Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XIII

Chisporroteo

Y luego me describió con palabra fácil y elocuente sus cacerías de nutrias y de carpinchos, que eran sus ramos preferidos. Según él la caza es difícil y peligrosa, pues se juega la vida a cada momento, ya sea en los percances de la lucha con los anfibios, ya mordido traidoramente por la víbora de la cruz o la víbora negra, únicos reptiles ponzoñosos que se conocen en la región.

El veneno de estas víboras, según los relatos que circulan de boca en boca en los pajonales y forman su leyenda terrorífica y espeluznante, es necesariamente mortal.

Es tal el miedo que les tienen los isleños, que, a las canoas en que hacen sus excursiones, les dan en toda la parte superior baños de ajo amasado con aceite, a fin de impedir que se acerquen, pues creen firmemente que de no hacerlo así, las víboras las asaltarían.

En su miedo le atribuyen condiciones tales al veneno que, según ellos, es preciso ser muy hombre para escapar a sus efectos mortales: no hay más que amputar el miembro mordido, sin perder un segundo.

Me refirieron a este respecto una tradición que allí se tiene por verdad indiscutible, que fue en vano tratara yo de demostrar era un absurdo, usando todos los recursos del análisis.

Ntilde;o Ciriaco, que fue el relator, me dijo que el caso te había sucedido a un amigo suyo, que muchos lo conocían en las islas y que era inútil la argumentación. Un día su amigo iba con la canoa por entre un pajonal recién inundado y navegaba se puede decir a botador. De repente, una víbora negra salta desde una rama de algodonillo en que estaba enroscada a la espera de algún apereá arrastrado por la corriente, y le muerde el dedo índice en su parte superior.

El amigo, sin titubear, sacó su cuchillo y se trozó el dedo por la segunda falange, teniendo por ello que suspender la expedición y regresar a su rancho a curarse. Tres días estuvo en asistencia, y cuando ya la herida comenzaba a cicatrizar, fue a la canoa a buscar su dedo para darle cristiana sepultura.

Lo encontró, allí, donde había caído, sobre la tabla del fondo, pero era una masa informe y había tomado un color violáceo, casi negro. Al verlo no se animó a tocarlo, buscó una varita y con ella lo dio vuelta, pero el dedo, al ser movido, reventó, y la sangre descompuesta que contenía le salpicó el rostro y le inoculó la ponzoña que había dejado la víbora.

-¡Vea, señor; no creerá, pero es cierto!... A las tres horas lo estaban velando al hombre unos compañeros.

Y, para convencerme de la veracidad de su relato, me contó diversos casos de hombres mordidos por víboras, que no habían podido pasar ni siquiera una hora sin que la muerte los hiciera su presa y me hizo observar que en los pajonales se veían tantas manos y tantos pies con dedos cercenados, porque era costumbre que los hombres se los cortaran, para salvar con vida, cada vez que una víbora los mordía.

Y del veneno de las víboras pasaron al de las arañas que «mata dando sueño»; al del camaleón -hijo de víbora y de lagartija- que vive en los ranchos abandonados y cuya mordedura equivale a un pistoletazo; al de la raya, que habita en los arroyos fangosos y que tiene la virtud de paralizar a aquel a quien la desgracia lo hace tropezar con su aguijón y, finalmente, al del escuerzo que no tiene remedio y es una sentencia de muerte sin apelación.

En vano traté de demostrarles que las arañas del litoral no son venenosas, que el camaleón es una miserable lagartija inofensiva, que el escuerzo no puede morder, porque, como cualquier otro sapo, no tiene dientes, nada, no querían creer y como no soy hombre de discusiones ni andaba en los pajonales con propósitos pedagógicos, los dejé con sus creencias.

Aguará era de mi opinión y lo confesó con franqueza, aún cuando declarando que él había visto cosas tremendas y que ya no dudaba de nada llegando hasta temerles a los escuerzos, a las arañas y a las luces malas. Nos contó que habiendo ido a ocupar, hacía poco un rancho que hasta entonces habitara un hombre que había sido de mala fama, encontró un corralito donde yacían los cuerpos de varias personas muertas en los alrededores y enterradas allí como en un cementerio.

Como él necesitara los varejones que formaban las cruces y el cerco que las rodeaba, mandó a los peones que los sacaran, y éstos lo hicieron, pero refunfuñando.

Un correntino llegó hasta decirle: «no te metás con las ánimas; mirá que no te va a salir la cuenta», pero no hizo caso y el cementerio fue arrasado.

Desde ese día, sin embargo, no hubo tranquilidad en el rancho: los caballos cortaban los maneadores y disparaban, las canoas se soltaban del amarradero y los perros se pasaban toda la noche aullando. Investigó las causas prolijamente y se cansó de pesquisas inútiles: no dio con ellas. Al fin, fastidiado, siguió el consejo del correntino, que persistía en su opinión de que era mejor volver a hacer el cementerio y no «meterse con los dijuntos», y arregló todo tal como lo había encontrado a su llegada.

-¿Y ya están tranquilos aura?... -preguntó con curiosidad ño Ciriaco.

-¡Tranquilos!

-¿No ve?... ¡Claro!... ¡Han de haber sido las ánimas benditas!... ¡Ya ve como el correntino acertó!... ¡Esos correntinos conocen las ánimas como naides!... En cuanto sienten un chiflido ya saben si es de alguna que anda penando o si es alguna desgaritada, de esas que se le escapan a Mandinga.

Y como la hora avanzaba y temí que el Aguará se fuese sin describirme la manera y forma de cazar la nutria y el carpincho, llevé la conversación a ese terreno, pidiéndole algunos detalles.

-No se apure, amigo... ¡ya le contaré cosas curiosas...! ¡Ahora me voy a dormir, pero mañana a la madrugada he de venir a despertarlo!

-Es que quisiera...

-¡Si he de venir amigo, y lo he de acompañar algunas leguas, si Chimango no se enoja!

-Mirá el Aguará cantando, dijo el aludido muy contento. ¿Puánde irá a salir el sol mañana?

-Ya verás por donde... ¡y el señor -que me conoce de tantos años y no me recuerda- también! Y su risa sonora repercutió en los pajonales coreada por la voz rumorosa del bañado.

La primera luz de la mañana me hizo entreabrir los ojos y ya estaba allí el Aguará, fiel a su palabra.

-¡Levántese amigo, que no estás en Buenos Aires!... ¡Vamos a hacer una visita a un conocido y a la noche volveremos a juntarnos con el Chimango!

-¡Bueno!... ¡pero primero me ha de decir dónde nos hemos conocido!

-Sí, amigo Fray Mocho, se lo he de decir... ¡en su tiempo! ¡Tenga confianza!

Comprendí que me las había con una antigua relación, y determiné seguir la aventura sin demostrar desconfianza ni temores, por más que el santo no fuera muy de mi devoción.

-¡Ahí tiene un pingo que lo espera!

Vea; es de lo mejorcito que hay en el pago ¿no es verdad Chimango?

-¡Es verdad!... Pero mirá Aguará no me vayas a hacer quedar mal con el señor...

-¡Hombre!... ¡Mirá, este señor, es un cura viejo conocido y luego lo que nos juntemos lo verás! ¡Ahora nos hemos de relinchar!

-No; dije yo... ¡ahora sí que no ando un paso sin que me diga quién es!

-¡No quiero privarme de su compañía! Míreme bien y piense: ¡no sea haragán! Desde anoche me está mirando y... ¡nada!... ¡Ni un recuerdo para un amigo viejo!

Pasado un rato y viendo que yo no le reconocía, se acercó a mí y previo un «perdoná Chimango», dicho con tono socarrón, pronunció a mi oído el nombre de un antiguo compañero de Colegio...

-¡Tú!... -dije admirado.

-¡Sí, yo!... Vamos que se hace tarde... ¡Después te contaré!

Y ambos montamos, perdiéndonos a poco andar entre los ceibales florecidos.