Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XVI

Entre el monte

Esperábamos, acostados sobre nuestros recados mientras los caballos pastaban atados a soga y a nuestra vista, que el sol declinara y nos permitiera seguir nuestro camino con menos fatiga.

El Aguará se había dormido con esa facilidad propia del gaucho para atrapar el sueño donde quiera: yo, boca-arriba, con el sombrero echado sobre los ojos para tamizar la luz viva y ardiente, escuchaba los ruidos del monte y de vez en cuando llevaba mi vista, allá, a lo lejos, a las copas de los arboles que limitaban el abra en que nos hallábamos y que de repente se agitaban con suavidad, como inmensos abanicos verdes, movidos por manos invisibles: contribuían a completar la ilusión, las bocanadas de aire fresco que venían a pasar sobre mi rostro, congestionado por el sol, e iban a morir mansamente al arroyo, que corría, dulce y silencioso, casi besando las raíces del tala frondoso que nos cobijaba.

Veía los troncos añosos que se erguían retorcidos y como agobiados bajo el peso de las ramas que los coronaban; los cortinados movibles que tendían las enredaderas, formando glorietas sombrías donde la luz se quebraba antes de reflejarse sobre el pasto; los troncos secos que servían de albergue a una turba de bullangueros pica-palos que entraban y salían de sus viviendas, apurados, y rivalizando los colores vivos de su plumaje con los de las flores que tapizaban el suelo, lucían sobre los arbustos que salpicaban el abra, o bajaban de los troncos rugosos en largas varas fragantes.

Cerraba los ojos y tenía ante mi vista el magnífico paisaje, que quedaba, allí, fotografiado en la retina, primero el sol ardiente bañando el monte y la llanura, insinuándose entre la hojarasca, saltando de hoja en hoja, bajando de rama en rama a dibujar tapices caprichosos en el suelo, luego, los arbustos florecidos, la maleza verde y tupida manchando la gramilla brillante que, desde el borde del arroyo se extendía como una alfombra hasta perderse a lo lejos, bajo los árboles inmensos cargados de nidos y cuyas copas ostentaban todos los matices imaginables.

Oía la ruidosa algarabía de los loros que, parados sobre sus nidos inmensos, parecían empeñados en un concurso de chillidos alegres, los gemidos de las torcaces ocultas entre el ramaje tupido; el suspiro de los churrinches; los gritos alegres de los horneros y más cerca el zumbido de las avispas que saltaban de flor en flor; el de las chicharras que se asemeja al crujido de algo que se calcina con el sol y, de vez en cuando, el coletazo de algún bagre jugueteando en el arroyo o el zambullón de algún martín pescador al robar a su elemento alguna mojarra, cuyas escamas brillantes despiden reflejos plateados que van a alumbrar el cuello renegrido del pájaro al sostenerla en el pico.

De repente un ruido seco, algo así como si alguien golpeara en un tronco hueco, llegó a mis oídos.

Abrí los ojos y nada vi: el bosque seguía aparentemente inanimado y los caballos continuaban pastando tranquilos y manejando su cola, como un plumero, para alejar de sí los insectos que, en nubes, volaban de la maleza a cada uno de sus pasos.

Y el ruido volvió a repetirse despertando al Aguará que se incorporó preguntándome:

-¿Qué hay?

-¡Nada!... Un ruido... ¡parece que alguien está hachando!

El gaucho miró hacia la derecha y me dijo:

-¡Mirá... allá sobre aquel talita solo... al lado del arroyo...! ¿No ves que enjambre de avispas?

Allá, sobre la copa de un pequeño espinillo, arraigado casi al borde del arroyo y entre cuyo ramaje se percibía una mancha oscura, se cernía una nube negra que remolineaba y de la cual se desprendían otras más pequeñas que flotaban sobre la maleza y se movían con vertiginosa rapidez.

-¿Y qué será?

-Es alguna iguana que anda por sacar ese camuatí y lo castiga para espantar a las avispas.

-¿Iguana?

-¡Sí!... ¡Ese bicho es golosisimo para la miel...! ¡Por ahí ha de estar aguaitando entre los pastos...! Es lindo verlo pelear con las avispas, te lo aseguro.

-¿Vamos a ver si la encontramos?

-¡Pero hay una temeridad de avispas y si nos agarran nos van a cribar el cuero!

Que quieras o que no, lo hice que me acompañara. Bajamos por una senda tortuosa al alcance del arroyo y, ocultándonos de barranca en barranca y de árbol en árbol, llegamos frente al espinillito, acurrucándonos detrás del tronco de un viraró recto y sin nudos, en que ni las trepadoras más audaces encontraban asidero, viéndose obligadas a subir a sus ramas enlazándose a los árboles vecinos.

Las avispas revoloteaban zumbando: poco a poco fueron apaciguando su cólera, cesaron en sus exploraciones y comenzaron a replegarse a su nido.

Ya se habían asentado y buscaba cada una su colocación para emprender de nuevo la labor interrumpida, cuando de repente la maleza se agitó a unas cuantas varas de nosotros y en una pequeña senda apareció un enorme lagarto, cuya armadura verde oscura con anillos negros, tornasolaba al quebrarse la luz sobre su superficie que parecía labrada: se arrastraba con cautela y paso a paso; de trecho en trecho se empinaba sobre sus patas traseras; alzaba la cabeza; observaba a las avispas y se entreparaba o seguía su marcha, según el juicio que le mereciera su observación.

Llegó al píe del pequeño espinillo sin ser sentido, se afirmó sobre sus patas delanteras y agitando su cola, la dejó caer pesadamente sobre el camuatí que negreaba de avispas, desapareciendo como un rayo y volviendo al punto de partida, al pie de un gran arbusto tupido y sombrío, donde comenzó a lamerse con fruición su apéndice caudal.

Las avispas volvieron a elevarse en nube y a recorrer los alrededores buscando a su enemigo, desesperadas: en la superficie del camuatí había abierto la cola de la iguana un surco profundo, que manaba miel bajo el cuerpo de las avispas muertas por la violencia del golpe.

Cuatro veces repitió la operación, sin ser descubierto hasta la última, en que una de las pequeñas nubes que batían la maleza, dio con el escondite y, como una flecha, llegó la colmena entera a posarse sobre el cuerpo del astuto pirata de la selva, avisada, como por telégrafo, por mensajeros veloces y entendidos.

El lagarto, negro de avispas, dio un salto en el aire y cayó sobre el pasto cuán largo era, frotando su lomo contra el suelo para librarse del aguijón de sus enemigos: todo fue en vano.

Al fin, convencido de su impotencia, picoteado, perseguido, dio un salto y se zambulló en el arroyo, silbando de dolor.

Un segundo después apareció en la otra orilla, mirando con pavor a sus contrarios sobrevivientes, que, zumbando sobre la maleza, volvían en pequeños grupos a pararse sobre el camuatí abandonado.