Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XII

ENTRETELONES POLICIALES

Una mañana en que había llegado a la comisaría, y me disponía a salir con el tercio en que formaba, para ir a hacer mi monótono servicio de bocacalle, allí frente al almacén de doña Petrona, en la esquina de Luján 25 y Defensa—donde puede decirse que no tenía más misión que proteger los intereses de los comerciantes ambulantes contra las travesuras de los estudiantes de medicina y de derecho que, avecindados en aquel barrio, lo constituían casi en una mitad—oí que el oficial escribiente gritaba en medio del patio desmantelado, donde los ebrios recogidos en la noche anterior comenzaban a desperezarse, acostados en los rincones, teniendo por almohada las baldosas:

¡Agente Carrizo!..., ¡vaya al despacho del comisario!

¡Es preciso haber sido vigilante para conocer todo el efecto que puede tener frase semejante! ¡El comisario!

¡Qué lejos se ve su figura, y qué grande, desde el modesto punto de mira que tienen los agentes!

Allí, en aquella mano, están todas las recompensas y están todos los castigos; ella tiene la suerte de cada uno, casi como la de Dios; ella puede dar y puede ! quitar; puede condenar a una eternidad de padecimientos lentos, y puede llevarlo a uno hasta la cumbre en un instante: es la omnipotencia.

Ser llamado por el comisario a su despacho es algo que un agente lo recordará toda su vida: podrá olvidar a la madre, a los hijos, a la mujer, pero jamás olvidará el día y hora en que compareció ante la vista del dispensador de todos los bienes o del causante de todas las desgracias.

Aquel minuto que uno tarda en atravesar el patio, equivale a una hora de emociones.

¿Será la suerte que se acerca a mí?

¿Será el ala negra de la desgracia que bate el aire a mi alrededor y va a proyectar su sombra sobre mi frente?

¿Qué habrá?

Desfilan ante la vista nublada las copas tomadas a escondidas en la trastienda de los almacenes de la manzana; las graciosas sirvientas con quienes uno se saluda más o menos cariñosamente en las horas de facción; los cigarrillos fumados clandestinamente en el zaguán de las grandes casas, durante la recorrida, y todos estos recuerdos se alzan pavorosos y cada uno es un fantasma que aterroriza.

—¡A la orden, señor comisario!

Y el comisario—un viejo criollo, de cara bonachona y sonriente—alzó la vista, me miró, y dijo: "Esperá", mientras concluía la tarea de poner el sobre escrito a una carta.

—¡Decime, che!... ¿Has sido sargento del sexto?

—¡Sí, señor!

—¡Con razón te piden de la quinta!... ¡Claro! ¡Se llevan los mejores agentes y lo dejan a uno aquí con puros gallegos!... ¡Mirá!... ¡Te vas a quedar conmigo; te voy a enseñar para pesquisa!

—¡Está bien, señor!

—El comisario de la quinta te ha pedido al jefe, pero voy a contestar que pides seguir el servicio aquí.

—¡Está bien, señor!

—¿Sos casado?

—¡No, señor!

—¡Bueno!... ¡Llevá tus pilchas a casa y decile al sargento Gómez que te acomode con él!

—¡Está bien, señor!

Di media vuelta y salí como con alas en los talones. Ir a servir con el sargento Gómez, el agente mejor reputado en la comisaría, el crédito de la sección, era para mí la gloria.

¡Pedir más, la verdad, hubiera sido tentar la suerte!