Cuentos de Fray Mocho

Instantánea

Bajo el azote de la lluvia que caía silenciosa, tenaz y como acompasada, llegó el jinete frente al rancho desmantelado que ocupaba la china hospitalaria, famosa en el pago; maneó el petizo maceta y panzón, cinchado casi en los sobacos, dobló el cuero de carnero que le servía de cojinillo, a fin de evitar la mojadura de la lana, y notando un caballito de cola recortada y atusado con coquetería, que dormitaba con una pata encogida bajo la diminuta enramada —refugio de una pava viuda y media docena de gallinas, usufructuarias de un gallo cegatón—, movió la cabeza con desagrado y silbando entre dientes cuna mazurca mestiza de tarantela, se acercó a la puerta enclenque e indiscreta; golpeó con los nidillos suavemente y esperó la respuesta con aires de desgano u desconfianza.

–¿Quién es?... -respondió una voz varonil y bien timbrada, que no era por cierto la ronca y casi gangosa de la buena amiga.

–¡Sonno io... Angelo... il discascarriadore de la estancia!

–¡Ah!... ¡Bueno!... Aquí no precisamos descascarriadores por aura!

–¡Ma!... Llove com’in cane e non ho piú cavallo!... Il petizo l’he riventato!... ¡Ho fatto ina galopiada di la gran siete!

–¡Bueno!... Váyase a la pulpería, entonces... ¡Está ahí... detrás del cardal!...

–¡Non poso!... Dichetele a la padrona... que sonno io... ¡Angelo!

–¡Dice la patrona que se deje de... embromar y que si es ángel por qué no se vuela!

–¡Corpo de Dio!... ¡Dichetele que non posso... perque sono pichone!

Y mientras de adentro se contestaba con una carcajada su salida espiritual, él se enhorquetaba en su petizo y estimulándole con el chicoteo de sus piernas se perdía al trotecito entre el cardal verdegueante, donde cantaba la lluvia su eterna canción monótona.