40. El Padre Leo Herber en Pitrufquén

El Padre Leo Herber, nos ha enviado recién, un interesante relato sobre el progreso que se está haciendo en la Parroquia de Pitrufquén, y de la nueva capilla-escuela para misiones, en la Reserva Indígena del sur de Chile, llamada la Araucanía. El Padre Leo escribe:       “Estoy muy contento de informar que la capilla-escuela de Carilafquén está ahora recibiendo sus toques finales. Hay, como se podría esperar, montones de cosas que faltan, como la campana, los muros interiores, el amoblado para la sala de los profesores, etc. Pero no se puede hacer todo al mismo tiempo. Aquellas cosas vienen con los años, especialmente aquí. 

      “La capilla es una hermosa estructura en un hermoso entorno. Hacia el norte y oeste, el valle está a veintidós metros bajo la planicie, de menos de una hectárea, en que está construida la capilla. Al final del valle, corre rápido, el Río Toltén, y al fondo, se levanta la majestuosa cordillera de los Andes con los gigantescos volcanes coronados de nieve, el Llaima y el Villarrica. Hacia el este y hacia el sur, las verdes  colinas ondulantes están decoradas con cercas de altos y rectos eucaliptos. La capilla, con su base de granito gris en el frente, y con su terminación natural de pino y laurel en los costados, se yergue como una joya cortada en un escenario distinguido. 

      “De lo que yo deduzco, ha sido el sueño de todo misionero aquí, ahora, y en el pasado, ver una capilla en ese lugar. De hecho, recuerdo que esta misión fue uno de los primeros proyectos en perspectiva que me señalaron. Me di cuenta que los deseos de los Padres estaban bien dirigidos. Ahora no quedan dudas, en mi mente, al menos, que Carilafquén, puede ser la más fructífera de todas nuestras misiones aquí. 

      “Carilafquén, probablemente, siempre va a ser “mi guagua”, ya que fue la primera misión que empecé. Llevaba en Chile, un poco más de medio año, cuando comencé el censo para ver las perspectivas.  Cuando primero empecé, no le di a la misión muchas posibilidades de sobrevivir; todo era extraño, tenía sólo ocho meses con el lenguaje, y estaba asustado. 

     “La primera visita que hice la recordaré siempre. Había recién terminado mi clase de religión en el colegio de Quelenquelen. Era pasado mediodía y el Padre Thomas Sweeterman no regresaría de la misión más distante, hasta alrededor de las 5:30, en que había quedado de recogerme en un jeep. Como tenía tiempo, me fui por los verdes campos hacia la primera “ruca”, como se llaman las casuchas de los indios. Aunque la choza parecía estar cerca, sentado oblicuamente en la cima del cerro, en la boca del valle, me tomó unos completos treinta minutos llegar al arroyo, al pie del cerro. El arroyo no tenía puente, de manera que encontré una rama de un árbol y salté con ella a través del agua. Mirando hacia el cerro, vi la plaga del campo. Dos quiltros descarnados y hambrientos. Ladraron por unos minutos, antes que una niña  adolescente sin dientes los llamó. Comencé a subir el cerro cuando los perros con reticencia se devolvieron a la ruca. 

      “En la ruca, me salió a encontrar mi recepcionista, junto con su madre, dos hermanos y dos hermanas. Los últimos cuatro estaban entre los seis meses y los seis años de edad. Había muy pocos dientes en todas las estoicas sonrisas que me saludaron. Sus caras se veían resecas por el sol y el viento y teñidas con el humo que llena todas las casas, por el fuego al centro del piso de tierra. 

      “No puedo recordar una recepción más fría, antes o después, que la que recibí allí. Contestaron a todo con un corto “sí” o “no”. Todos mis esfuerzos por empezar una conversación fueron sofocados. Para hacer las cosas más amistosas, me aproximé a un niño de seis años de edad y le pregunté su nombre. Me dio una mirada de miedo, gritó, maldito asesino y se pegó al lado de su madre. Podía ver que yo era tan popular como un pez dorado en un jarro con crema. 

      “Yo estaba listo a dar esa visita por perdida. Entonces, como recordatorio de una visita poco alentadora, pensé en dejar un santo para los niños. Cuando saqué los santos, todo cambió. En vez de ser un regalo de despedida, se convirtió en la apertura de una hora de conversación. Todos pidieron ansiosos un “santito”. Les  hablé sobre la Misa y les di al menos una vaga idea de cómo hacer la señal de la cruz. Finalmente, prometiendo volver después, me dirigí hacia abajo del cerro hacia un grupo de rucas, a alrededor de un kilómetro de distancia. 

      “Aquí mi recepción fue mucho más cálida, ya que tenía los santos en mi mano cuando caminé hacia la primera ruca. El padre de familia estaba recolectando “mimbre” de un pequeño pantano para llevarlo para su comercio de muebles de mimbre. La madre estaba sentada en el suelo al lado de la puerta, alimentando a su guagua de dos meses de edad. Un niño de cuatro años se metió a la choza cuando yo me aproximé. Fue casi al final de la visita cuando el pequeñuelo aceptó la política del buen vecino que se le ofrecía. 

      “De allí fui a la próxima ruca en donde encontré a cuatro niños sucios, vestidos en lo que escasamente se podrían llamar harapos decentes. Su padre y madre habían muerto de tifus, el verano anterior, y ahora estaban al cuidado de su tío y tía. En ambos lugares les hablé sobre la Misa, y las verdades más simples del catecismo. También hice notas mentales sobre el bautismo y los matrimonios. Para cuando visité la tercera ruca, era tiempo de dirigirse al camino principal, que ahora estaba a dos cimas de cerro de distancia. A medida que caminé fatigosamente hacia el camino, estaba cansado, dudosamente exitoso, pero contento por el primer paso que había dado hacia mi primera misión. 

      “Miércoles, tras miércoles, seguí el mismo procedimiento hasta que cada centímetro del valle fue cubierto. Muchas de las rucas que me salté, fueron porque estaban escondidas tras un montón de arbustos altos. Pero en todas partes, encontré la misma impasibilidad, al comienzo, pero al final, la misma cordialidad. Entré a un mundo diferente cuando visité Carilafquén, un mundo de hombres bajos, impasibles, un mundo de mujeres que trabajan duro, vestidas de negro, chales rojos bordados con hilos de plata de “chauchaus” (chauchas) (monedas de plata) alrededor de la cabeza y una gran pechera de“chauchaus” (chauchas) que colgaba de sus cuellos. 

      “Era un mundo de hambre, niños andrajosos, que corrían con un miedo mortal al extraño, pero que estaban prestos a ofrecer una amplia sonrisa a un amigo. Era un mundo de pobreza y sometimiento. En ninguna casa había allí el lujo de un piso de madera: todos tenían la misma tierra helada, con el mismo hoyo para el fuego al medio.  De las maderas bajo el techo de paja, colgaba el mismo “cuchayoyo” (cochayuyo), un alga parecida al cuero, usada para hacer sopa. Pocos entre ellos eran tan afortunados como para tener una pareja de bueyes o una carreta de bueyes. 

      “Tres meses más tarde, el primer domingo de septiembre, se ofreció el sacrificio de la Misa por primera vez en ese territorio. Sesenta hombres, mujeres y niños, se reunieron en una de las casas que dominaban el valle. Bajo el ardiente sol de la tarde, dije la Misa,  mientras el Padre Thomas Sweeterman leía las oraciones con la gente. Se podía sentir que esta misión era diferente de las otras que habíamos tenido; era más joven. De hecho, recién estaba naciendo. 

      “No hubo bautismos, porque la mayoría, no tenía idea de qué se trata el bautismo. No hubo matrimonios, ya que muy pocos sabían que el matrimonio es un sacramento.  En los años pasados, cuando prácticamente no había caminos en el territorio, el “señor San Cuevas”, un antiguo hombre de la frontera, bautizaba a todos sus hijos, y oraba por sus muertos. Había muerto, años atrás, dejando Carilafquén sin el último pilar de la iglesia. Una chispa de fe, queda todavía, una chispa que se podría haber apagado, y se habría apagado, a no ser por la gracia de Dios. Aquí nos dimos cuenta, que pasaría un tiempo, antes que hubiera bautismos o comuniones o matrimonios. 

      “Sin embargo, casi inmediatamente, se extendió por el pueblo, el comentario de una capilla. La esperanza de una capilla y de un colegio, hizo crecer esa chispa de fe y pronto la puso en acción. A fines de noviembre, las carretas de bueyes comenzaron su largo arrastre desde el río, llevando ripio  por la subida  hasta la capilla. Las raíces fueron despejadas al pie de la colina, las piedras sacadas y los árboles en el sitio de la capilla empezaron a caer. Arena, ripio y rocas empezaron a acumularse. Más de doscientas veces, las yuntas de bueyes se encaminaron a través del valle y hacia arriba hasta el camino. Varias veces, las carretas de bueyes se fueron del valle a las cuatro de la mañana para hacer el viaje hacia el pueblo, para llevar madera, cemento y tejas, un viaje de ocho horas. 

      “El 9 de enero, comenzó el trabajo en la capilla, con la demarcación del terreno de 6.50x15 mts., para la capilla-sala de clases y tres salas de  3x4 mts. para los profesores.      “No se podía reunir fondos con esta gente, por supuesto. De hecho, me impactó que uno de los hombres me ofreciera, la única donación de dinero de la gente de allí, una donación de $ 1.000 pesos (US$ 2.00). Para él, representaba la ganancia de toda una semana. El dinero para la capilla vino de un amigo de Detroit y de la parroquia y colegio de St. Gabriel, de la misma ciudad. Parecía una paradoja que la ciudad de los autos estuviera ayudando a construir una capilla en un valle con carretas de bueyes, pero, no era extraño ya que la capilla servía al Cuerpo Místico, a la Iglesia Universal. 

      “A la capilla se le puso el nombre de San Judas, el Abogado de las Causas perdidas y San Judas, realmente tuvo que trabajar firme para su capilla. Las lluvias, la inflación, la falta de ayuda experimentada, todo se juntó para detener el progreso del trabajo. A pesar de todo, la primera Misa fue ofrecida  en la capilla para el Domingo de Resurrección. El trabajo continuó con los pupitres, pizarrones, ventanas, etc. Hasta que finalmente, el 10 de abril, el colegio se cambió de la casa, en donde  se hacían clases en ese momento. Ahora, en los cuatro primeros años, hay 52 niños en el colegio. 

      “La infraestructura de la misión de San Judas de Carilafquén ha sido construida; pero todavía no es nada más que eso, una infraestructura. Ahora comienza la tarea de rellenar esa infraestructura con las enseñanzas, los sacramentos, las tradiciones, y la gracia de Dios y Su Iglesia. ¡Por favor recuerden a esta misión en vuestras oraciones!” (Precious Blood Messenger, julio, 1956, págs.210-211212-213, Vol.I).