Cuentos de Fray Mocho

¿Y a mí quién me agarra?

El sol –aquel sol de mi tierra, cuyo recuerdo guardo con cariño–– filtrándose entre la hojarasca de la parra que sombreaba el patio, echaba su tapiz de lunarcitos brillantes y movibles sobre el suelo recién regado.

Los morados racimos, cayendo aquí y allá ––ora sostenidos por el tronquito nudoso y retorcido, ora cabalgando sobre un gajo rugoso y sirviendo de reparo a las vistosas arañas diminutas, que tienden de hoja a hoja los plateados hilos de su tela–– traen saliva a la boca y se llevan tras de sí a los ojos de los muchachos, tres rapaces desaliñados, que jugando al trompo espían con disimulo un descuido de la madre ––guardián celoso de la fruta codiciada, que entra y sale, ocupada en las faenas de la casa–– para dar un malón que les desquite de aquella prohibición que sólo sirve para aguijonear los deseos contenidos.

Zumbaban los trompos a concierto ––para llevar a botes a la “troya” al viejo “servidor” que, sin cabeza y luciendo las cicatrices de las púas, estaba por ahí, a medio camino mientras las mariposas voltejeando, se perseguían por el jardín y las abejas y mangangaes parecían imitar el zumbido de los trompos, ya parándose en la corola de una rosa fragante, ya descendiendo a las profundidades de un lirio perfumado o ya deteniéndose, como en éxtasis, ante una mata de resedá, sobre el tallo carnoso de una azucena o esmaltando con su color tornasolado la nieve nítida de las flores del naranjo protector de violetas y de alhelíes y tutor de madreselvas y glicinas.

De repente cesa el zumbido de los trompos coincidiendo con ello el alejamiento momentáneo de la madre afanosa: el parral está librado al deseo de sus enemigos.

Una piedra vuela y estrella un racimo que se desmenuza en gotas brillantes que los muchachos, de rodillas, persiguen en el suelo con diligencia, pero no con tanta que hayan desaparecido todas antes que el celoso vigilante esté de vuelta.

Se oye el grito preventivo. Como movidos por un resorte los del malón están de pie, dispersándose a la carrera. La madre hesita, busca al culpable, a aquel que fuga hacia la calle impulsado por su fechoría y como con alas en los talones.

Le sigue hasta el umbral del ancho portón ruinoso y allí se detiene, temerosa del escándalo que promoverá en el barrio y de asustar demasiado a su muchacho, que parado en media calles se come una a una las uvas recogidas, reponiéndose poco a poco de las agitación de la carrera.

Es un cínico el pillete: la madre se indigna; busca con los ojos un auxiliar que ponga entre sus manos el pequeño bandido, y, con placer, ve por sobre el cerco de la casa vecina a otro bandolero que ella cree juicioso “porque no es de esa bandada que le saca canas verdes”.

Ahí esta, cerca del brocal del pozo, parado con aire de acechar algo, el que será su salvación.

–¡Pchit!... ¡Pchit!... ¡fulanito!... ¿Quieres agarrarme ese pillo que se me ha escapado?

–¿Si?... ¿Y a mí quién me agarra?

Y tras la frase, aparece la madre del juicioso, que le persigue de cerca hace media hora, afanada por vengar algo que ya pasa de castaño obscuro: un robo de dulce, hecho con efracción y con violencia.

Y mientras las madres, de casa a casa, se comunican sus rabietas y desazones, aun cuando teniendo en el corazón todo un tesoro de cariño por “esos bandidos”, éstos se reúnen, allá, en el fleco de sombra que da una pared medio ruinosa, a cambiar el producto de su rapiña y a espiar a las inquietas tacuaritas, que vuelan de palo en palo, llevando en el pico las pajas con que harán su nido, ayer deshecho por las manos impías de los piratas de la calle.