EL ORGANISTA MANUEL HUAITIAO
Padre John Wilson, C.PP.S.
El pueblo de Riachuelo, Chile, está ubicado a alrededor de 25 kilómetros de la línea férrea principal. Tiene una población de alrededor de 300 almas. No hay ninguna estructura de ladrillo o de concreto en toda la ciudad; de hecho, hay sólo dos casas que están pintadas (la casa parroquial no es una de ellas). Los cerdos, los gansos y los pollos vagan por las calles a su voluntad, de manera que uno tiene que tener cuidado al caminar. He visto un auto en las calles sólo una vez o dos este verano. El viaje es enteramente a pie, a caballo o en carreta de bueyes. Uno de los jóvenes de Riachuelo me hablaba el otro día sobre los automóviles. Mencioné “Buick”. Nunca lo había escuchado y, por supuesto, nunca había visto uno, aunque conocía los Ford y Chevrolet.
La gente es amable y hospitalaria y la mayoría de ellos son extremadamente educados. Especialmente entre los indígenas, usted encontrará una dignidad tranquila y una educación instintiva, junto con una profunda fe, si son católicos. Mi organista es un buen ejemplo. Su nombre es Manuel Huaitiao.
HISTORIA DE MANUEL
Manuel Huaitiao nació en una pequeña parcela entre Riachuelo y Río Negro. Todavía vive en su terreno cerca de Río Negro. En aquellos días, marzo de 1881, no había parroquia aquí en Riachuelo, de manera que sus piadosos padres lo llevaron a bautizarse a un lugar al oeste de Osorno, llamado Misión Rahue, a una distancia de dos días a caballo. En sus primeros años pudo asistir a Misa una vez al año. Cuando tenía doce años de edad, los jesuitas de Puerto Montt abrieron un colegio para indígenas en un lugar llamado Tegualda, a una distancia de un día a caballo de Riachuelo. Manuel y su hermano mayor fueron llevados allí, y todavía recuerda a su padre pagándole al Rector 40 centavos al mes por la manutención. Después del primer año allí, los niños pudieron hacer su Primera Comunión y se les enseñó a ayudar en la Misa. A propósito, a la edad de 73 años, Manuel todavía sabe perfectamente las oraciones de la Misa. Manuel tenía mucha memoria de manera que aprendía más rápido que su hermano. Por lo tanto, su padre tenía que pagar por él 50 centavos mensuales. A fines del tercer año, regresó a la parcela de su padre, habiendo aprendido a leer y a escribir.
En 1904, lo casó en Riachuelo un misionero con Angélica Quintul. Más tarde, nacieron cinco hijos de su unión, de los cuales tres viven aún. No fue hasta 1917 que aprendió a tocar el órgano. Un ex Padre Franciscano del norte fue enviado aquí como párroco y le enseñó a Manuel a tocar el órgano y a cantar. Aunque Manuel nunca llegó a ser un Caruso, aprendió lo suficiente para tocar en la Misa Solemne. Aprendió, sin embargo, junto con su música, una fe simple que le envidio mucho. Su primera paga por tocar en la Misa Solemne fue de tres pesos, en aquellos días alrededor de treinta centavos U.S. Luego fue aumentado a cinco, más tarde a diez, y ahora es cuatro veces eso. Es propietario de alrededor de veinticuatro hectáreas de tierra, cerca del río, en donde vive junto con su hijo e hija. Su esposa murió el año pasado. De sus escasas cosechas, nunca deja de mandar al Padre un saco de papas o una bolsa de trigo, ayudando a mantener a su iglesia de este modo.
Nunca lo he visto enojado o hastiado de ninguna forma. A menudo estoy diciendo mi oficio en la iglesia, antes de Misa, cuando entra Manuel. Siempre hace una devota genuflexión, toma agua bendita, se arrodilla por unos pocos momentos en oración, antes de entrar a saludarme. Muchos domingos, con lluvia o mal tiempo, uno ve a Manuel en dos Misas, sentado al final de una banca bajo sus mantas, escuchando cuidadosamente y respetuosamente el sermón. (Es sordo como un poste, uno debe gritarle para que entienda). Le he escuchado en innumerables ocasiones, cuando la iglesia ha estado llena de indígenas, que permanecen sentados durante toda la Misa, justo antes de la consagración, llamarlos con una voz que se escucha en toda la iglesia “Todos arrodillarse ahora”. Y todos le obedecen. Luego mientras el sacerdote eleva las Sagradas Especies se le puede escuchar diciendo “Señor mío y Dios mío”.-
A pesar de sus 73 años, anda a caballo como un joven. De hecho, es el único transporte que usa para los seis kilómetros entre su casa y la iglesia. Monta un hermoso palomino que parece saber exactamente lo que está pensando. Ocasionalmente, Manuel llega tarde a Misa y entonces va humildemente a la sacristía después de la Misa y me dice que ha tenido dificultades en lacear su caballo en la mañana. Después de esas excusas lo reprendo por echarle siempre la culpa al caballo por su atraso. La mayor parte del tiempo, sin embargo, llega antes de que la Misa comience. Una vez me dijo que no había reloj en su casa; aún así, se las arregla para llegar aquí de alguna manera a tiempo.
ANTEOJOS POR CORREO
Un día vino a verme casi llorando para preguntarme cuánto costaba un par de anteojos. Bromeando le dije una cantidad excesivamente alta, que sabía que él no podía pagar, ni la mitad de ella. Su cara mostró decepción. Luego le pregunté por qué un hombre joven como él necesitaba anteojos.
Con su modo calmado me confió que sus manos, nudosas y partidas por el trabajo honesto, no funcionaban como antes, y por sobre todo, tenía miedo de tener que dejar su amado órgano a causa del defecto a la vista. Finalmente admitió que para poder ver las notas, tenía que alejarse tanto del órgano que no alcanzaba las teclas. Después de decirle que soportara su desgracia lo mejor posible, escribí una carta al Padre Leonard Fullenkamp a Santiago, pidiéndole que comprara unos lentes para una persona miope. En dos semanas el Padre Leonard, me envió dos pares. Uno era especialmente bueno para un caso especial. Pocos días después llamé a Manuel después de la Misa y le dije que se probara este par de lentes. Sus manos temblaban mientras lo hacía. Le pasé un papel para que tratara de leer. Por alguna extraña razón, los anteojos le quedaron perfectamente. Las lágrimas comenzaron a rodar por su cara curtida, mientras me preguntaba cuánto costaban… Manuel, le dije, considérelos un regalo de Santa Cecilia, la patrona de la música”. Había que ver como lloraba y me besaba las manos. Ahora toca mucho mejor, pero su sordera ha empeorado.
Lo miré por la ventana de la casa parroquial cuando se iba para su casa esa mañana. Se subió a su palomino con dignidad, echó para atrás la manta con su mano derecha y se tocó con reverencia el gastado sombrero cuando pasó por el frente de SU Señor Eucarístico, a quien ha servido por tantos años y luego continuó camino a casa.
La lluvia golpeó de nuevo el vidrio de la ventana mientras me alejaba murmurando una oración al Dios Todopoderoso para que me concediera sólo una chispa de esa clase de fe. Pienso que Manuel se irá derecho al cielo cuando muera; aunque puede ser detenido en el Purgatorio por un corto tiempo, por tomarse demasiadas cervezas cuando pasa por la última cantina cerca de su casa.
Que Dios bendiga a Manuel.
(Precious Blood Messenger, Julio, 1954, págs. 206 a 208, Vol.I).