Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XXI

EL CAFÉ DE CASSOULET

Este era el paradero nocturno de todos los vagos de la ciudad y famoso entre la gente maleante, no solamente por la comodidad que, a poco costo, se obtenía en él, cuanto por la relativa seguridad que se disfrutaba: en caso de producirse visita de la autoridad, los propietarios tenían dispuestas las cosas de modo tal, que la clientela tenía fácil escape.

Estaba ubicado en la esquina Viamonte, antes Temple, y Suipacha. Como dependencia del café, y formando parte de la planta baja, que daba hacia la primera, había hasta la mitad de la cuadra una veintena de cuartos a la calle, con puertas que se abrían a ésta y otra interior, que daba al gran patio del café: eran otras tantas salidas clandestinas del antro misterioso.

Estos cuartos los ocupaban mujeres de vida airada, que eran como la crema de aquel mundo de vicio, cuyo centro era la famosa calle del Temple, y que extendía sus brazos a las adyacentes, teniendo como encerrado entre ellos el corazón de la ciudad.

El café debía ser una mina de plata.

Allí los ladrones, con todo su cortejo de corredores y auxiliares, los asesinos, los peleadores, los prófugos, toda la gente que tenía cuentas que saldar con la justicia o tenía por qué saldarlas, buscaba un refugio para dormir o vivir con tranquilidad, para hacer con todo sigilo una operación comercial inconfesable o para ocultarse discretamente, mientras pasaban las primeras averiguaciones subsiguientes a un delito descubierto por la policía. !

Allí todo era cuestión de dinero. Teniéndolo, se hallaba desde la pieza lujosamente amueblada, hasta el tugurio infame, donde podía gozarse de las comodidades de un catre de los muchos que, en fila y pegados unos a otros, contenía un pequeño cuarto de madera, y desde el vino y los manjares exquisitos, hasta las sobras de éstos, barajadas en un champurriao indescifrable, y que podía remojarse con el agua turbia del aljibe, donde viboreaban los pequeños gusanitos rojos, descendientes quién sabe de qué putrefacción y cuyos movimientos rápidos y variados podían servir de diversión al ánimo preocupado.

Tarde de la noche, cuando el café se cerraba, decenas de desgraciados, sin hogar, tomaban posesión de las mesas del largo salón,—bajo la vigilancia de los dependientes, que tendían sus colchones sobre las de billar, cuando las otras estaban ocupadas—y por dos pesos de los antiguos, encontraban un techo y una tabla para dormir, y por uno, lo primero y el duro suelo de los patios y pasillos.

Aquello era un verdadero hervidero del bajo fondo social porteño: allí se barajaban todos los vicios y todas las miserias humanas, y allí encontraban albergue todos los desgraciados, que aún tenían un escalón que recorrer antes de llegar a los caños de las aguas corrientes que, apilados allá en el bajo de Catalinas 20, ofrecían albergue gratuito.

Cassoulet era, en la noche, la providencia de los míseros desterrados de un mundo superior, era la ensenada que recogía la resaca social que en su continuo vaivén arrastraba hacia playas desconocidas el oleaje incesante.

Hoy comparten con él los beneficios de la industria protectora los pequeños cafés del Riachuelo y la ribera, que venden marineros borrachos a los buques que necesitan completar su rol clandestinamente, para borrar las huellas de un crimen o de un accidente—a fin de evitarse las molestias que en nuestro país acarrea cualquier gestión ante la autoridad—y los tugurios que, con el nombre de posadas o sin nombre alguno, encierran entre sus paredes y alojan, según el dinero con que cuentan, a los desgraciados que vagan sin hogar, o a aquellos que legalmente no pueden habitar en parte alguna.

En aquel tiempo compartían la clientela de Cassoulet, pero sólo durante el día, el café Chiavari, en la esquina de Cuyo 80 y Uruguay, y el café de Italia, en la misma calle, frente al Mercado del Plata.

Estas tres eran las cloacas máximas de Buenos Aires, en tiempos que ya no volverán, pero que se repetirán, transformándose.