Emilio se ve corriendo

Post date: Oct 6, 2013 4:56:20 PM

(Artículo extraído del Periódico Digital Andaluces.es)“Ahora lo que más me ilusiona es la maratón de Roma”

“¡Derecha, Emilio! Abrimos…¡Ya!”

“¡Cuidado, piedra! Saltamos un poquito… ¡Ya!”

“¡Recta larga! Apretamos… vamos, Emilio, ¡vamos, vamos, vamos!”

Los gritos de Manuel se imponen al martilleo de pisadas y a la mezcla atropellada de inspiraciones y expiraciones de las decenas de corredores que les rodean. Miguel, algo más suave, también le va advirtiendo a su espalda. Y Emilio, en el centro, con un oído privilegiado, escucha y procesa como un rayo para que cerebro y piernas estén al nivel de sus compañeros. Entre los tres sujetan una barra de aluminio, una suerte de palo de fregona de dos metros que uniforma su posición y su ritmo para llegar a meta juntos, sin tropiezos. Lo sostienen con la mano derecha, a la altura de la cintura, pero cuando toca… “Cambiamos a izquierda… 3,2,1… ¡Ahora!”. Y en un rápido movimiento coreográfico se lo pasan por encima de la cabeza hacia el otro lado.

Acumulan kilómetros ante la extrañeza de algunos competidores y parte del público, que nunca han visto a nadie correr con un palo en la mano. Los más veteranos esbozan una sonrisa de admiración cuando son adelantados y se suman al griterío. “¡Qué grande eres, Emilio!”. Manda Manuel, el guía, que va delante. Miguel, contraguía, apoya desde atrás. Y Emilio, entre ellos, pone corazón, alma, sacrificio, cabeza, piernas… pero no los ojos. Es ciego total desde 1990, cuando un accidente laboral mientras manipulaba ácido le bajó la persiana del mundo convencional y le obligó a dibujarse el suyo propio.

Tras dos décadas agridulces, de luchas y decepciones, de continua adaptación a su nuevo estado, de lógicas inseguridades, de personas que se van con frialdad y otras que aparecen con calidez, Emilio vive su mejor momento. Hace cuatro años decidió abandonar el sedentarismo y empezar a correr. Lo que nació como una necesidad social ahora se ha convertido en una forma de vida. Emilio es ultrafondista. Junto con sus compañeros del club Pretorianos de Tomares se pasa el año de carrera en carrera, y a cual más dura. Hoy compiten en un cross, de poco recorrido pero muy intenso. Otras veces han completado circuitos de más de cien kilómetros por la sierra, durante casi 24 horas sin parar. Y coleccionan maratones, esa prueba reina de la épica, esos 42,195 kilómetros sobre asfalto. Correr, correr y correr. Una continua sobredosis de endorfinas que tapa cualquier problema.

Cuando no corre, Emilio es empleado y padre. Trabaja en un quiosco de la ONCE en Triana, Sevilla. Cada mañana recorre los apenas cien metros que separan su casa en la calle Pagés del Corro de su pequeño habitáculo laboral. Le acompaña Bo, su perro. Su hija adolescente, que prefirió vivir con él cuando Emilio y su exmujer se divorciaron, se va temprano al instituto.

Las carreras le han convertido en un hombre delgado y fibroso. Las abundantes canas lo sitúan en los cuarenta y tantos. Es presumido. Antes de salir de casa elige muy bien la ropa gracias a un aparato de voz que sitúa sobre las prendas y le canta de qué color son. Jamás combina mal. Le gustan los colores apagados, por aquello de la discreción. Un coqueto pañuelo le abraza el cuello en cuanto que la temperatura baja un poco. Y sus inseparables gafas de sol. De día y de noche, claro.

En su rutina son fundamentales dos conceptos: método y memoria. Debe ser ordenado hasta el paroxismo. Las ristras de cupones que cuelgan de su quiosco están agrupadas en función del número final. Aquí los del 0, luego los del 1, el 2…y hasta el 9. Las monedas y billetes, en distintos compartimentos según su valor para no equivocarse con el cambio. La ropa en los cajones de su cuarto, los cacharros en la cocina, las revistas en el salón… Todo vuelve a su sitio de origen una vez utilizado; no se puede permitir ni un atisbo de desorden.

Sus recuerdos visuales se pararon en la Sevilla pre Expo’92. Una ciudad en plena transformación, en esa transición hacia la modernidad que a Emilio le pilló en plena adaptación a la oscuridad. Con el tacto de sus manos, la ayuda de su bastón y su perro y gracias a las conversaciones con los demás ha ido sintiendo los cambios, notando las obras y los vaivenes urbanísticos. Y no le hace falta visión ninguna para detallar sus recorridos diarios; como si tuviera un GPS interiorizado, relata sus pasos: “Aquí está el supermercado, ahora viene el paso de peatones, a la izquierda la calle Paraíso y cuando el bastón choca con esta esquina… la puerta de mi bloque; vamos para arriba”. Una vida llena de referencias.

En el trayecto los vecinos y clientes le paran. “¡A ver si das un premio ya, Emilio! Que no me has dado ni lo metío en veinte años”. “¿Dónde corres este fin de semana miarma? No eres pesao con las carreritas…”. Emilio sonríe y devuelve las bromas, se toma un botellín en la esquina “cuando encarta” y se lo piensa antes de contestar, sonrojado, cuando le preguntan por su nueva “amiga”, una chica a la que ha conocido hace pocos meses en un programa de televisión. En cada conversación, en cada trayecto, en cada acción, Emilio gesticula muchísimo y se expresa con rapidez; sorprende su actividad: “Mucha gente me dice que no parezco ciego, que me muevo con mucha confianza”, algo que él achaca a no ser ciego de nacimiento.

Es la hora del almuerzo. Descanso antes de volver al quiosco por la tarde y entrenar por la noche. Su hija sigue en el instituto. Emilio sube en el ascensor y lo primero que hace es dar de comer a Bo, que impaciente se ha saltado la norma y ha metido el hocico en su plato antes de llegar a su rincón-comedor oficial. Emilio le riñe. Le grita. Bo agacha las orejas y obedece. “Tiene que ser así, yo soy el que manda y si el perro no es disciplinado todo el tiempo esto no funciona”, se justifica.

Anda por su piso, al que se mudó con su hija hace unos años tras el divorcio, arrastrando una mano por la pared, un acto casi más maníaco que necesario. Enseña con orgullo decenas de trofeos, dorsales y camisetas y no para hablar de sus carreras. “Ahora la que más me ilusiona es la maratón de Roma, en marzo de 2014”, un reto muy bonito para todo su club, esos pretorianos que utilizan la iconografía imperial romana en los eventos especiales -casco, camiseta con armadura incorporada, discursos en latín…-para motivarse y sentir aún más la épica. Y mientras lo cuenta se le ilumina la cara, evocando el día en que sus compañeros, mientras corren, le describirán el paisaje como hacen en cada carrera, y le dirán lo majestuoso que es el Coliseo, lo cerca que están del Foro o que la Fontana di Trevi es más bonita en las películas.

Su vivienda tiene un balcón con vistas al barrio y a Sevilla, una estampa que él dice sentir. Presume de decoración, de los cuadros con flores, de la luminosidad de la casa, de lo bonito que es el sofá. De repente hay un silencio. El periodista duda, no se atreve a preguntar y Emilio lo capta. “Sí, me encanta la decoración, es mi pasión”, se reafirma, a sabiendas de que el periodista se ha sorprendido porque un ciego hable así de decoración aunque no pueda ver. Pero claro, Emilio tiene ojos en el alma.

Bromea con el enorme tamaño de la TV del salón, ésa de la que sólo le interesa el audio. “Pero mi hija sí ve la tele”, aclara entre risas. Apenas concede un segundo a la melancolía, pero la insistencia le lleva a hablar de su mayor frustración. “El no haber visto la cara de mi niña. Nació cuando ya era ciego y no sé qué cara tiene”, explica entre pausas, con un nudo en la garganta, antes de volver a sonreír con dulzura y culminar la frase con satisfacción: “Pero dicen que se parece mucho a mí”.