Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XXI

La domada

Desembocamos en una abra del monte y un espectáculo novedoso se presentó ante mis ojos, al mismo tiempo que oía al capataz decirme:

-¡Ahí están las matreras!

El bosque frondoso que habíamos venido atravesando, se abría en dos alas que iban a reunirse como a media legua.

El centro del claro, lo formaba una llanura verde, -con ese verde alegre de la gramilla-, esmaltada por el arroyo, que formaba allí un ramblón como de seiscientas varas, de orillas planas y arenosas, que blanqueaban.

Diseminado en la llanura y aún entre el agua, se veía un centenar de yeguarizos de colores varios: nos habían sentido, según lo probaban las orejas enhiestas y el aire huraño con que miraban hacia nosotros, dispuestos a emprender la fuga al menor movimiento que hiciéramos.

Permanecimos inmóviles.

De repente, de allá, de los confines del bosque, vimos galopar hacia nosotros un potro obscuro de larga crin y cola, «que peinaba los pastos», según la expresión de mi acompañante.

Era el padrillo, el señor de la manada, que, cuidadoso del ruido insólito que había herido sus oídos, venía a reconocer de dónde partía, al mismo tiempo que repuntaba sus yeguas y la reunía en el centro del abra, dando pequeños relinchos entrecortados.

Las yeguas, con sus crías a la par, trotaban o galopaban hacia el punto de reunión y llegadas allí, bajaban y paraban las orejas, afanosas por atraer el sonido que las había alarmado.

Hecha la reunión, el padrillo se acercó a un tiro de lazo de nosotros -unos quince metros- y se detuvo, comenzando a bufar.

Era un animal magnífico; obscuro-tapado, como se llama el animal de pelo negro que no presenta una mancha de otro color, de cuello corto y grueso, de pecho ancho y remos finos, terminados por un vaso plano y delgado como el de todos los yeguarizos de llanura.

-Aura es tiempo Don... -prepárese me dijo el capataz-. Cuando yo grite, córrase a la derecha y trate de dar güelta a la manada si viene; ¡yo voy a dir por la izquierda!

Y el capataz lanzó el alarido propio de los gauchos en esta clase de faenas, poniendo su cabalgadura a media rienda.

El padrillo dio una sentada sobre sus patas traseras, giró con la velocidad del rayo sobre ellas, dio un relincho estridente, que al ser oído por las yeguas, las impulsó a una carrera desenfrenada y él las siguió, como flecha recién lanzada del arco.

Sin embargo, ya era tarde; el capataz les había ganado el monte, por la izquierda, y tuvieron que dar vuelta a la derecha encontrándose conmigo que las asustaba con el ruido de mi rebenque al golpear en las caronas del recado.

Flanqueada la manada por nosotros, salió del monte sin dificultad y no tardamos en llegar con ellas, jadeantes, al corral donde debíamos encerrarla y que las yeguas conocían por ser a su puerta donde habían sentido chirriar su cuero bajo el hierro enrojecido de la marca del establecimiento y donde, anualmente, dejaban la cerda de su cola y de su cuello, como un beneficio para su dueño y como un tributo para la civilización.

-Mañana se va a hamacar el oscuro cuando sienta las caronas, me dijo el capataz sonriéndose, pero va a ser un flete como pa pasiar en el pueblo...

-¿Cree que será bravo?

-¡Ya lo creo!... En el primer galope se va a templar prima arriba.

-¿Y el domador es bueno?

-¡Ya lo verá...! Es un correntinito que hasta aura no ha hallao bagual que lo basurée.

Esperé con ansia el día siguiente, no tanto por el espectáculo de la domada, que iba a ver por la primera vez de mi vida, cuanto por el placer de saber que aquel magnífico animal iba a pasar a ser mío.

Al otro día, fui de los primeros que estuve de pie en la estancia. La naciente aurora me sorprendió al lado del corral, frente a la tranquera, mirando a mi potro como se paseaba entre sus yeguas, extrañando de lo que acontecía.

No tardaron en reunírseme algunos peones, de los cuales estaba a caballo solamente el que debía apadrinar.

Montaba un redomón bayo, que había sido cuidadosamente ensillado y que, según su jinete, era como forastero para dar pechadas.

A poco rato llegó el domador.

Era un gaucho como de veinticinco años, de tez morena, de regular estatura, pero de una musculatura de gigante. Vestía un chiripá corto, de algodón y se había arremangado el calzoncillo hasta encima de la rodilla; su busto lo cubría una camiseta de merino negro de corte militar y su cabeza un sombrero que ya ni tenía forma de tal.

Cuando me vio me dijo con tono alegre:

-¡Va a ver patroncito que dama le voy a hacer de esa maula!

Y se puso tranquilamente a arreglar sus cueros, como le llamaba a su recado. Componíase éste de dos pequeñas caronas, una de algodón y la otra de cuero; de un pequeño basto de cabezadas, con estribos formados por un tiento arrollado en espiral para ser tomado entre los dos primeros dedos del pie, con toda fuerza y sin riesgo; de una cincha angosta de cuero crudo: con encimera de lo mismo; de un pequeño cojinillo hecho con una piel de carnero; de un par de riendas gruesas, unidas entre sí por un bocado, o sea, el tiento destinado a ser atado en la mandíbula inferior del potro y reemplazar al freno y de un bozal con su correspondiente cabestro, terminado por una lonja de cuatro dedos de ancho, propia para golpear al animal como una palmeta, estimulándolo con su ruido, pero no acostumbrándolo al castigo.

El capataz penetró al corral con su lazo ya armado; llevaba la extremidad correspondiente a la presilla en la mano izquierda y en la derecha los rollos y la armada, hecha a la entrerriana, ni grande como la usan los porteños y orientales, ni chica como la de los riograndenses y correntinos.

Cuando se encontró en medio de la yeguada, esta comenzó a girar a su alrededor atropelladamente y el capataz, revoleando su lazo, animaba a los animales en su carrera circular, esperando un momento oportuno para tomar su presa.

Al fin, el padrillo atravesó sólo un pequeño espacio; la cuerda silbó en el aire, se enredó a su cuello y aumentaron las yeguas su carrera estimuladas por los bufidos de su señor, que se sacudía y manoteaba, como queriendo librarse del lazo.

El capataz, tirando la cuerda y haciendo fuerza con todo su cuerpo, era arrastrado, pero dominaba el impulso del potro indómito, obligándolo a aumentar su brío.

Otro gaucho corrió con su lazo armado, y sin revelarlo, lanzándolo de arriba a abajo lo que se llama «pialar de volcao»-, en un momento en que el potro quiso aumentar su carrera, le tomó ambas manos y lo dejó como clavado en su sitio.

Dio un bufido, se sacudió, pegó un salto y las cuerdas, que encontró tirantes, lo tendieron jadeante en el suelo.

Las yeguas proseguían entre tanto su carrera, empujándose asustadas.

Caído el potro, los peones se precipitaron sobre él y lo detuvieron mientras el domador, tranquilamente, le ponía el bozal con cabestro y le hacía reconocer su superioridad.

Medio ahogado por el lazo, incomodado por el bozal y dominado por él, el potro fue llevado hasta el palenque -hilera de postes colocados afuera del corral y hacia un lado-, y allí fue amarrado para recibir el recado.

¡Era de ver como temblaba el señor de la llanura al verse impotente para luchar y cómo relinchaba y daba vueltas alrededor del palenque, con la mirada fija en sus yeguas de quienes se le separaba para siempre!

Su piel, tersa como el raso, tenía movimientos nerviosos, que comenzando en el anca, como una ola, iban a morir en las orejas, obligándolas a erguirse y a bajar con rapidez.

El domador, pasado un rato y cuando ya el potro estaba tranquilo, tomó un lazo y empezó a hacerlo correr sobre el lomo del padrillo para quitarle las cosquillas.

Éste, horrorizado por semejante tratamiento e indignado por la falta de respeto hacia su independencia, se estremecía, permanecía unos momentos inmóvil y se desataba luego en coces y movimientos desesperados. Ya las patas traseras se agitaban en el aire, como se le veía perpendicular sobre ellas, golpeándose furioso la cabeza contra los postes, que no podía arrancar.

Por fin, cansado de batallar en vano y como asaltado por una idea súbita, se detuvo; un último temblor agitó su cuerpo hermoso y luego quedó inmóvil, como queriendo ver hasta el fin lo que se exigía a su paciencia.

Estaba magnífico en su cólera despreciativa.

El domador le puso una bajera, la aguantó: le puso la carona y aquí un salto violento tiró por tierra ambas prendas.

Volvió a quedar inmóvil mientras le ponían basto y riendas, pero cuando sintió la cincha que le apretaba, ya no fue dueño de sí y llegó en su furor, después de dar coces y hacer cabriolas, hasta morder los palos que tenía delante.

Sin embargo era tardía ya su cólera: fue desatado con cuidado del palenque; un peón lo sujetaba por una oreja, mientras el que debía apadrinar se le ponía al costado y el domador se aprestaba a montarlo.

Un salto le bastó.

Sus piernas de acerados músculos, tomaron los estribos y se apoyaron bajo la paleta: no vimos más.

El potro furioso se quejaba y mordía el bocado con rabia; tan pronto abalanzándose como levantándose sobre las manos, imprimía al cuerpo del jinete sacudimientos violentos que lo hubieran tendido en tierra, a no ser su práctica en el ejercicio, que le proporcionaba el don de adivinarlo y adelantarse a ellos.

Tres minutos duraría la lucha, cuando el potro, conceptuándose impotente, resolvió cambiar de táctica.

En una de sus violentas sacudidas, se irguió sobre las patas traseras, y, rápido como el pensamiento, se dejó caer hacia atrás.

Un movimiento de horror me sacudió y cerré los ojos.

Cuando los abrí, vi al domador en el suelo, con el cabestro en la mano, tratando de hacer levantar al bravo que yacía jadeante.

Cuando se puso en pie, volvió a montarlo.

Ya no tenía los bríos de antes, emprendió una carrera desenfrenada, estimulado por los gritos del que apadrinaba y por el golpeteo de la palmeta del cabestro.

-¿Parador, eh?... -me dijo el capataz.

-¿Quién?

-¡Pero el correntino!... ¿Qué no lo ha visto?

-¿Cómo no?... ¿Y eso se llama parador?... Creí que lo mataba...

-Di ande... Si no hay más que abrir las piernas y ya salió parao... ¡eso sí que si titubea, lo revienta!

El domador volvió con el potro al palenque; éste ya venía dominado y sus movimientos no eran los altivos y gallardos del libre, sino los sumisos y resignados del prisionero.

Se le ató, después de desensillarlo, y se largaron las yeguas que salieron, como una flecha, en dirección al monte, lanzando de cuando en cuando un relincho de despedida a su señor que quedaba al servicio del hombre y que, al verlas partir, se agitaba y les daba el último adiós, triste y dolorido, pensando quizás en las torturas a que aún se le sujetaría.