Cuentos de Fray Mocho

De vuelta del Paraguay

Aunque los diarios no lo hayan anunciado en sus crónicas sociales, yo he regresado a Buenos Aires y por desdicha mía ha coincidido la vuelta con las pascuas de Navidad y los festejos de Año Nuevo, lo cual quiere decir que también me han ligado felicitaciones y saludos, no por mi llegada, así, sin noticias previas, sino por haber presenciado, como cualquiera, la agonía y la muerte del 1902 y el trabajoso nacimiento de su sucesor, al cual tendremos que vivirlo todavía, sabe Dios en qué forma ni de qué manera. En fin, sea como sea el hecho es que yo estoy de vuelta, cargado de recuerdos y de impresiones y que como corresponde al carácter de un periódico moderno, el director de éste se ha demostrado tan adelantado, que llegado el caso de veranear, lo ha hecho antes de comenzar la estación.

¡Cuán provechosos son los viajes para la juventud y cómo desarrollan la observación, el tacto social y el instinto de conservación!

Esto lo pensaba durante una tibia mañana tropical en la estación central del ferrocarril del Paraguay, mientras esperábamos con mi compañera la partida de un tren que debía conducirnos de la Asunción a San Bernardino y que estaba anunciada de esta manera: salida de 6 a 8 a.m.

Sin embargo, como hubiesen sonado las ocho y media y no viéramos ninguno de esos signos característicos, precursores de la salida de un tren en cualquier parte del mundo, resolví iniciar una pequeña investigación antes de formular un juicio definitivo a propósito de la exactitud en idioma guaraní.

–¡Señor!... ––le dije al jefe de la estación, que quizás para dilapidar un poco la abundante riqueza del país (el sueño) se paseaba lentamente en el andén. El tren para San Bernardino saldrá más tarde... ¿todavía?

–Sí, señor... ¡Ahora no más va a salir! ––me contestó con el dulcísimo acento regional, y agregó bondadosamente a guisa de disculpa por el retardo––. Estamos esperando a mi compadre don Bautista (ese boticario gordo de la calle de Palmas, frente al mercado) que va a su quinta de Paraguarí... Es un hombre buenísimo, señor... Yo soy el padrino de óleos de la menor de sus hijitas y él me sacó de la pila al mayorcito de mis nenes...

La llegada del aludido fue punto final de la instructiva relación amistosa y pronto respiramos las frescas brisas del balneario paraguayo ––la laguna Ipacaraby–– cuyo manso oleaje puede adormecer a los yacarés y estimular con el colorcito de sus aguas la sed insaciable de los colonos alemanes establecidos en sus orillas, haciéndoles consumir con entusiasmo la cerveza de su propia fabricación, que, a no ser sí, tendría que consumirse a sí misma.

–Vea, señor hotelero... No podemos bañarnos en esa casilla que nos ha dado...

–¿No?... ¿Y por qué? ––me respondió el buen hombre, un poco sorprendido de que halláramos una dificultad, nada menos que en el mejor balneario de la República del Paraguay.

–Primero... porque se ha instalado un yacaré precisamente a la entrada del baño.

–¡Bueno!...No le hagás caso... Ése se ha criado ahí desde pichón...

–Y luego porque se nos ha metido en la casilla un hombre borracho y se quiere desnudar junto con nosotros...

–¡Ah!... ¡Bueno!... ¡No le hagás caso tampoco!... Es el capataz de la cervecería... Ése está acostumbrado a bañarse hasta con la familia del presidente... ¡Claro!... No paramos hasta Montevideo, y me parece sentir todavía sobre los labios el escozor de la brisa marina, cuando sopla del Este, y en los ojos la cosquilla deliciosa que producen las uruguayas... sea cual sea el viento dominante.

¡Aquello sí que es vida y no esto de aquí, en que uno atosigado por los versos y las felicitaciones, no encuentra nunca reposo!

En la tierra vecina, la existencia no es una carga sino el día en que hay extracción de lotería, pues todos los habitantes sin distinción de sexo ni de edad, ofrecen ceremoniosamente a los extranjeros “el último numerito que les queda”.

Un comerciante holandés con quien departía una tarde, me informó que hasta el presidente Cuestas era billetero en sus ratos de ocio y que ya había repartido varias grandes entre el sacerdocio y la milicia, clases en las cuales tenía mayor número de amigos.

¡Y quién me diría ahora, al verme en mi oficina pegando sobres y escribiendo tarjetas, que soy aquel mismo mortal que pasó tan lindas horas haraganeando y escapó con vida de un viaje de recreo porque Dios, tal vez, no lo alcanzó a ver bien a la distancia!

¿Por qué no me sucederá algo así como lo que le sucede al candidato oficial a la presidencia uruguaya?

Tiene dos personalidades, una escrita –Mac-Eachen– y otra hablada –Maquica– y gracias a esa particularidad desorienta a los orientales más rumbeadores... aunque dudo que ni con eso fuera capaz de escapar, entre nosotros, a las asechanzas de la propina y al goce inefable de la felicitación...