Parecía una manera perfecta para terminar unas memorables vacaciones. El Padre Tom Sweeterman y yo planificamos unas pocas semanas en Chile, especialmente en sus antiguos terrenos preferidos, Purranque. Queríamos pescar en el famoso Lago Todos los Santos. La hermana de Tom y su cuñado, el Sr. Lou Eilerman y Sra., que lo estaban visitando, fueron invitados a acompañarnos. Aprovecharon la oportunidad. Habían escuchado a muchos de nuestros Padres hablar sobre las bellezas del sur de Chile. Esta era su oportunidad de verificarlo. Los cuatro llegamos a Purranque un sábado en la tarde a fines de enero. Descansamos al día siguiente, necesitándolo después de un viaje de 900 kilómetros desde Santiago en auto. El lunes en la mañana partimos todos para Todos los Santos, a una hora y media en auto.
Ese lago está ubicado entre montañas entre Chile y Argentina, aunque enteramente en territorio chileno. Hay dos volcanes inactivos, el Puntiagudo y el Osorno que están a una distancia mínima del lago. Rodeándolo casi completamente hay otras altas montañas. Dos Presidentes estadounidenses han pescado en ese lago, Theodore Roosevelt y Dwight Eisenhower. Pescadores internacionalmente famosos lo consideran como el lugar ideal para pescar, la meta de la vida de los pescadores. La mayoría de los turistas a Chile lo consideran como una parada “obligada”.
Llegamos al hotel, a un costado del lago, alrededor de mediodía. Después de almuerzo, y después de todos los arreglos que hicimos, con el bote cargado, y dejando el auto cerrado durante la operación, partimos para Todos Los Santos.
Pescamos con anzuelo por alrededor de una hora con poco éxito. El motor no estaba funcionando bien, al menos, no para una velocidad apta para pescar con anzuelo. Después de una hora infructuosa, cruzamos el lago a un sitio conocido por el Padre Tom, en donde acamparíamos durante la noche. Armamos campamento, preparamos el fuego, ubicamos nuestra “cama” para la noche, y luego nos dirigimos de nuevo al lago. Pescamos durante otra hora sin suerte, luego volvimos a cenar y a acostarnos.
Dormir en la playa fue agradable hasta que temprano en la mañana comenzó una ligera llovizna. El Padre Tom, al darse cuenta que el cielo no se veía bueno, dijo que tendríamos que cruzar pronto el lago, de vuelta al hotel. Lo hicimos hasta la mitad del lago, pero entonces las olas se hicieron demasiado grandes para nosotros como para continuar; la lluvia nos tenía empapados.
Hay en medio de este lago, una isla, Santa Margarita. Una familia vive en la isla, pero nosotros estábamos en la parte de atrás de la isla y no podíamos llegar hasta la casa. En esta parte de atrás hay una muralla alta de arena, de rocas y de árboles caídos. Encontramos una pequeña playa y también una pequeña cueva con algo de madera seca. Decidimos acampar mientras durara la tormenta. Tuvimos que literalmente aferrarnos a este lado de la isla. Eran alrededor de las diez treinta de la mañana del martes.
Tratamos de secar nuestra ropa un poco, nos acurrucamos alrededor del fuego que hicimos y almorzamos: un huevo, un pedazo de queso y un poco de café. Las horas pasaron, la lluvia continuaba cayendo, las olas todavía eran grandes. Todo lo que podíamos hacer era resistir.
Alrededor de las cuatro de la tarde, las cosas parecieron calmarse. Tuvimos un “consejo de guerra” y pensamos que era seguro cruzar hasta el hotel. Después de todo era sólo media hora de viaje desde la isla. No podíamos quedarnos en esa isla toda la noche. Diez minutos después que salimos hacia el hotel, surgió una tormenta violenta, las olas subían hasta casi dos metros. De pronto el motor falló. El Padre Tom y Lou Elierman tenían que manejar los remos. Alvina y yo éramos incapaces de hacerlo. Alvina y yo pasábamos el jarro de vino para atrás y adelante, tratando de mantenemos abrigados. Hicimos señas a un bote que pasaba a la distancia, con nuestra linterna haciendo señales de luces S.O.S., pero nadie las vio. Sentimos que era el final. Estábamos indefensos. Di la absolución a todos, pensando que era lo único sacerdotal que había que hacer. El jarro del vino siguió pasando de atrás para adelante hasta que estuvo casi vacío. Estábamos tan helados como puede estarlo un ser humano. Saltábamos literalmente como pelotas de goma.
Después de una hora y media de dar saltos, notamos que estábamos en la misma posición en el medio del lago como cuando comenzamos. Simplemente había que flotar con las olas, en vez de tratar de llegar hasta el hotel. Otra hora y media más tarde, llegamos finalmente hasta la playa, al mismo lado del hotel, pero al menos a ocho kilómetros más allá por la costa. Casi besamos la tierra, tan felices estábamos de salir del lago.
Divisamos un rancho arriba del cerro. Lo encontramos abandonado, sucio, pero todavía servía como refugio para la noche. Llevamos nuestras cosas hasta allí, prendimos un fuego en el rancho, había para ese fin un lugar especial en el suelo (y un hoyo en el techo para que saliera el humo). Tuvimos un huevo, queso y café para cenar. Deliberadamente llevamos poca comida para el viaje, previendo que tendríamos abundante pescado para comer. Tratamos de dormir durante la noche sobre el duro y sucio suelo. Fue difícil dormir mirando el fuego, escuchando la lluvia golpear el techo durante toda la noche. Teníamos el miedo inconsciente de que el fuego quemara el rancho. Aparentemente algunos habían tenido una suerte similar a la nuestra y construyeron este rancho sólo para nosotros. Salvó nuestras vidas.
A la mañana siguiente Lou y Tom remaron con el bote hasta el hotel. Alvina y yo cuidábamos el rancho y nuestras mojadas pertenencias. Regresaron con otro bote, alrededor de tres o cuatro horas más tarde y partimos hacia Purranque.
En medio de la tormenta Lou había dicho, expresando nuestros sentimientos: “Este lago debiera llamarse “el lago del diablo” en vez del lago de Todos Los Santos”. Pero pensando en esto después, pensamos que mejor seguía como lago de Todos los Santos, después de todo, necesitamos la ayuda de todos ellos para salvarnos.
Cuando estoy relatando esta historia en el 329 de Lewiston Road, Dayton, Ohio, casa de Lou Eilerman, y mientras sus nietos y amigos la escuchan, deben encontrar difícil de creerla.
Pero el Padre Tom y yo podemos confirmar la historia. Puede que le hayamos añadido algunos detalles, la historia puede haber crecido con la audiencia a veces, pero sustancialmente es cierta. Hay una foto, que cuelga de la chimenea de la casa de Eilerman, del rancho donde nos quedamos, si alguien desea verla.
Fueron unas vacaciones memorables, una que los Eilerman nunca olvidarán.
Tampoco yo.
Padre Kenneth Seberger.
(The Gasparian, abril 16, 1970, Vol.33, Nº2, págs.34 y 35)