Cuentos de Fray Mocho

Entre yo y mi perro

Con la primera luz de aquella espléndida mañana de primavera y con el primer mate que me alcanzaba a la cama la vieja sirvienta calabresa, que sabía cebarlo como poquísimas criollas, teniendo la tradición de los grandes maestros en arte tan difícil en realidad como simple en apariencia, llegó a mis oídos la noticia desagradable.

–¡Signore!... Lu pochocho s’iscapó... S’antretenib’a la porta e se n’andó.

–No importa –le repliqué con fingida seguridad––, Estamos en primavera ¿sabe?... y al pobre perrito se lo habrán arrastrado sus instintos perversos, Dios sabe adónde... Ya volverá...

–Ma no te olvidés, padrono, de li asasin monichipali... ¡Prendono i perriti a la matina e due ore dopo ne tiresta ne la memoria!...

–¡No!... Ahora ha de volver...

Y a pesar de mi seguridad, una extraña desazón se apoderó de mí, obligándome a salir de la cama y llevándome hasta el balcón, ansioso de inquirir algún dato tranquilizador.

Pasaban por mi mente, en confuso tropel, ideas terroríficas y cuentos de perritos desaparecidos sin remedio, máxime cuando los protagonistas, como el mío, eran deudores morosos de la municipalidad por el impuesto de patentes y estaban expuestos por ello a una ejecución perentoria como defraudadores del fisco. Miré a lo largo de la calle, escruté la vecindad, aparentemente tranquila, y no encontré ni sombras de una huella. Seguramente iría ya camino del depósito de perros vagabundos o de la grasería en que dejan su beneficio a la humanidad de su tiempo, ya en forma de manteca o de botas, carteras o cinturones, aquel cuya existencia me preocupaba.

De repente se abrió la puerta del conventillo frontero y salió pacíficamente a la vereda el viejo perro sarnoso del remendón que me atormentaba diariamente con su incesante martilleo y su canto destemplado. Dio algunas vueltas tosiendo, pues además de viejo y sarnoso y cascariento, era asmático, y se sentó gravemente con el muñón de su cola extendido sobre las piedras. Yo lo observaba comparándolo con mi foxterrier, blanco como un copo de nieve y me decía:

–¡Lo que es la vida, amigo!... ¿De cuántas aventuras peligrosas habrá escapado esta inmundicia de perro de zapatero, que ya no será chasquiado por nadie?... Sin embargo... ¡para haber llegado a tener la facha que tiene, más valiese que lo hubieran ahorcado hace algunos años!... ¿Qué placeres puede guardarles la vida a perros de semejante catadura?... Y como en ese momento lo mirara, vi que se ponía de pie, paraba las orejas y trataba de ver algo que sus ojos no veían, seguramente, pero que su instinto le anunciaba, y siguiendo la dirección de sus miradas, apercibí, allá a lo lejos, una cuadrilla de ocho o diez perros de todo pelaje y alzada, que corrían jadeantes detrás de una perrilla calavera, que haciéndose la temerosa y la esquiva, los excitaba en sus empeños.

Por la vereda venía mi perrito, apartado de la cuadrilla, pero corriendo a su lado con verdadero entusiasmo, Con su cola en alto, su lengua afuera de la boca y el cuello y el lomo salpicados de pintas rojas, reveladoras de combates que había librado con sus rivales, pasó por frente al balcón como una flecha, no sin lanzarme una mirada de soslayo, como diciéndome:

–¡Espérese!... ¡Vuelvo!... ¡Esto no es cosa de perder tiempo!... Usted sabe lo que son necesidades...

Y pasó como un torbellino la perrada jadeante, mientras el pobre viejo tosía en la vereda y se lamía los rígidos bigotes, como diciendo ante aquella visión de lejanas épocas pasadas, pero queridas:

–¡Ah... mis tiempos!... ¡Si no fuese esta tos del diablo, ya les enseñaría yo cuántas son cuarenta y cinco a todos esos macacos!...

De repente, la perrilla, volviendo sobre sus pasos, desembocó en la cuadra y tomando por la vereda donde se hallaba el asmático protestador, siguió su carrera desenfrenada habiendo dejado muy atrás a la turba de adoradores.

El viejo la vio venir y permaneció impasible en apariencia, engañándome a mí mismo que lo observaba, pero cuando la tuvo a su alcance se transformó: se le concluyó la tos, le brillaron los ojos entre las tupidas cejas y sus manos tuvieron fuerzas todavía para sujetar a la incauta y empujarla hacia el zaguán de la casa, previendo la cólera irreflexiva de la juventud que la seguía y que ya doblaba la bocacalle prosiguiendo la persecución interrumpida.

Llegaron los perros en tropel y se arremolinaron ladrando furiosos y arremetiendo contra el viejo camandulero y atrevido, con intenciones de despedazarlo, mientras yo gritaba al zapatero, deseoso de defenderlo, movido por una instantánea simpatía:

–¡Che!... ¡Zapatero!... ¡Defienda a su perro, que es un tigre!... –Y terminado el ruidoso suceso callejero, el fugitivo volvió al hogar y nuestra vida siguió su curso de siempre, borrándose de mi memoria el incidente hasta que una mañana en que un hecho en apariencia insignificante me lo recordó, probándome con la elocuencia de los hechos que hasta los perros conservan memoria de los sucesos desgraciados de su vida...

Entraba el invierno y tomábamos sol, mi perro y yo, en el balcón de la casa, cuando de repente aparece en la vereda de enfrente el viejo del remendón. Verlo mi perro, erizarse y echarse a ladrar furioso fue todo uno: quería salir del balcón y atropellarlo. El viejo vencedor lo miraba impasible e indiferente:

–¡Cállese! –le dije yo a mi perro–. ¡Joven petulante y rencoroso!... ¿No tiene vergüenza de querer vengarse de un pobre viejo que le enseñó a vivir?... ¡Agradezca y aprenda para algún día... que también le ha de llegar si no se muere... que más vale una aguja a tiempo que una máquina de coser.