñé al Tío Anthony.”
“¡Cassandra!”
Ella corrió hacia él y le dio besos tronadores en sus mejillas, que éste recibió con deleite.
“¿Cómo te sientes?”
“¡Muy bien! Ya no tengo los cachetes calientes.”
“¿Cachetes calientes?” Albert soltó una carcajada. “¡Eso es maravilloso pequeña!”
Candy entró a la casa, y vio a su familia en la escalera. “¡Albert!”
“¡Candy, mi vida!” Gritó bajando las escaleras. La estrechó entre sus brazos y cubrió su rostro de besos.
“¡Albert! Espera…”
Él no pudo contenerse y cubrió sus labios con los suyos para experimentar la emoción de saberla suya para toda la eternidad. “Eres de verdad,” murmuró, y antes de que ella pudiera responder la besó nuevamente. “Oh, Candy, no tienes idea de lo que me pasó…”
“Albert, tú no tienes idea de quiénes acaban de llegar.” Tomó su mano y bajaron las escaleras seguidos por sus hijos.
En la sala estaba la Tía Elroy, los Cornwall, los Brighter, Annie y su hija Andrea, y la servidumbre encabezados por Whitman y Mary. Todos saludaron a Albert y manifestaron su alegría de que estuviera sano y salvo.
“Shhh… silencio por favor,” dijo el Señor Cornwall, mostrando una hoja de papel. “Llegó este telegrama del crucero Queen Mary. Dice, ‘Señor William, le notifico que mi esposa y yo vamos para América, punto. Dorothy esperando tercer bebé, punto. Espero que mi puesto siga vacante, punto. Feliz Año Nuevo a usted y los suyos. George V. Johnson.’”
Albert se puso feliz al escuchar de su viejo amigo y confidente. Ahora más que nunca necesitaba de su consejo.
“¡Hey!” Gritó Archie, con una caja de sidra de manzana en sus brazos. “Miren a quienes me encontré en la reja.”
Stear y Patty cruzaron el umbral de la puerta, seguidos por sus hijos Arthur y Penny. La familia se abalanzó sobre ellos para saludarlos. Los abrazos, los besos, las risas y las lágrimas se combinaron en un torbellino de sentimientos y bendiciones.
“¡Esto merece un brindis!” Dijo Candy, abriendo la caja de sidra. “¡Tía Christina, Patty, Annie, por favor ayúdenme a servir!”
Stear aprovechó la confusión y fue hacia Albert. “Tío, estuve analizando la situación de las fábricas de motores, y encontré otro uso para esas máquinas. Monté un motor de diesel en un viejo modelo T, y después de varias pruebas lo eché a andar. Mi familia y yo viajamos de Indianápolis a Lakewood en el primer automóvil con motor de diesel.”
“Y no nos quedamos tirados en el camino,” declaró Patty llena de orgullo.
Su esposo le hizo una cara. “Patricia, cómo eres.”
Albert le dio a su sobrino una palmada en la espalda. “Te felicito Stear, gracias a ti no tendremos que cerrar las plantas de Ohio e Indiana. Mañana hablaremos con mayor calma de tu descubrimiento, ¿de acuerdo?”
“Dejen de hablar de negocios,” dijo Archie interponiéndose entre ellos y deslizando sus brazos sobre sus hombros. “¡Pronto será Año Nuevo!”
Cathy fue al piano a petición popular, y tocó el Auld Land Syne a la perfección, obteniendo aplausos y elogios de sus tíos y besos de sus padres.
La alegría se le escapaba por los poros a Albert. Su familia siempre estaría con él, en las buenas y en las malas.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Un hombre no merecía tanta felicidad.
Metió la mano en su bolsillo buscando su pañuelo; y descubrió una nota en letra manuscrita.
‘Querido tío, recuerda que un hombre sólo deja de existir cuando su familia y amigos se olvidan de él. Con cariño, Anthony.’
Candy fue hacia su esposo, entrelazando su brazo con el suyo. “Amor, ¿quién te escribió?”
“Es de alguien muy querido para mí. Me ayudó a entender qué la vida es maravillosa.”
Cassie se asomó por la ventana, y una sonrisa iluminó su rostro. “¡Papito chulo, mamita linda! ¡Miren eso!”
Candy y Albert fueron hacia ella, y éste la cargó en sus brazos.
“¿Qué pasa, pequeña?”
“El portal, papito,” dijo emocionada “¡Está lleno de Dulces Candies!”
Creyó que la niña estaba confundiendo la nieve con rosas blancas y cuando miró por la ventana, se quedó boquiabierto.
El Portal de las Rosas estaba cubierto de Dulces Candies, blancas y enormes, como si estuvieran burlándose de las inclemencias del clima.
“Papito, tío Anthony me prometió que tendríamos Dulces Candies para Año Nuevo, y lo cumplió.”
“Es cierto, Cassie, es cierto,” dijo Albert besando a Candy en la sien.
Entonces levantando la vista, murmuró, “Gracias, Anthony. Gracias por todo.”
FINIS
01/05/04
(Revisado 12/29/2015)
NOTAS ACLARATORIAS
Este fic está inspirado en la película “Es una Vida Maravillosa” de Frank Capra de 1946, con James Stewart y Donna Reed, la cual se ha convertido en una parte muy importante de la Navidad desde su emisión por televisión desde los 70s. Es sobre un hombre que contempla el suicidio como la solución a sus problemas financieros y familiares, y le asignan un ángel atolondrado que espera obtener sus alas. Éste le hace comprender que cuando la vida nos da limones, hay que hacer limonada, después de todo, la vida es maravillosa.
Se consultaron las siguientes páginas:
http://www.filmsite.org/itsa.html
http://www.cummins.com/na/pages/en/whoweare/generalcompanyinfo/cumminshistory.cfm