MISIONES EN LA SANGRE
¡Viva, el Padre Ambrosio!
Por
Joseph Herod, C.PP.S.
Durante los pasados quince años, distintos artículos han aparecido en estas Páginas de Misión del Messenger, sobre el Hospital Salvador, ubicado en Santiago, la capital de Chile. Por ejemplo hemos escrito sobre su enorme tamaño. Estrictamente hablando, es una combinación de cuatro hospitales en uno, con un total de 1.800 camas. También hemos escrito sobre sus numerosas visitas; sobre el maravilloso espíritu de sus pacientes que comparten entre sí las alegrías y sus penas; sobre sus huelgas de trabajadores, una de ellas de 25 días de duración.
En esta ocasión, nos gustaría contarles a nuestros lectores algo sobre uno de sus capellanes, el Padre Ambrose Lengerich. Realmente, el Padre Ambrose no es uno de esos sacerdotes que ustedes llamarían, sólo un capellán más. Aunque él mismo, nunca admitiría que es excepcional, sin embargo, no puede negar que es diferente de la mayoría de los que trabajamos en el Hospital del Salvador.
Nos gusta considerarlo excepcional, en primer lugar, porque ha vivido más años de servicio en Chile, que muchos otros misioneros de la Preciosa Sangre. Lo que es más, desde su llegada a este lejano campo de misión, en 1947, el Padre Ambrose ha desempeñado con honor los siguientes cargos: Vicario, párroco y constructor de una hermosa iglesia en Purranque, rector del Seminario Menor, capellán a medio tiempo de tres hospitales diferentes, rector del Saint Gaspar College, profesor de Religión y de Inglés – por no nombrar su trabajo como confesor de las Hermanas.
Y si a ustedes les gustaría saber qué hace en sus momentos libres, sepan que dedica parte de su tiempo libre a aprender nuevos trucos de magia, que realiza con una habilidad casi profesional, para entretener tanto a sus pacientes del Hospital Salvador como a sus alumnos del colegio. Una gran cantidad de sus trucos consiste en hacer que desaparezcan muchas cosas, y luego – presto – reaparecen.
Últimamente, sin embargo, alguien ha estado también aprendiendo trucos cómo hacer que sus dos bicicletas y la máquina de escribir desaparezcan. Ahora bien, al Padre Ambrose le gusta practicar las virtudes de la pobreza y de la generosidad, pero nunca en la medida de dar sus bicicletas y las máquinas de escribir.
La distancia entre el colegio en que el Padre Ambrose actúa como rector y el hospital donde se queda para atender a los enfermos, es como de tres kilómetros. Y aunque tiene a su disposición el uso de un auto pequeño, prefiere ir en bicicleta, esto es, a menos que un ladrón haga desaparecer su bicicleta en forma permanente. Esto ha sucedido, dos veces, forzándolo ahora a comprar su tercera bicicleta.
A pesar de esta mala suerte, jamás uno escucha quejarse al Padre Ambrosio. Continúa con su trabajo como de costumbre; siempre parece tranquilo, animoso, y relajado. Su maravilloso sentido del humor lo mantiene por su confianza en la Divina Providencia.
Otra evidencia de que es diferente, la dio en el tiempo que sirvió como Rector del Seminario Menor. Pronto insistió en hacer su propia cama y ordenar su pieza a pesar del hecho de que tenía a su disposición los servicios de los seminaristas. Incluso ahora como rector de un colegio de hombres no estima, que se rebaja, al ponerse, a veces, manos a la obra a lavar los platos.
El Padre Ambrose sabe como lavar la ropa también. Y en conexión con esto, desapareció otra cosa. Ocurrió durante una de sus vacaciones de verano, cuando reemplazó a un capellán de Hermanas en Ovalle, una hermosa ciudad al norte de Chile.
Una tarde lavó algo de ropa y la puso a secar en un cordel cerca de la capilla. Las Hermanas por supuesto, felices le habrían hecho este servicio, si sólo se los hubiera sugerido.
Bueno, de todos modos, temprano en la mañana cuando el Padre fue a buscar su lavado, no estaba allí. Pensando que las buenas Hermanas se lo habían llevado para plancharlo, esperó unos pocos días y luego le preguntó a una de las Hermanas, cuando creía ella que estaría lista su ropa.
Se quedó sorprendido cuando la Hermana le dijo: ¿Cuál lavado? Desapareció al igual que las bicicletas y la máquina de escribir.
Cada tres años, nosotros los misioneros tenemos el privilegio de regresar a casa en los EE.UU. por tres meses para visitar a nuestra familia y amigos. (En otro momento esto era cada seis años). Naturalmente esperamos con ansias esta agradable perspectiva. A medida que se acerca el gran día, comenzamos a contar, los días, las horas.
Pero el Padre Ambrose es un misionero diferente. A veces salta su turno o se lo da a otro que podría tener una buena razón para ir a casa antes de que le corresponda. Nunca olvidaré la vez en que me dio su turno para que pudiera asistir a las “Bodas de Oro” de mis padres.
Que Dios continúe bendiciendo al Padre Ambrose en una rica medida con Sus mejores dones. O como dirían los chilenos: “¡Viva el Padre Ambrosio!”
(Precious Blood Messenger, octubre 1966, págs.304-305-306, Vol.III).