Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

II

Brillazón

En las tierras altas

Concluimos el almuerzo, y, como los demás habitantes de la casa que me diera momentánea hospitalidad, busqué un lugar aparente para pasar la siesta fatigosa: fui a tender mi manta y sobre ella mi persona, al reparo de una carreta que, con las varas al aire, se asoleaba no lejos del palenque.

El sol quemaba.

De vez en cuando, ráfagas tenues que parecían llamas, corrían veloces sobre el llano solitario llevando consigo alguna alcachofa volada del cardal vecino, alguna pluma casi impalpable, aprisionada entre el pasto y libertada de repente por el soplo abrasador que risaba con suavidad la inmensa superficie inmóvil de la pampa imponente y majestuosa.

Los perros de la casa, jadeantes, con la cola hecha un arco sobre el lomo, atravesaban el patio de rato en rato, a un trote largo y pesado -como con pereza: buscaban ya una sombrita donde ir a guarecerse, sin encontrarla nunca a su gusto por más de dos minutos, o ya corrían hacia el charco que se formaba al pie del pipón de agua-, cuya canilla mal ajustada lloraba gotas cristalinas, que pronto se hacían cenagosas bajo el continuo chapaleo de varios patos haraganes echados a sus bordes y que se refrescaban revolviendo con sus picos inquietos el barro del fondo, acompañando con un ruidito monótono de castañeteo, los lengüetazos acompasados de los perros sedientos que remojaban sus fauces ardientes y resecas.

Más allá, sobre un espinillo lejano, una calandria oculta entre el follaje ensayaba sus trinos complicados, imitando el grito de los teros o el peculiar a los cuidadores de ovejas para repuntar las majadas, mientras las gallinas, acostadas a la sombra del corral, levantaban nubes de polvo, ocupadas en la operación de despiojarse, aprovechando a la vez el fresco de la tierra en que se hundía su cuerpo movedizo, y no interrumpiendo su tarea sino para recomenzarla, después de haber perseguido brevemente algún insecto viajero, que, volando casi a nivel del suelo, llamaba la atención de alguna con el brillante colorido de sus alas al quebrar los rayos del sol y descomponerlos en cambiantes caprichosos y originales.

No podía dormir, pero permanecía inmóvil bajo aquella atmósfera soporífera y pesada.

Un ruido insólito que partía del rancho, turbó de repente la quietud que me rodeaba: la muchacha de la casa -una chinita como de veinte años, carnuda y apetitosa- rodaba un tosco mortero de ñandubay hacia el filete de sombra que proyectaba el alero.

La miraba de lejos, pero veía hasta el movimiento de sus carnes mal sujetas por una bata punzó, arremangada hasta arriba y que ponía en descubierto sus brazos morenos y tentadores; los innumerables pliegues de su pollera de percal blanco, corta, que dejaba ver el nacimiento de una pierna opulenta; la sombra tenue y recortada que las pestañas largas y crespas echaban sobre la nariz fina y aguileña; el vello comprometedor que sombreaba su boca carnuda y roja, luciendo unos dientes de nieve, y, hasta la línea blanca que, en su cabeza, dividía la abundosa cabellera negra en dos trenzas, que, unidas sobre la espalda por una cinta celeste, le llegaba casi a la cintura.

Paró el mortero cerca de una pila de cueros a cuyo pie dormitaba una perra rodeada de un enjambre de cachorros, de los cuales uno, overo -sentado sobre sus patas traseras con toda la gravedad de un perro grande que ejercita sus dotes de vigilante miraba una pluma de gallina que se movía cerca de otro, negro, que, hecho un ovillo y con una pata rígida levantada hacia el cielo, se entrega con ardor a la caza de una pulga matrera que le fastidiaba.

Luego, penetró al rancho en puntas de pie como para no hacer ruido; volvió a salir con un lebrillo que colocó cerca del mortero; desató un pañuelo rosado que tenía al cuello; se lo echó sobre la cabeza sujetando sus puntas con los dientes como para formar un parasol; atravesó el patio; penetró a la cocina, y, no tardó en salir trayendo la mano de pisar y un jarro lleno de maíz sobre cuya superficie luciente se destacaba uno de sus dedos morenos, perfilados y regordetes, adornado con un anillo negro, despojo de la cola de un lagarto, cazado tal vez ex profeso por alguno de los adoradores de sus encantos.

Vuelta cerca del mortero, echó dentro de este algunos puñados de maíz -previamente remojados para producir una cohesión conveniente- y empuñando la mano con la derecha -mientras la izquierda se apoyaba en la cintura para impedir los bruscos movimientos del cuerpo- comenzó a pisar su mazamorra, tranquila, e indiferente a las gotas de sudor que empezaron a perlar en su frente y a poner un nimbo brillante sobre su boca tentadora y expresiva.

Pocos golpes había dado, cuando apareció, saliendo de la cocina y trayendo a la rastra un trozo de madera que dragoneaba de asiento, un mocetón de color atezado.

Vestido con chiripá de grano de oro, negro, sujeto a la cintura por una angosta faja de seda punzó, cuyos flecos caían como al descuido por un costado; en mangas de camisa; calzado con botas de potro y llevando en la cabeza, liado a modo de vincha, un pañuelo blanco cuyas puntas se anudaban hacia atrás, tenía todo el aspecto de hombre que se esmera en parecer buen mozo.

¡Hacía su rueda como el pavo que en ese momento hipaba en medio del patio, mientras dos de sus compañeras picoteaban los granos que saltaban al golpe regular de la mano movida con maestría!

Colocó el banco no muy lejos del mortero y volvió a la cocina, de donde regresó a poco andar con la pava colgada por el asa al dedo meñique, un tarro que servía de yerbera -dado que por uno de sus bordes asomaba la bombilla- y la chuspa tradicional - formada por una media vejiga de vaca, bien sobada y ribeteada con una cinta de color vivo-, conteniendo todos los útiles de fumar.

Sentose como a horcajadas sobre el asiento, cebó un mate que pasó galantemente a la pisadora, después de probarlo y arreglarlo -dejó la pava a un lado, y luego, tomando la chuspa, picó un cigarrillo, lo armó, golpeó el yesquero, lo encendió, y se quedó mirando a la moza, en silencio, a través de la nube azulada del humo que despedía con fruición por un lado de la boca, viéndose obligado a cerrar el ojo correlativo para librarlo de su contacto.

La moza, sonriente, chupaba el mate recostada en la mano que descansaba en el fondo del mortero y volcaba sobre él la luz de sus ojos negros y brillantes.

Aquello, era un idilio seguramente, uno de esos que engendraron el refrán gaucho «muchas veces vale más pisar una mazamorra, que comerla» y al mismo -tiempo para mí- una prueba de que aún no me hallaba en la región salvaje donde la mujer y el amor no existen, sino como un recuerdo, en la mente de los desheredados que la habitan.