EL DOLOR
Mis recuerdos relativos al dolor se centran sobre todo en dos experiencias, ambas en el mismo lugar. Mi padre tenía un taller mecánico, y pasaba algunas horas curioseando por allí, sobre todo en la oficina, en la que había entre otras maravillas un frasco de cuarto de litro de mercurio. Nos fascinaba aquel tremendo peso, aquella movilidad fría y plateada que mi hermano y yo nos pasábamos de mano en mano. También había una botella de litro de ácido nítrico, ignoro el motivo. Metíamos pesetas viejas y las sacábamos al rato como nuevas. Una vez se nos ocurrió agregar unas gotas de mercurio con el estupendo resultado de que las pesetas rubias salían plateadas, maravillosas, y las cambiábamos a los chicos del barrio por cosas de todo tipo contándoles que eran modernas extrañas, defectuosas y por ello mismo muy valiosas.
Allí jugaba con cerillas, aunque lo tenía estrictamente prohibido. Un día, al frotar la cerilla con la lija de la caja, se me quedó la cabeza incrustada en la yema del dedo, y asistí estupefacto al espectáculo de un trozo de fósforo entrando en mi tierna carne provocando un dolor indecible, insoportable, desdesurado.
Otra vez, jugando con un trozo de lacre, dejé que una hermosa gota cayera en el dorso de mi mano. Soplé como quien sopla para enfriar una sopa, pero aquello no se enfriaba, me estaba quemando en serio, y solo pude esparcirlo más, aumentando la superficie de la quemadura sin conseguir bajar la temperatura de aquella infernal materia. Una vez más. el dolor era desmesurado, excesivo, descomunal. Cincuenta años después mantengo la cicatriz como recuerdo.
Quizás por esas dos experiencias asocio el dolor máximo al fuego. Quizás por esas dos experiencias de niño me aterrorizaba especialmente el infierno. En la iglesia de mi ciudad, según entras por el lateral Sur, al otro lado de la nave está el que siemrpe hemos llamado el altar de las ánimas. Es un altorrelieve de madera que muestra a unos pecadores retorciéndose entre llamas esperando ser redimidos por el dolor y llevados al cielo. Yo pensaba a menudo en lo que sería tener no una yema de un dedo, no el dorso de la mano, sino el cuerpo entero entre llamas, durante un tiempo incalculable, años quizás, en el purgatorio. O peor aún, eternamente por siempre jamás en el infierno sin esperanza de salvación. Y me invadían unos sudores fríos que desembocaban en terrores nocturnos.