Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XX

EL ARTE ES SUBLIME

El punguista—como en lenguaje de ladrones se llaman los pick-pockets, o sea, hablando en español, los limpiadores de bolsillos—es el más artista de todos los ladrones, y mira con cierto desdén a sus congéneres, a los cuales desprecia soberanamente..., tanto como puede despreciarlos un hombre honrado.

Para él, robar un reloj, una cartera, un rollo de dinero o cualquier otra cosa de valor que una persona pueda llevar sobre sí, no es un delito, sino un trabajo de arte, una hazaña.

Es por eso que se le ve tan tranquilo, tan seguro de sí mismo, meterle a cualquiera la mano en el bolsillo y sustraerle lo que guarda: su único dolor es ser sentido por su víctima, o tomado infraganti por la policía a causa de su poca habilidad.

Esto lo desespera, pues le desbarranca su fama, ataca su crédito.

La gloria de un punguista es serlo y que nadie pueda probárselo: su orgullo es poder decir en la policía:

—¡Busque, señor, en los libros!... ¡Yo no tengo ninguna condena! ¡Gracias a Dios, no soy ladrón!

Y luego, su frase la repite con aire modesto a cuanto individuo investido de autoridad encuentra a mano, pegándole a modo de coeficiente: "así le dije el otro día al señor don Fulano".

Tiene por teatro la calle y los parajes donde ocasional o habitualmente hay aglomeración de gente.

Con frecuencia se le oye decir: yo trabajo en el Banco tal, en la estación cual, en el papel sellado, en el correo, en el tramway, en el cementerio, en la plaza, en el remate, dondequiera que haya codazos y apretones.

Para el trabajo jamás va solo: lleva dos o tres ayudantes, según la necesidad.

Estos ayudantes, que son, por lo general, practicantes-asociados, tienen por misión formar la cadena, es decir, estacionarse detrás del artista, de tal modo que, efectuado el hurto, lo hurtado se encuentra a salvo con la rapidez del rayo, pasando de mano en mano.

Si el golpe es desgraciado y el practicante no puede huir, deja caer lo hurtado, lo echa en el bolsillo de cualquiera de los presentes, en fin, se deshace como puede del cuerpo del delito, y trata de evitarse una condena o ahorrarle un mal rato a su asociado.

Un comandante del ejército—cuento al caso—se hallaba una noche en su casa, y al ir a sacar su pañuelo, rueda sobre la alfombra un magnífico reloj de oro, con un monograma en la tapa. Lo recoge y se echa a cavilar sobre cómo había venido a su poder.

—¡Y no daba en bola!

Al día siguiente lee en un diario una noticia que decía:

Reloj robado.—Hallábase ayer en el remate de Constela el señor X. X., y de repente notó que le sacaban su reloj, y que la mano que lo llevaba pertenecía al vecino que tenía a la derecha. Lo hizo conducir a la comisaría 2ª y resultó ser, el tal vecino, nada menos que Ángel Artirel (a) Minga-Minga. El reloj no ha sido encontrado.

El comandante se dio un golpe en la frente, recordando que se había hallado en lo de Constela durante el incidente; pero no atinaba a dar en cómo el reloj había llegado a su bolsillo.

A que le esclareciesen el punto y a devolver la prenda fue a la comisaría 2ª.

El comisario oyó toda la relación y luego le preguntó si recordaba qué vecinos había tenido durante su estada en la casa de remates.

—¡No me fijé, señor!

—¡Pues bien, uno de ellos era cómplice del ladrón, y temiendo ser descubierto ocultó en usted lo que podía comprometerlo!

El comandante ha jurado, desde entonces, usar sacos sin bolsillos.

Otro cuento, ya que en tal terreno he pisado.

Uno de estos practicantes fue sorprendido una vez con un reloj en la mano, en momentos que iba a pasarlo, y no bien vio que lo habían sorprendido, se echó a gritar:

—¿De quién es este reloj? ¿De quién es este reloj? No le valió la artimaña, y fue preso. El juez tuvo que absolverlo, pues se encerró en esta declaración:

—Yo encontré el reloj, señor, y lo levanté; no ha habido más. Tengo malos antecedentes, es cierto, pero eso no hace al caso..., ¡el decir adiós no es dirse!

¡Estos practicantes llegan a ser unos doctores que dan miedo, y no pasa mucho tiempo sin que den vuelta y raya a su maestro!

El punguista, cuando camina, jamás lo hace llevando al lado a sus compañeros.

Éstos marchan escalonados a retaguardia, a fin de poder, al menor asomo de un empleado de policía que los descubra, hacerse entre sí los perfectamente desconocidos.

Si suben a un tramway tratan de rodear a la persona que han elegido por víctima, y allí son los empujones por el menor motivo, los codazos, los pisotones, con el objeto de distraer al desgraciado candidato y facilitar la obra del artista.

Éste está en acecho, espiando todas las oportunidades, y a la primera que se presenta, ¡zas!, se apodera del objeto deseado, que desaparece como por arte de magia.

Para dar el golpe, el punguista tiene siempre sus dedos índice y medio prontos para la acción, y los introduce en el bolsillo ajeno con una suavidad incomparable.

Cuando es necesario interceptar la vista de alguien, ahí se encuentra el practicante, que hará de nube, o si no el brazo que no va a operar y que se baja o se levanta a la altura necesaria.

Hay punguistas que son muy hábiles en esta maniobra, que se llama esparo, y que es reputada como uno de los escollos del arte.

Cuando dos o tres habilidosos se reúnen y se complementan, las joyas van a ellos como el acero atraído por el imán.

Jamás se reúne con los que no son de su arte, a no ser cuando entra por el aro del diablo, con tal de hacer plata.

De lo contrario evita compañías, y dice:

—¡Los amigos cantan (descubren) y no sirven sino para hacerlo embrocar (conocer) a uno!

Cuando ya son muy conocidos en sus mañas, y no pueden trabajar, se dedican a schacar escabios, es decir, a robar a borrachos.

Este es el atorrantismo, la vejez miserable del arte: son los arrestos frecuentes, los días sin comida, las condenas por cincuenta centavos.

Sin embargo, un punguista podrá robar, jugar y poseer todos los vicios, pero nunca se embriagará ni llevará vida de perro.

Mira el mundo a través de los placeres que no embrutecen, y vive lo mejor que puede.

Un día dije a uno de ellos que hablaba conmigo, en el café de Cassoulet, esquina Viamonte y Suipacha, un centro de pillos:

—¿Y tú no bebes?... ¡Pide un gin!

—¡Yo!... ¡Qué esperanza!... ¡El alcohol afloja la lengua y entorpece la mano!