Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XXII

EL BURRO DE CARGA

EL escruchante—Es decir, aquel cuya especialidad es abrir puertas con o sin violencia—es otra interesante variedad de la familia lunfarda.

Los que la forman son, por lo general, individuos de avería, hombres avezados a todas las asperezas de la vida.

Brotan de las capas inferiores de la sociedad, y rara vez alcanzan otras más elevadas: son constante y perennemente víctimas del que ha campaneado—estudiado—el robo a realizar, y su fin es generalmente desastroso.

Concluyen por ser un harapo humano a fuerza de consumirse en las cárceles o en los más bajos fondos de la corrupción.

La miseria, engendradora de todas las lepras, luce en ellos sus fuerzas y su vigor.

De todos los lunfardos es el escruchante el más desgraciado: sus robos son los más fáciles de descubrir, sus condenas son las más largas, sus días son los más negros, pues cuando no está preso lo andan buscando.

Es necesario tener una afición desenfrenada a lo ajeno, para dedicarse al escrucho.

El escruchante tiene tres especialidades: se dedica a fabricar llaves falsas, a trabajar con el formón o a cargar la burra, o sea alzar los robos.

Poco se le ve en la calle durante el día: camina sólo de noche o en la madrugada, hora en que la vigilancia es menos activa.

Sus golpes los reciben ya estudiados por el campana, que percibirá su buena parte, sin riesgo.

Éste es el que moldea las llaves que el escruchante fabricará en los ratos de ocio, en su tugurio, donde tiene su pequeño taller ad hoc; el que estudia las costumbres del habitante de la casa que va a robarse; el que levanta el plano de sus entradas, salidas, caminos fáciles para escapar, parada del vigilante, hora en que hace la ronda y demás datos útiles.

¡En posesión de todos estos elementos, es que el escruchante tienta su empresa y va dispuesto a todo!

Si se ha moldeado bien la llave, ésta ha sido seguramente bien hecha y funcionará a maravilla, simplificándose mucho el trabajo.

Si no anda bien, es necesario abandonar la empresa hasta que los defectos se hayan corregido o recurrir a la violencia, que dobla las probabilidades del fracaso, y sobre todo la condena.

Entonces es cuando se recurre a cortar el tablero de la parte inferior de la puerta, formado por lo general de madera blanda, en la cual una cuchilla afilada entra como en queso y abre un buen postigo.

Si el dueño de casa es precavido, y usa sus puertas enchapadas de hierro en la parte vulnerable, se da un corte en el umbral con el formón frente a los pasadores y se levantan éstos; luego se introduce la pata de cabra—instrumento de acero, formado en zigzag—frente a la cerradura, y se la hace saltar sin ruido, con un leve movimiento lateral.

La puerta ya presenta facilidad para enlazar con una faja el pasador de arriba y correrlo.

Puede ser que la precaución del propietario haya llegado hasta poner una barra, y entonces hay que tratar de sacarla.

La extremidad libre de la faja con que se enlazó el pasador se pasa por debajo de la barra y se tira para arriba.

Si aquélla es de gancho, cede al esfuerzo, y se la baja hasta el suelo con cuidado para que no haga ruido, para lo cual se afloja una de las puntas de la faja poco a poco; si es de las que tienen candado, es mejor renunciar al golpe: la puerta es infranqueable.

Cuando el robo no puede hacerse con violencia, se recurre a sobornar un dependiente que deje la puerta abierta, o se coloca en la casa una persona que lo haga, y que pasará en ella el tiempo necesario para acreditarse y alejar sospechas.

Si estos medios no son posibles, queda aún el recurso de meter un gato, es decir, hacer esconder en la casa un cómplice que a una hora dada franqueará la entrada.

Este papel de gato no lo desempeña cualquiera es necesario dedicarse a él y hacerse una especialidad; acostumbrarse a estar inmóvil por horas enteras; a respirar sin hacer ruido; a no estornudar ni toser; en fin, a hacerse un cadáver.

El Cuervito, Román—un gajo de cierta familia, en que padres, hijos, hijas, tíos y tías, eran del arte, abarcando todas sus variedades, se metió de gato en casa de un inglés, en la calle Corrientes, y su respiración fatigosa—pues era asmático—le traicionó, valiéndole un balazo y una buena condena.

Una vez, cierto ladrón conocido—un santafecino, Ludueña—que había sido soldado de línea, después desertor en la frontera y hasta capitanejo entre los indios, penetró en un almacén, luego de acostados los dueños y robó el dinero que encontró, llegando en su osadía hasta haber bebido y comido como si estuviera en su casa.

El robo lo practicó a vista y paciencia de los damnificados—un matrimonio italiano—quienes no se animaron a contar los detalles cuando dieron cuenta del hecho.

Al ser conocidos éstos por referencias o jactancia del mismo Ludueña, fue muy celebrada la hazaña, llegando ella a nuestros oídos. !

Estando una vez preso por haber practicado un robo en la fábrica de baldosas "La Fe", y respondiendo a alguien que le preguntó si era cierto lo del almacén, dijo:

—¿Cómo no?... ¡Si yo vi que los gringos se hacían los dormidos y me aproveché!

El ladrón que penetra a una casa, va por lo general seguro de que nadie atentará a su vida; sabe muy bien si el dueño es hombre capaz de defender lo suyo, y en este caso, espera asegurarlo, o si en caso de sentirlo, evitará un lance.

Muy rara vez llegan a asesinos: para ello necesitan no tener ningún medio de que valerse a fin de tomar lo que codician o verse acorralados y sin más probabilidad de escapar a un fracaso que una puñalada dada a tiempo.

Su afán, su ambición, es poder llegar a ser maestros, a dirigir golpes sin riesgo, es decir, a hacerse de un capitalito y trabajar de campana.

Llegado a esa meta, el escruchante es feliz, y ha escapado al atorrantismo, que es su bestia negra.

¡Y asimismo, hay campana de éstos que de repente tropieza y quiebra su dicha: entonces rueda al abismo sin esperanza de levantarse!

Del cinismo hacen un arte, y suele no faltarles ingenio.

Un comisario pescó, en circunstancia muy especial, a cierto escruchante conocido: violentaba una caja en una mueblería, donde se había introducido.

El ladrón hacía su trabajo y de repente vio entrar a un changador de la casa, que le dijo:

—¿Qué hace usted?

—Silencio..., tengo una cita con la señora.

—¿Cita?... ¡Ahora verá!

Y a empellones lo sacó a la calle para entregarlo a un vigilante, ¡pero cuál no sería su asombro al verse agredido a trompada limpia! Acudió el vigilante, y ladrón y changador fueron conducidos a la comisaría por "desorden en vía pública".

Llevados, sin embargo, ante el comisario, éste, que era un lince para eso de ladrones, empezó a revolverle las respuestas y no tardó en descubrir la verdad: el desorden era un pretexto para ocultar la tentativa de robo.

El ladrón decía, no obstante !

—¡Señor, ese changador es un canalla..., nos hemos peleado porque le cobré dinero, y ahora me sale con una pata de gallo!... ¡Está lindo lo que pasa!