Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XI

BROCHAZOS MINISTERIALES

Dos días después, al llegar una tarde al Departamento, tras quince días de facción en el Ministerio del Interior, se me comunicó que debía presentarme al siguiente en la comisaría 2ª, a cuyo personal quedaba adscripto.

¡Adiós vida regalona y tranquila!

¡Salve días oscuros y brumosos!

Esa noche vi pasar ante mis ojos, en sueños, la figura plácida del ministro del Interior, con sus cuidadas patillas canosas, sus verrugas y lunares, y la eterna sonrisa bondadosa con que acompañaba sus saludos graves, correctos y parsimoniosos.

Tras él iba también la turbamulta de buscadores de empleos, que formaban su séquito ministerial, y que, según la voz corriente en antesalas, jamás se desengañaba, y raras veces conseguía lo que buscaba, pues si bien el hombre era servicial y generoso, el ministro no tenía medios cómo satisfacer sus exigencias, siempre crecientes.

Pasó ante mí, siguiéndolo, el viejo sargento del tiempo de Rosas, que se sentaba en la cuarta silla de la izquierda; el señor calvo que se reunía en uno casi invisible, con que quería taparse la oreja, los pocos mechones dispersos que poseía; el caballero cordobés que promiscuaba entre esta antesala y la de los demás ministros, y cerrando la marcha de la larga fila interminable, los habituales del despacho, los amigos de confianza: un señor, que más tarde he visto de comerciante de fuste, otro medio francés, que era periodista, y que después he encontrado de librero; un periodista fogoso, que luego ha sido orador político e historiador de vuelo, y un coronel, que—según la voz corriente circulada por El Cascabel, que redactaba esa pléyade de inteligencias vigorosas, que después ha tenido tanta actuación en nuestra patria—"comandó con gran denuedo los lanceros de la Muerte, que se murieron de miedo".

Y más lejos, atrás de todos, el mayordomo Luis Morel, siempre apurado, perseguido por el ordenanza, su rival, que iba lanzando pullas agudas contra el ministro, y analizando su costumbre de tener cigarrillos para su uso y otros para convidar, y de alumbrarse con vela durante el día, teniendo el despacho casi a oscuras!

Este rival del mayordomo era el propagandista más asidao de las versiones contra el ministro, y tengo la seguridad de que la mayor parte de los cuentos que circulaban en la Casa de Gobierno, como una cosquilla, eran hijos de su labio maldiciente.

Una vez lo vi rodeado de todos los ordenanzas del Congreso, que andaban en no sé qué gestión ministerial, y se entretenían en contar el modo de ser y de vivir de cada congresal, en aquilatar sus méritos como oradores y sus ! probabilidades de reelección, en criticar su vestuario y hasta en vituperar su procedimiento dentro de la Cámara.

—¡Ése es bueno, dijo uno, refiriéndose al señor José Fernández, caudillo de la Boca del Riachuelo; cuando puede, sirve: es medio camandulero cuando no puede, pero tiene alma!

—Hombre—interrumpió el rival del mayordomo—, decile que aprenda de mi ministro, que sirve con palabras desleídas en sonrisitas. Mirá. ¡Aquí verás siempre las antesalas llenas de la misma gente: son personas que esperan durante meses un maná que nunca llega, y... siempre están contentas!

—¡No digás!

—¿No digás?... ¡Pero si es sabido! ¡Y el proceder es sencillo! Cuando hay una vacante de administrador de Correos en algún pueblito de la frontera o de Jujuy, de esos que ganan diez pesos, ¿sabés?..., la guarda, y empieza a hacer entrar a los penitentes.

—¡Claro!... ¡Y los pobres no agarran!

—¡Qué van a agarrar!... Y ahí empieza él con sus sonrisas y sus disculpas: "No hay más; por esto verá que no lo olvido; otra vez será"... ¡Y los hombres se retiran satisfechos, y... como vinieron!