Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XVIII

Gotas de caña

Al día siguiente ño Ciriaco me dio algunos detalles y ellos me pusieron en la pista del verdadero carácter del Aguará: era uno de tantos, aunque cubierto de un barniz más fino y de color más caprichoso.

Algunas muertes no penadas, peleas, desórdenes mayúsculos: he ahí el haber de mi hombre.

Cuando estaba ebrio se le huía como a una fiera y, según me contaron, solamente después de beber se le despertaban los instintos salvajes que daban pábulo al miedo que se le tenía.

No acostumbraba llegar a las pulperías, pero cuando llegaba seguramente hacía una atrocidad de esas que daban a su nombre una fama siniestra; no obstante, en su estado normal era un hombre completo y respectado por su honradez y buenas condiciones.

Un día, hallábase en un almacén y de repente pidió a uno de los concurrentes que le cantara unas décimas: el invitado dijo que no sabía cantar.

-¡Bueno!... ¡Si no canta, le vuelo los sesos!... ¡A ver; tiene plazo de diez segundos!

Y sacando su revólver, se lo abocó.

El pobre gaucho no creyó en la amenaza, ni tampoco ninguno de los presentes; tal fue el tono tranquilo con que fue hecha.

Sin embargo, se convirtió en realidad, pues, vencidos los diez segundos, el hombre rodó por tierra atravesado por una bala, y no murió, quién sabe por qué milagro.

Desde entonces, cualquier deseo que manifestara era una orden, y en las pulperías tenía a los gauchos cantando o bailando hasta que caían rendidos de fatiga, o hasta que se fastidiaba de esas diversiones y pasaba a otras de peor género para el dueño de casa, como eran romper todas las botellas que tenía a la vista, haciéndolas servir de blanco a sus tiros inimitables, o tomándolo a él mismo en cuenta de botella y celebrando luego a carcajadas su magnanimidad por haberse limitado a sacarle el sombrero con una bala, cuando podía haberle pegado en la cabeza.