Metáforas que nos piensan

Algunos párrafos destacados.

Creemos estar expresándonos libremente y estamos diciendo lo que la estructura de nuestra lengua y la multitud de metáforas que la habitan (que nos habitan) nos obligan a decir.

Cuántas veces he tenido que responder a la interpelación: “Si ni las matemáticas son verdaderas y universales, entonces tú eres partidario de las ablaciones de clítoris, ¿no?” Al parecer, a muchos este fantástico silogismo (o alguna de sus variantes) se les hace con la misma naturalidad con la que, dicen, los cuerpos pesados caen hacia abajo. ¿Qué mentes se están forjando en nuestras escuelas que, de sólo intuir la liberación del yugo de la necesidad (aunque sea esa necesidad tan abstracta que inculcan las matemáticas), la necesidad que primero se les viene a la cabeza para sustituirla es la de cortarle el clítoris a la primera que pillen?

Ni el mito de la ciencia es de menor potencia que cualquiera de los mitos griegos, cristianos o quichés, ni sus fantasmagorías, como la doble hélice del ADN o la materia oscura, son ficciones menos pregnantes que la imaginería de otras sagas míticas.

Sólo la prepotencia del sujeto constituido por ciertos imaginarios puede llevar a decir “tengo tal creencia”, como quien dice “tengo la gripe”, cuando parece bastante más apropiado decir que es la gripe la que me tiene a mí.

El secreto de la dominación estriba en colonizar el imaginario del otro imponiéndole el mundo de uno como el único posible.

bajo cada concepto, imagen o idea late una metá- fora, una metáfora que se ha olvidado que lo es. Y ese olvido, esa ignorancia, es la que, paradójicamente, da consistencia a nuestros conocimientos, a nuestros conceptos e ideas.

Conservadlas [las metáforas], y conservareis el mundo. Cambiadlas, y cambiareis el mundo.

Bajo todo concepto existe una metáfora latiendo. Todo concepto concibe una cosa en términos de otra, nos dice: “esto es como si...”.

Qué pasa con las pseudociencias de ayer -desde la acción a distancia hasta la acupuntura- que hoy son tenidas por ciencia?

Negarse a reducir lo irreductible es fundamental, no sólo por un elemental respeto —intelectual y práctico— a la diferencia sino también por mantener vivas nuestras capacida- des de asombro y de gozo.

Ésta es la hipótesis fuerte con la que propongo jugar. Las matemáticas, lo que suele entenderse por matemá- ticas, pueden pensarse como el desarrollo de una serie de for- malismos característicos de la peculiar manera de entender el mundo de cierta tribu de origen europeo. Por ser sus prime- ros practicantes habitantes de ciudades o burgos, podríamos llamarles la ‘tribu burguesa’. Y a sus matemáticas, ‘matemáti- cas burguesas’. Que esas matemáticas burguesas hayan conseguido ocul- tar los pre-juicios y supersticiones en los que se basan, y así imponerse al resto de tribus y pueblos como ‘la matemática’ (en singular), no sería entonces razón suficiente para erigirse en modelo de cualquier matemática posible.

Durante la Edad Media europea, cualquier moral distinta de la católica no podía percibirse como ‘otra moral’ sino como pura falta de moral, como amoralidad. ¿No ocurre hoy otro tanto con la matemática?

¿Por qué cuando ‘el salvaje’ califica algo de puro corre el antropólogo a ver ahí un tabú, algo intocable para esas gentes, y sin embargo, cuando el mismo adjetivo apare- ce en el contexto cultural en el que el antropólogo se ha for- mado, ‘puro’ deja de significar intocable, es decir incuestiona- ble, para venir a significar ‘en sí’, ‘abstracto’ y otras coartadas por el estilo?

Los que, desde pequeños, hemos llamado ‘números naturales’ son tan poco naturales como el individuo, el mercado o la evidente salida del sol cada mañana. Es decir, su naturalidad es el refinado producto de una construcción social muy determinada.

Más riguroso —y más respetuoso— sería asumir que el número no tiene una significación ‘en sí’ y aceptar que tal significación depende de los usos y significados, particu- lares y concretos, con que cada cultura cuenta, clasifica y ordena el mundo.

¿Qué cara pondrían los campesinos de Pisa al oír que un profesor de matemáticas había dicho que la naturaleza era un libro? Siendo en su casi totalidad iletrados, ¿qué pensarían de ese tal Galileo? ¿Que estaba loco? ¿Cómo va a ser la naturale- za un libro, escrito además en lenguaje matemático, si ellos, que ni saben leer ni saben —menos aún— matemáticas, lle- van siglos entendiéndose con ella y haciéndolo con acepta- bles resultados? ¿Qué querría decir para ellos que sin haber aprendido ese extraño lenguaje “es humanamente imposible entender una sola palabra”? ¿Qué no son propiamente huma- nos hasta que lo aprendan? ¿Qué en realidad no han entendi- do ni “una sola palabra” y que, por tanto, todo su saber resul- ta ser ahora mera ignorancia? Todo el proyecto científico, y toda la racionalidad ilustrada (y la política que la acompaña), pueden pensarse como una des-comunal empresa contra las culturas populares y los saberes vernáculos. Desde su origen, hasta nuestros días, en que se ha disfrazado bajo el lenguaje de la modernización y el desarrollo.