Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XXX

EL HOMBRE PROVIDENCIAL

Un suceso criminal que después relataré y que forma uno de los capítulos más importantes de mi vida, me proporcionó ocasión de distinguirme, y fui ascendido a sargento y nombrado en reemplazo del viejo Gómez, que fue jubilado.

La noche del día en que recibí mi nombramiento, me retiraba a mi modesto cuarto de conventillo—pues tiempo hacía que había dejado el que por meses ocupara en casa del comisario—e iba con el corazón lleno de ilusiones, y cantándome en el alma un coro de alegría, cuando de repente, al volver la esquina de Piedad 88 y Suipacha, me topé de manos a boca con un hombre que pretendió ocultarse en el hueco de una puerta.

Era un individuo correctamente vestido de negro, de levita perfectamente abrochada y sombrero de copa, y llevaba bajo el brazo un bastón, cuya contera reluciente brillaba con los primeros rayos de luna que comenzaba a alzarse sobre el atrio de San Miguel.

En el suelo y ante él, estaba un pequeño paquete y al lado el cajón de la basura, perteneciente a la casa en cuyo umbral se había detenido.

Cuando se irguió, le conocí, a pesar de hacer seis meses que no le veía: era el concurrente a las antesalas del Ministerio del Interior, el visitante del mayordomo, don Tomás Regnier, aquel hombre cuya miseria tanto me había llamado la atención en mis horas de guardia, frente a la puerta de la sala de espera y cuya silueta he presentado al comenzar estas Memorias.

—¡Hola amigo!, ¿qué hace?

—¡Qué quiere que haga, señor vigilante! Disputaba a aquel atorrante—y alzando el brazo me mostró un perro de esos callejeros, flaco y sucio, que parado sobre tres de sus cuatro patas por tener una enferma, nos miraba desde el atrio—¡esos restos de pescado y de puchero que he envuelto en ese diario!

—¿Para qué?

—¡La pregunta!... ¡Para cenar!... ¡La vida hay que hacerla a pesar de todo, señor vigilante!

—Dígame, ¿no es usted aquel hombre que concurría todas las tardes al Ministerio del Interior, y que se iba a curar en la Convalecencia?

—¡El mismo, sí, el mismo!... ¿Y Vd. quien es?

—¿No se acuerda de mí?... Aquel agente que le dio cinco pesos para que fuera...

—¡Oh! ¡Oh!... ¡Sí! ¡Sí!... ¡Oh! ¡Me acuerdo bien, sí!... ¡Después no lo he visto más!... ¡Y eso que voy al Ministerio como siempre!...

—¿Y se curó?

—¡Muy bien, gracias, muy bien!... Hoy ya estoy sano de los vahidos (perfectamente sano), pero la posición ¿sabe usted?... ¡la posición social..., eso sigue mal, muy mal!... ¡La suerte es caballa!

Me dio lástima aquel pobre ser enclenque y miserable, que disputaba a los perros callejeros su alimento y, diciéndole que me siguiera, lo conduje hasta "La Croce di Malta", en la calle cortada del Mercado del Plata, donde a todas horas de la noche se encontraba un pan, una botella de vino y un plato de busecca.

Allí, en una mesa, cerca de otra, donde un grupo de trasnochadores hacía su colación alegremente, nos sentamos los dos, y luego que él saludó con complacencia y gran dignidad a los turbulentos vecinos, diciéndome, mientras movía la cabeza y sonreía: "son los muchachos de los diarios, ¿sabe?, los noticieros de la Patria Argentina, La Nación, La Prensa, que vienen a conspirar contra los directores porque no les aumentan el sueldo", nos pusimos a comer.

De esa noche data mi amistad con el hombre extraordinario, cuyas aventuras forman por sí solas el volumen más curioso de la vida porteña que pueda imaginarse, y data también mi engrandecimiento moral, pues, si bien yo le proporcioné los medios de regenerarse físicamente, él, en cambio, me dio alas, me arrebató consigo y me puso en aptitud no sólo de hacer con brillo mi camino, sino también de escribir estas Memorias, cuya primera parte termina por haber llegado el momento en que el vago de las cuchillas, el humilde soldado del 6º, alcanzando al puesto de sargento en la policía de Buenos Aires, pudo ensanchar la esfera de su acción y dejar a la espalda los días oscuros en que el anónimo mataba todas sus iniciativas e invalidaba sus penosos esfuerzos.