Cuentos de Fray Mocho

Cuentos de caza

Como en ese momento una nube de humo amenazara ahogarlo, mi tío Martín se echó atrás a fin de dejarla pasar, y luego de dar vuelta sobre las brasas el pedazo de carne que chamuscaba, dijo con firmeza:

–Miren, che... yo me he criado en los pajonales y sé lo que son tigres. ¡Bueno sería que hubiese estado esperándolo, para aprenderlo, a que ustedes vinieran del pueblo!

–¡Yo no digo eso!... Lo que he dicho es que ni el tigre, ni el perro cimarrón, ni ningún animal salvaje ataca al hombre si éste no lo ataca a él. El instinto de la fiera es huir.

–¿Ve?... Eso en lo que en buen criollo se llama macana.

Y como nosotros insistiéramos en negar a las fieras un espíritu agresivo, deseosos de oírle contar algunas de sus aventuras ––que era bastante reacio para referir––, él, para probarnos su tesis, desplegó ante nuestros ojos los cuadros de la vida salvaje en que había actuado, y la verdad es que, impresionados por su relato o sugestionados por las circunstancias que nos rodeaban, comenzamos a mirar con respeto el pajonal que atravesábamos, creyendo ver a la muerte que avanzaba hacia el campamento, ya en forma de una serpiente de cascabel que desarrollaba sus anillos brillantes al pie de un algodonillo florecido, ya de una yarará que dormitaba sobre las ramas de un ceibo, acechando la vuelta de la torcaz propietaria que andaba de cuclillas lamentando sus penas, o de un yacaré que emergía de entre las aguas fangosas y nos miraba con sus ojos sin párpados, o de una nube de cimarrones que nos seguían hambrientos y nos asaltaban furiosos, o de tigres sentados al borde de los arroyos, entretenidos en echar espumarajos sobre las aguas, a fin de atraer peces para sacarlos con un manotón certero y que al vernos se ponían de pie y batiendo los flancos con sus colas inquietas bramaban enfurecidos.

Y no sé si serían iguales a las mías las impresiones de todos los que rodeábamos el modesto fogón campero donde preparábamos nuestra comida y que poco a poco se había ido apagando, pero en esos momentos envidiaba a las bandadas de siriríes que pasaban sobre nosotros en viaje hacia la costa del bañado.

–Si, che, con el tigre no se juega, sobre todo cuando está cebado. Entones es feroz y más audaz que el mismo yacaré, que es capaz de venirse sobre no hasta fuera del agua, buscando llevarle aunque sea una mano. Siempre me acordaré de un suceso que me impresionó en cierta excursión que hice al Mocoretá, como quien dice a la patria de los guazuviraes y de los ciervos. Almorzaba en el rancho de una familia correntina, cuando de repente oigo unos quejidos y unos sollozos que me alarmaron.

–¿Qué es eso?

–No te asustés, que no es nada ––me dijo una de las muchachas, con esa familiaridad guaraní que no conoce el usted y con esa tonadita que da a la frase suavidades de terciopelo.

–¿Cómo que no es nada?...

–Es un gringo que está llorando a su compañero... Eran dos que pidieron hacer noche en la ramada y vino un tigre cebado y se llevó uno...

Y como en ese momento se oyera un ruido sordo, que venía del pajonal, mi tío se interrumpió y dijo con toda naturalidad, tanta quizás como la de la jovencita de su relato:

–Es una banda de chanchos del monte que marcha en retirada... Seguro que atrás viene algún tigre cebado... ¿Quieren que lo veamos?

Confieso que en mi vida me he puesto de pie con mayor celeridad ni con más gusto.