Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

IX

Peludeando

La noche era espléndida: una de esas noches de verano en que las estrellas brillan muy lejos y como a través de un velo, mientras la luna reina majestuosa en el cielo límpido y despejado donde el ojo no encuentra ni una mancha, sino aire luminoso, inmensidad, espacio y en que las nubes parecen vagar diluidas en aquel azul plateado que flota sobre el llano y penetrar impalpables al organismo, arrebatando la imaginación y poniendo en el cuerpo una dulce languidez voluptuosa que entorpece los movimientos como el sueño.

Silenciosos y de a uno en fondo, cruzábamos el cardal por una senda tortuosa y estrecha -que parecía un hilo de agua corriendo a impulso de los caprichos del nivel, sobre la llanura verdinegra formada por los cardos tupidos y compactos- los que íbamos a caza de peludos, allá, a las cuchillas y a las laderas en que ellos -según la opinión de los prácticos- acostumbraban a buscar su alimento, desenterrando las raíces jugosas y perfumadas.

Los perros marchaban adelante, también en silencio: la cola alzada y coquetamente encorvada sobre el lomo y la vista fija en el suelo para evitar la molestia de las espinas que bordeaban la senda, parecían, con su marcha grave, reflejar la opinión emitida a su respecto por mis acompañantes, entre quienes gozaban fama de ser los más hábiles peludeadores de la comarca y los más famosos rastreadores de aquellos pagos.

Salimos del cardal y nos detuvimos a deliberar a propósito del rumbo: los perros fueron a echarse alrededor del capataz, que llevaba la pala y la bolsa para caza, jadeantes y con la lengua de fuera, como acostumbra todo perro campesino para quien parece ley ineludible demostrar siempre un cansancio desproporcionado a la jornada.

A lo lejos se oía de vez en cuando el sonido de un cencerro, lento y acompasado, como si la madrina que lo llevase participara del sueño en que parecía estar sumida la llanura; el relincho de un caballo -algún prófugo que evidentemente buscaba la querencia, quizás arrastrando la estaca a que estuvo atado, y que llamaba a sus compañeros de tropilla- al que hacían coro los teros con sus notas picadas que iban decreciendo en intensidad a medida que se alejaba al galope insólito que había venido a turbar la quietud apacible del campo que dormía; el silbido penetrante de una perdiz, alarmada tal vez por el paso sigiloso de alguno de sus enemigos naturales, que se le acerca con cautela favorecido por las sombras del matorral; o las notas breves y melancólicas de la lechuza que, parada en cualquier eminencia, mira a todas partes con sus ojos redondos y brillantes, pronta a levantar el vuelo silencioso a la menor sospecha de agresión.

Determinado el rumbo de nuestra excursión, pusímonos en marcha, precedidos por los perros que se diseminaron y que con la nariz pegada al suelo y moviendo la cola con mayor presteza cuanta mayor era la impresión que recibía su olfato, rastreaban entre el pasto, revolvían la maleza, y luego que encontraban una alimaña, se entreparaban para reconocerla simplemente o darle muerte si valía la pena -zamarreándola del cogote en que hace presa segura el colmillo agudo y vigoroso-, siguiendo luego imperturbables la batida.

De repente sentimos un ladrido a la derecha, persistente y continuado: corrimos.

Uno de los perros había dado, allá, en el repecho de la ladera y en medio de un manchón de macachines, con un gran peludo -evidentemente goloso- que, entretenido en remover la tierra y extraer los pequeños tubérculos blancos y dulces como el azúcar, no había sentido nuestra llegada y se deleitaba saboreando su manjar favorito con verdadera fruición, sin cuidarse de la hermosura de la noche, ni de la luna que rielaba silenciosa derramando su luz sobre cuchillas y cañadas.

Rivalizaban ambos en astucia. El perro, que le había cortado la retirada, trataba de inmovilizarle sirviéndose del hocico como de una palanca a fin de acostarle sobre el lomo, conociéndole inhábil para darse vuelta: el peludo, por su parte, forcejeaba para impedirlo -sabiéndose vencido si no lo lograba- y tratando de ganar su cueva, en mala hora abandonada, al menor descuido de su adversario.

Llegamos nosotros y la mano del capataz logró bien pronto lo que el perro tentara en vano.

Ahí fue la desesperación del animalejo, que parecía conocer la suerte que le esperaba.

Cruzando sus patas delanteras sobre el -82- cuello corto y recio, como buscando en su desesperación un punto de apoyo, traducía el sentimiento de su impotencia en murmullos guturales, que parecían quejas, y en los cuales la superstición del gaucho ha encontrado una invocación a Jesús, una plegaria al Salvador, hecha por el peludo en trance tan apurado.

El filo del cuchillo puso fin a la escena y cargaron con la res; continuamos la excursión, llamados por los perros que, agrupados en lo alto de la loma, con la cabeza gacha y la boca espumante, espiaban la salida de una cueva -que se abría en media luna, al pie de un matorral que disimulaba su entrada y la protegía contra las lluvias mientras otro de ellos cavaba desesperado con las uñas, gruñendo de vez en cuando, como en son de amenaza, al enemigo que, oculto, originaba tal fatiga.

Era una cueva de peludo a estar a la opinión de Gomensoro, que, para asegurarse más, se echó en el suelo y aplicó el oído en diversos rumbos y como a una vara de la boca, exclamando al fin:

-¡Es peludo!... ¡Aquí está!... Y cava ligero el condenado.

Acerqué el oído y, efectivamente, sentí como dos mazos que golpeaban la tierra con regularidad y con presteza.

Tomó la pala uno de los cazadores y allí donde el ruido se oía, comenzó a cavar; pronto dio con la cueva, poniendo en descubierto al peludo que seguía con fe prolongando su túnel para escapar a la saña de sus enemigos, confiando en su celeridad sin igual y en la fuerza de sus uñas.

Todo fue en vano.

No tardó su cuerpo en acompañar al del goloso que encontró la muerte allá en la ladera, mientras se deleitaba extrayendo los dulces macachines blancos y jugusos.

Y emprendimos el regreso, costeando el arroyo que pasaba a espaldas de la casa y que corría no distante del punto en que nos hallábamos.

A medida que íbamos llegando al hilo de agua que lo formaba y que de distancia en distancia se expandía en ramblones de orillas que parecían bordadas, debido a las pisadas de los animales que bajaban a beber, la vegetación disminuía y aquí y allá lucía el espartillo su cabellera erizada, moteando el llano, vistiendo la pendiente de los montones de tierra colorada de los hormigueros -cuyos habitantes en filas casi imperceptibles iban y venían afanosos-, o deteniéndose como una franja alrededor de las vizcacheras en que la tierra desnuda ostentaba las huellas de la tribu que noche a noche la recorría, arrastrando el producto de su piratería por el monte y la llanura.