INICIOS DE LA PARROQUIA PRECIOSA SANGRE EN VALDIVIA
POR PAUL AUMEN, CPPS
Estuve por titular este relato “Cómo comenzar una Parroquia”. En segunda instancia, sin embargo, me parece que habría que insertar un “No” después del “Cómo”. Pero déjenme contarles la historia; ustedes pueden decidir el título adecuado.
Valdivia, donde se ubica la parroquia es una ciudad de 76.000 chilenos y un Norteamericano – yo mismo. Está flanqueada por dos ríos a los costados y cercada por una montaña y un pantano por los otros dos lados. Yo escogí la ruta de la montaña para llegar a esa ciudad. No fue la más feliz de las opciones, porque a mitad de camino, mi camioneta comenzó con un ruido sordo y áspero. Me detuve para investigar y me di cuenta que el perno de la dirección había saltado. De manera que me metí debajo de la camioneta y pasé alrededor de una “maravillosa” hora tratando de volver a ponerlo en su lugar. Mientras llegaba a Valdivia, parecía más un mecánico o un “mono engrasado” que un sacerdote misionero. Pero ustedes saben que tenemos una dispensa para algunas formalidades aquí en Chile.
Mi hora de llegada fue de quince minutos antes que cerraran las tiendas y los restoranes. Me tomó cinco minutos comprar una cama y luego diez minutos para cenar. Estaba oscureciendo cuando llegué al nuevo proyecto habitacional en las afueras de la ciudad. Pero déjenme volver atrás un poco primero y contarles acerca de este proyecto.
Después del terremoto de mayo de 1960 (todos los sucesos en el sur de Chile están determinados por “antes del terremoto” y “después del terremoto”), el gobierno desarrolló rápidamente un proyecto habitacional en el extremo de la ciudad, para proporcionar vivienda al fantástico número de 32.000 refugiados. Se hizo tan apuradamente (y tan mal) que se decidió darle el nombre de un personaje desconocido – Gil de Castro. Meses más tarde averigüé que fue uno de los diseñadores o planificadores de la ciudad de Santiago. En el proyecto habitacional la única condición era poner a la gente bajo un techo... Aún hasta esta fecha, no hay un supermercado, ni un retén de carabineros, ni posta de primeros auxilios, ni bomba de incendios, ni teléfono, ni oficina de correos, y lo último de todo, tampoco hay una parroquia. Fue por esta razón que nuestro Padre provincial, durante su visita del año pasado, aceptó la petición del Obispo para que los Padres de la CPPS comenzaran una parroquia aquí. El Obispo había arrendado una de las casas del Proyecto. Durante un año estuvo vacía. Luego, un día, el 13 de noviembre de 1961, había allí una casa vacía, y allí estaba yo también.
A la mañana siguiente, desde mi cama, inspeccioné la casa vacía de madera. Me pregunté: ¿Será eso un centímetro de polvo y suciedad lo que hay en el piso? No, decidí, a medida que me acerqué hasta el borde de la cama para ver mejor, en realidad “¡está más cerca de los dos centímetros!”
Unas horas más tarde, mientras limpiaba el piso, recibí mi primer visitante parroquial. Era una vendedora. Una vendedora de cosméticos.
“Buenos días, señor” dijo animosa, mientras ponía un pie en la puerta. (Hacen eso en Chile también). “¿Podría hablar con su señora?”
“Lo siento”, tartamudeé, “no tengo señora”.
“¡No tiene!”, exclamó, mientras ponía el otro pie dentro. “¿Se está burlando de mí?”…
“Bueno, no importa”, dijo, mientras buscaba un lugar para poner su caja de polvos y pinturas. “Con toda seguridad querrá comprar algo para una amiga”.
Parado allí con mi gorra de béisbol, mis pantalones del ejército, mis zapatillas de goma y afirmado en un trapero, pensé: “¿Cómo le digo a esta dama que soy un ferviente misionero de una tierra muy lejana, que ha venido aquí solo a salvar almas?” No encontrando las palabras le dije simplemente: “No, señora. Tampoco tengo una amiga.”
“¡Bueno! Si no tiene, no tiene”, dijo cerrando de golpe la tapa de su caja.
Pero la señora no había terminado todavía. Quería saber qué estaba pasando. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó mientras se iba, ensuciando el pedazo de piso que yo había limpiado.
De pronto me empecé a preguntar cómo se vería, una vendedora de cosméticos, usando un trapero alrededor de su cuello.
“Estoy haciendo una oficina”, le dije muy confidencialmente, “a donde yo pueda traer gente para hablar con ellos, pueda traer guaguas para bautizarlas, pueda traer grandes pecadores para escuchar su confesión, donde pueda traer gente que no está casada para casarla.”
Me miró y se apuró hacia la puerta. Y miró para atrás como para ver si esto era real.
Un día o algo así más tarde, supe que le había dicho a la señora del lado: “Realmente lo siento por usted, señora, tiene a una persona muy rara al lado. No sólo no tiene señora, sino que piensa que es un sacerdote. ¡Debiera escuchar todas las cosas extravagantes que va a hacer!”
Esta vendedora no se dio cuenta que bajo situaciones difíciles se nos permite a veces hacer cosas extravagantes. Como dije antes, tenemos dispensa para algunas formalidades; eso es, aquí en Chile.
Rompiendo con los récords, en dos semanas habíamos levantado nuestra iglesia. Esto es si ustedes quieren llamar iglesia a una carpa para hospital del ejército norteamericano. Nosotros (algunos Padres visitantes y yo) la instalamos para el Día de Acción de Gracias. Desde entonces, todo el proyecto ha estado agradecido de que al menos tengamos una iglesia. No siempre ha estado en pie. Tres o cuatro veces, las lluvias de invierno y los vientos han cortado las cuerdas y sacado las estacas, y una vez, casi se partió completamente en dos mitades. Pero todas las veces, la hemos levantado de nuevo. Los niños la llaman “el monstruo” y piensan que es grandioso ir a Misa en una carpa.
Ya tiene su historia propia y han sucedido muchas más cosas que las que suceden ordinariamente en una iglesia. A veces pienso que es como comenzar una nueva religión; a veces, parece quedar tan poco de los antiguos tiempos.
Una mañana en Misa, en el “Hanc Igitur” (te suplicamos pues…), extendí mis manos sobre la hostia y el cáliz para consagrarlos. Entonces vino un niñito de cinco años con quien me había hecho amigo al día siguiente que llegué. Me seguía a donde fuera dentro del proyecto habitacional, hablando sin cesar e incluso enseñándome algunas palabras en castellano. (Como las que usa su papá con la vecina cada vez que ella bota su basura en el tarro de su padre).
El nombre de mi pequeño amigo es Luchito. Vino por el pasillo esa mañana haciendo tanto ruido como sólo un niño de cinco años puede hacer, y se paró frente al altar.
(Casi olvidé de decirles que digo Misa mirando de frente a la congregación). Tan pronto como llegué comencé una campaña para que todos rezaran y se convirtieran en parte real del Santo Sacrificio. Es la única manera para que gente tan simple e ignorante adquiera un interés en la Misa. Algunas personas piensan que miro a la concurrencia para ver quiénes llegan tarde y quiénes se van antes, pero no están enteramente acertados en su pensamiento. La verdad real es que gozo diciendo Misa de este modo porque siento que estoy más unido con la gente y ellos conmigo).
Tomé la hostia en mis manos y estaba por pronunciar las palabras de la Consagración.
“¡Buenos días, Padre!”, exclamó Luchito, fuerte y claro.
Le hice una seña con la cabeza y una débil sonrisa, esperando no estar ofendiendo las rúbricas muy gravemente y continué: “Qui pridie quam pateretur...” (Quien el día antes de padecer…)
Luchito subió al altar por un costado, junto frente a mí.
“¡Buenos días!”, dijo Luchito con más énfasis y claramente.
“Buenos días, Luchito!”, susurré para dejarlo contento y seguí, “...accepit panem in sanctas...” (tomó el pan en sus santas…)
Dos ojos que pestañeaban aparecieron en el borde del altar. Ahora bien he dicho Misa con perros, chanchos y cabras corriendo alrededor de la iglesia, cuando las madres alimentaban a sus hijos, y una vez, cuando varios hombres se pasaban una botella en las bancas de atrás. Pero nada me ha turbado más que esos dos ojos negros que pestañeaban “...et elevatis oculis in caelum...” (…y elevando los ojos al cielo…)
“¿Qué está haciendo Padre?”, preguntó una voz aguda debajo de aquellos ojos.
“¡Luchito! ¡Anda a sentarte, por favor!”
“Muchas gracias, Padre”, dijo Luchito y se sentó en el piso.
“Veamos, ¿dónde iba yo? Mejor comienzo de nuevo. Qui pridie quam ...” (Quien el día antes…)
Siete ríos en total se juntan cerca de Valdivia. Juntos forman el Río Valdivia que permite a pequeñas embarcaciones atracar a dos cuadras de la plaza de la ciudad. Como el terremoto dejó a la ciudad seis pies más cerca del nivel del mar, los ríos ahora están más hondos que antes y tienen una marea oceánica dos veces al día, aunque la ciudad está a 25 kilómetros del mar. Para alguien a quien le guste pescar, Valdivia es el paraíso. Los botes pescadores anclan en el centro de Valdivia y los vendedores, con voces como las de los vendedores de Arkansas, llenan sus canastos y carretas de dos ruedas y van vendiendo pescado por las calles. Sólo en el Río Valdivia y en el río en España, ustedes encuentran un pescado raro llamado "puye”. En Santiago los amantes del pescado pagan el equivalente a cinco dólares por un plato del raro y sabroso “puye”.”
Mi primer visitante de Santiago (a 800 kilómetros de aquí) fue un Padre que no sólo le gusta pescar sino también cazarlos. ¿El nombre del Padre? El veterano y estimado John Kostik.
Me atrevo a decir que este pescador ha sido capaz de abrir los corazones de los hombres, más que de abrir las bocas de los pescados. De hecho, le acompañé en un viaje de pesca a Queule, una ciudad pesquera al lado del mar. El Padre John pasó tanto tiempo alimentando a los pescados hambrientos que quedaba poco tiempo. Viejos pescadores, hombres de mar se reían con ganas de ver al Padre engordar los pescados que ellos pescaban. Pero antes de seguir muy lejos, déjenme decirles por qué considero a mi visitante como alguien especial. Tiene una maravillosa habilidad de comprender los corazones de los humildes, de los ignorantes. Rara vez pasa al lado de alguno sin hacerse su amigo.
Va donde un campesino y le dice: “Oiga, es bonita esa manta, que usa, yo tenía una como ésa en Pitrufquén y usted, sabe, la lluvia nunca se pasa”. Dentro de tres minutos, no sólo sabe cómo se llama el hombre y dónde vive, sino también la última vez que se confesó y que comulgó.
O puede decirle a un niñito: “Déjame ponerme tu sombrero de paja. El sol está demasiado fuerte hoy día y no tengo nada para evitar que se me ponga blanco el pelo”. El próximo domingo el niñito estará en la iglesia en todas las Misas esperando a ver al Padre que se veía tan divertido usando su sombrero de paja. Todos los que hemos estado en Chile siempre recordaremos al Padre John.
Un pequeño pez llamado “pejerrey” es uno de los más baratos, sin embargo de los más deliciosos pescados en Chile. Se fríe y queda crujiente conservando la cabeza, que la mayoría de la gente considera la más sabrosa. Siempre como la cabeza primero, porque no me gusta ver esos ojos lastimeros mirándome mientras como.
Fue, a propósito, un vendedor de “pejerreyes” el que vino a la iglesia-carpa un domingo en la mañana, mientras mi visitante el Padre John decía la Misa de las 8:00. El vendedor vio una carpa llena de gente y eso significó para él muchos compradores en potencia. Y así, con su canasta al brazo, entró a la carpa gritando: “¡Pejerreyes!” “¿Alguien quiere comprar pejerreyes?”
El Padre John estaba en el Ofertorio. A pesar de que le gustaba mucho el pescado, no tenía intenciones de detener la Misa para comprar pescado.
“Váyase con su pescado ahora”, dijo, “¿no ve que estamos en Misa ahora?”
“Oh, perdóneme”, se excusó el vendedor. “¿No quiere nadie comprar pejerreyes?”
“Si alguien quiere comprar ‘pejerreyes’ estaré esperando afuera, gritó antes de salir.
Mientras estamos en el tema de la carpa, me gustaría contarles otro incidente que hace de nuestro Sacrificio un verdadero asunto familiar. Pensé que era el momento apropiado para predicar sobre la obligación de casarse por la iglesia ante un sacerdote. Con la ayuda de cinco seminaristas y cuatro Hermanas salesianas, había recién terminado el censo de todo el proyecto habitacional. Cada familia había sido visitada y se le había dado una invitación a participar en las actividades de la parroquia. Se hizo toda una investigación en los matrimonios. Aquí en Chile el matrimonio por la iglesia y por el civil son ambos obligatorios. Descubrimos que un tercio de los católicos estaban casados sólo por el civil, o ni por el civil, ni por la iglesia. Estaban viviendo, como la expresión lo dice en Chile, así no más.
En este domingo en particular, tuve otro visitante especial – nuestro procurador de misiones C.PP.S., el Padre Leo Gaulrapp. Durante el verano hizo un viaje personal a través de Chile para conocer las necesidades de las parroquias de la misión. Fue durante su Misa que entré en calor con el tema del matrimonio.
“Dios no va a bendecir nuestro proyecto habitacional hasta que cientos de esas personas que están viviendo en matrimonio sin Su bendición, no vengan hasta el sacerdote a que les bendiga su matrimonio. Si ustedes no están casados por la iglesia, están obligados a venir a la parroquia tan pronto como sea posible. Si están casados correctamente, entonces traigan a algún amigo, o pariente que no lo esté.
Una señora, rápidamente, habló a continuación mío. “Conozco mucha gente que no está casada por la iglesia” se paró y gritó. “Les voy a decir que vengan y se casen como usted dice, Padre. Yo no estoy casada, y mi marido es un borracho y se gasta mi dinero jugando y comprando tragos para sus compinches, y no vale la pena casarse con él, y...”
“Muchas gracias, señora”, traté de...
“Pero traeré al resto de ellos para acá”, siguió hablando. “Y usted puede casarlos como usted quiere Padre.”
“Gracias, señora ... Y ahora el Padre Leo va a continuar con la Misa.”
Por supuesto, esto no sucede todos los domingos, pero ha sucedido muchas veces, que alguien quiera dar su opinión o sugerir algo. Lo que por supuesto, está muy bien porque las cosas son un poco diferentes aquí. Por eso es que tenemos dispensa aquí en Chile con ciertas formalidades.
Después de vivir aquí en este vasto proyecto habitacional, siento algo de lo que Cristo debe haber sentido cuando estaba con sus discípulos mirando los campos de trigo de Galilea. No veía los millones de cabezas de trigo. Veía las almas de las gentes en las aldeas que El había visitado. Las multitudes y las muchedumbres en Betsaida, en Corozaín, en Cafarnaún. Los veía confundidos y rechazados, ovejas sin pastor. No es de maravillarse que dijera: “La cosecha es grande y son pocos los obreros. Por eso rueguen al dueño de la cosecha que mande obreros para hacer su cosecha”.
Todos los domingos, en las tres Misas que celebro, hay alrededor de 600 personas apretadas dentro de la carpa. Pero qué son 600 cuando uno mira por la ventana y ve 32.000. Están todos confundidos y rechazados, como ovejas sin pastor.
A veces, nos preguntamos, por qué después de 2000 años hay tan pocos trabajadores. Quizás la razón es que ha habido muy pocos que oren al Señor de la Cosecha para que envíe obreros a trabajar.
Acuérdense de recordar a los misioneros en sus oraciones. (Precious Blood Messenger, agosto, 1962, págs.242-243-244-245-246-247, vol)