Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

VIII

LOS BOCETOS DE UN MIOPE

¡Y considerar que a pesar de haber tanta gente a mi alrededor, de tener tantos compañeros en mi nuevo puesto, yo estaba solo, solo como si me hallara en el desierto!

¡No había en la multitud un alma que armonizara con la mía, y envidiaba de corazón a los cabos y sargentos que de nada se asombraban y parecían saberlo todo, no sabiendo nada en realidad, y a los soldados como yo, a quienes no les preocupaba lo que ignoraban, sino lo poco que sabían y tenían el coraje de estar alegres y de reír!

¡Con qué ahinco estudiaba mis obligaciones, y cómo me contraía a mis deberes, circunscribiéndolos al límite más estrecho que era posible, tratando de aislarlos del mundo aquel, que me rodeaba y que temía!

¡Pronto aprendí lo poco del oficio que tenía que aprender, y libre y despreocupado pude entregarme a la investigación paciente y minuciosa de todo lo que me rodeaba, a la observación metódica y tranquila de todo lo que veía y oía, y cuánta conquista pude hacer para mi alma anhelosa de conocer, y sedienta de vivir!

Tengo grabadas en la retina, y para siempre lo estarán tal vez, las escenas callejeras que más me impresionaron, los cuadros de la vida que primero descifraron mis ojos y las primeras letras del abecedario social que aprendí a conocer.

Mi primer servicio en carácter de vigilante fui a prestarlo a los veinte días de mi ingreso, bajo la dirección del cabo Pérez; el teatro elegido fue el Ministerio del Interior, donde se requería, por no sé qué causa, ayuda de la fuerza pública.

El tal servicio consistía en estar parado en la puerta de la sala de espera... y en nada más.

Quince días pasé desempeñando mi comisión con toda conciencia, bajo la inmediata vigilancia del cabo, que era flamante, lleno de ardimiento, y creía que las funciones que desempeñábamos eran de esas que ni los pueblos ni los gobiernos olvidan, y hacen de los que han tenido la suerte de ocuparse en ellas una especie de dioses chicos, merecedores, no ya de estatuas en las plazas públicas, sino de ser tenidos como ejemplos en la historia de la humanidad civilizada.

¡Pobre Pérez!

¡Era español, como de treinta años, y se tenía por bello, por valiente y por muy entendido en achaques de ordenanzas de policía! ¡Casi no había buena cualidad atribuida por los hombres de una época a los que vivieron en otra, que él, con una modestia verdaderamente infantil, no se las atribuyera y tratara de convencer, a los pocos con quienes tenía contacto en el mundo, que verdaderamente las poseía!

Era generoso, y una vez casi lloró porque lo mandaron al Once de Septiembre y no le dieron dos pesos de los viejos para el tramway; era suertudo en lides de amor, y la mujer se le escapó con un sepulturero de la Recoleta, que se iba como administrador del Cementerio de Navarro; era sobrio y por lo general lo arrestaban por ebrio; y era valiente, y hubo que darlo de baja porque desertó una consigna, perseguido por unos vendedores de diarios, que le quitaron el machete y el kepí. !

¡Allí, en el Ministerio, se daba un corte bárbaro, y aún me parece ver su figurita, que parecía recortada de una caja de fósforos!

Con paso reposado medía, contoneándose, el ancho corredor, mientras yo estaba de facción en la puerta del salón de espera, casi al lado de la ventanilla correspondiente a la Mesa de Entradas y Salidas.

Invariablemente llevaba la mano izquierda apoyada en la reluciente empuñadura del machete, la derecha suspendida por el pulgar en la parte delantera del cinturón, jugando como al descuido con la cadena—virgen seguramente en poder del cabo—, el kepí volteado con aire coqueto sobre la oreja y echando sombra sobre un ojo de color blanquizco, que parecía hacerle guiños a una nariz arremangada y carnuda, que emergía de entre unos bigotes semirrubios y enmarañados, que eran el orgullo de su propietario.

Con esto y con bañar su rostro en una sonrisa con pretensiones de picarescamente bonachona, quedaba perfilado el cabo Pérez en toda su graciosa majestad.

Estas impresiones, que son las primeras que tuve en Buenos Aires, puede decirse, las tengo presentes, y las siento como si fueran de ayer; veo aún las escenas y las cosas, tal como se presentaron a mí, así en tropel, medio confusas, informes, barajándose de una manera infernal, figuras, espectáculos, diálogos, ruidos y hasta aire de personas absolutamente desconocidas, que yo encontraba en la calle o veía en las antesalas del Ministerio en las horas de facción.

Durante mi corta comisión alcancé a conocer, con sólo verlos caminar, a los vagos que pasan la vida en las antesalas, buscando empleo; a los imaginativos que se creen en posesión de los puestos que anhelan porque han llevado al ministro una carta de cualquiera que se les antoja de valimiento, a los pichuleadores, a los amigos de confianza de los escribientes y auxiliares, a los de otros que vuelan más alto, a los comisionistas, a los noticieros de los diarios, a las señoras honestas que buscan pensión y a las más interesantes aun que gestionan asuntos por cuenta ajena; fueron las que estudié y observé con más detenimiento, porque eran las que abundaban y las que constantemente tenía ante los ojos.

Las conocía por el aire de suficiencia que respiraban, por la majestad, que como un perfume se exhalaba de sus personas, y por el amaneramiento de todos sus gestos y ademanes.

No vagaban sin rumbo bajo los largos corredores de la Casa de Gobierno, buscando aquí y allá una oficina desconocida, como cualquiera 19 viuda que busca pensión, empleo para un jovencito que es una monada, o beca para una señorita joven pero honrada; no señor, ellas iban seguras a su objeto, serenas, tranquilas, y no necesitaban indicaciones ni lazarillos.

No se las veía en las antesalas haciendo esperas, porque conocían las horas del despacho, y si se adelantaban por un caso fortuito, se paseaban en los corredores con aires de dueñas de casa, o formaban en la rueda de los ordenanzas y porteros, donde salpicaban los comentarios banales o los chismes corrientes, con la observación mordaz o el relato pimentado, recogido de "los mismos labios de los de la presidencia", "de los del Congreso" o de cualquier otro foco de fama indiscutible.

Yo, en mi facción al lado de la Mesa de Entradas y Salidas, que es su teatro, las veía en toda su magnificencia y gozaba en grande, viéndolas desfilar en su opulenta variedad.

Al principio creía en sus amenazas, en sus cóleras, en sus penas y hasta en sus súplicas, pero después me convencí de la realidad—comedia pura—y al cabo de dos o tres días oía los diálogos con curiosidad, pero sin interesarme mayormente ni por el asunto ni por quienes lo trataban.