Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XXVII

EL PRIMER CLIENTE

Acababa de recibir su título de abogado y de instalar su estudio con toda coquetería.

Eran dos pequeñas piezas situadas en una casa de altos de la calle de Bolívar, puestas con la magnificencia que sus escasos recursos le habían permitido y que consideraba regias, dado el esfuerzo que le había costado alhajarlas.

¡Era en ellas un rey!

¡Qué pequeños y miserables conceptuaba, comparados con él, al estudiante de primer año que debía servirle de amanuense y que era un comprovinciano suyo y al gallego Manuel que le servía de mandadero!

Ambos no le llamaban sino el doctor, como obligaban las tablillas que tenía a la puerta, y le halagaba que no le olvidaran el título ni aun en la más insignificante emergencia de la vida.

Esa frase que se había ganado y que le distinguía de los demás mortales, le sonaba en el oído de una manera especial: la encontraba dulce, acariciadora, melodiosa.

Tres días hacía que a las doce en punto llegaba a su oficina vestido todo de negro, con levita y galera, llevando en la mano un rollo de papel, y que veía al amanuense y a Manuel, que dejaban los dibujos y letras góticas que se ocupaban en borronear y le saludaban, volviendo a su tarea luego que él se instalaba en su escritorio con toda prosopopeya.

Ya esta escena se le iba haciendo familiar, cuando al cuarto día entra al estudio y en vez de hallar sus súbditos haciendo ensayos caligráficos, los encuentra nada menos que parados al lado de la puerta como jugando a quien le abordaba primero.

Algo extraordinario le ocurrió que acontecía, e interrogó al amanuense que con una presteza suma le contestó:

—Ha venido, doctor, un señor de edad, acompañado de una niña. Dijo que quería confiarle un asunto. Yo le dije que volviese a las doce y media.

El amor propio le impidió abrazar al amanuense.

¡Un cliente!

¡Ya le parecía que la fortuna estaba en su mano!

Comenzó a pasearse inquieto, en el escritorio, hasta que oyó la voz de Manuel que decía: "Ahí están", con un tono tal, que traducía a las claras su alegría por haber aventajado al amanuense en una información para el doctor, que era el Dios de ambos.

No tardó en hallarse en su presencia un señor alto, de maneras distinguidas, vestido de negro, con el cabello blanco, cortado en forma de melena.

Acompañábalo una niña de quince o dieciséis años, espléndidamente bonita y vestida con una sencillez y una elegancia admirables.

Para más señas, tenía un hoyito en la barba que se llevaba los ojos de uno, como si no tuvieran dueño. Mientras duró la conferencia con el padre, no le quitaba la vista de encima, y ella bajaba la suya, se ruborizaba, y para disimular su turbación, jugaba con el abanico con un aire infantil que enloquecía.

Quedaron con el padre en que al día siguiente le llevaría los antecedentes de la cuestión que quería entablar, que era intrincadísima.

Le prometió, sin embargo, que la ganaría con costas y aun que haría encarcelar a la parte contraria.

¡Con qué ansia esperó el día próximo!

¡Imagínenlo los que puedan, no olvidando que se trataba de su primer cliente, y de una muchacha de quince años, que tenía unos ojos más alegres que un informe in vote 36 de cualquier abogadillo ramplón!

Esa noche soñó con una porción de cosas bellas, y todas ellas tenían algo que ver con la hija del cliente de la melena.

Llegó, por fin el día y con él la hora de oficina.

Se hallaba en su escritorio, y sin embargo le parecía que no era cierto; le faltaba el aplomo; el corazón le latía.

Paró un carruaje de repente: se puso de pie como movido por un resorte.

¡Ahí estaban, ella y él!

Cuando vio que no entraba sino ella, casi se cayó la emoción le paralizaba la lengua.

—Señor doctor, habiéndose enfermado mi padre...

—Señorita..., señori... ta, crea que...

—...no puede concurrir y me...

—¡Valiente!... Tanta incomodidad... ¡Tome usted asiento!

—...¡envía con estos papeles para que usted los revise!

Le tomó los papeles, y cuando sus dedos rosados tocaron los suyos, sintió un cosquilleo en el corazón, en la espalda y en las piernas, que, francamente, le hizo pasar un mal rato.

Ella, ruborosa, le miraba con sus ojos brillantes e incomparables.

Revisó los papeles a la ligera y se convenció de que no le daban luz alguna en la cuestión.

Lo manifestó así a la portadora, y con este motivo entró en una agradable conversación, que degeneró en charla bullanguera.

Cuando se despidieron eran lo más amigos, y ella prometió volver al día siguiente a traerle nuevas luces, cosa de que él no dudaba, mirando sus hermosos ojos pardos, dulces y tiernos.

Las visitas, para darle datos, se repitieron unos seis u ocho días. Durante ellos, no se ocupó de clientes ni de nada: no tenía más preocupación que Angelina, y ella, según se lo había manifestado, en momentos en que la ternura llevaba a tocarse sus cabezas, no tenía tampoco más preocupación que el doctor.

Una tarde en que el idilio alcanzó proporciones alarmantes, y en que su boca sedienta de besos, pedía y pedía sin cesar pruebas del amor que reflejaban los ojos de la hija del cliente respetable, ésta le prometió la gloria: a las doce de la noche le esperaría en la sala de su casa en la calle de las Artes, cuyo zaguán sería dejado entreabierto para darle paso.

Esta sentencia definitiva que se prometía a sus súplicas, le entreabría el cielo.

Toda esa tarde se creyó un Tenorio.

Con el último campanazo de las doce, dado por el reloj de San Nicolás, penetraba él sigilosamente a la casa de su amada, y se arrojaba en sus brazos.

Un mundo de besos fue el saludo: era mudo, pero expresivo.

Luego se encaminaron a tientas a una butaca, pero no se habían sentado aún, cuando en una de las puertas interiores apareció el respetable cliente con una vela en la mano y seguido de dos testigos.

La inocente muchacha aprovechó la confusión para hacerse humo.

Él estaba alelado.

—Ha pretendido usted corromper a una menor... ¡los señores son testigos! Voy a labrar un acta y...

—¡Es inútil, señor! ¡Yo voy a retirarme!

—¿Sí?..., ¡está bien! ¡Sin embargo, sepa usted que si para dentro de tres días no me entrega dos mil nacionales, me presento a los tribunales y le armo una cuestión que le dé por resultado perder su título cuando menos!

Y se retiró alicaído y cabizbajo, mortificado por su amor propio, ajado y deprimido, y dejando en poder de su cliente un documento firmado en que constaban prolijamente las circunstancias y pormenores de su desventura.

Reflexionó con calma, y vio que lo mejor era echar tierra al asunto y pagar sin decir una palabra.

¡Y pagó su chapetonada!

Testigos fueron las letras del Banco de la Provincia, que conservó mucho tiempo como recuerdo de su primer cliente, que era nada menos que el ladrón más sagaz y más fino que ha producido Buenos Aires.

Su nombre es conocido: El Cuervito.