Cuentos de Fray Mocho

El pobre Amigo

I

–¡Pobre Comaleras ––dijo el rubio González––; muere con él la espuma de los jugadores de truco del barrio de la Concepción, y los que vamos acompañándole podemos decir con orgullo que llevamos a enterrar, no solamente al mejor de los comisarios jubilados de la policía antigua, sino también a un hombre que jamás le disparó a un real envido teniendo las treinta y tres de mano!

–¡Hum!... ¡No solamente era toro Comaleras ––exclamó un viejito que iba acurrucado en un rincón del coche y a quien no conocíamos ni de vista ninguno de los otros tres acompañantes, que éramos, además del rubio González, el tuerto Cabira y yo––, sino un gran corazón! Gustavo S. Bordenave, servidor de ustedes, no ha concurrido ni concurrirá jamás a otro entierro con un gusto mayor que el que experimenta en estos momentos... ¡Pobre Comaleras!

–Me permite, señor Bordenave... ––replicó Cabira, sonriendo de la extraña manera que le permite hacerlo la parálisis facial que lo caracteriza, pero con un tono que no dejaba dudas respecto a su intención de protestar con toda formalidad.

–Ahórrese los reproches, señor... Mis palabras hacen justicia a las virtudes de nuestro amigo, aun cuando se presten tal vez a una interpretación aparentemente desfavorable...

–¡No!... Es que con gusto no se concurre al entierro de nadie...

–Así es, señor mío... generalmente; pero en el caso sub-judice de Gustavo S. Bordenave, concurren circunstancias que lo hacen excepcional, como lo verán ustedes.

II

–Aunque les parezca extraño, dados los rasgos de mi personalidad actual, yo he sido un funcionario municipal de cierta categoría a los efectos del sueldo, condición única que puede establecer diferencias entre los empleados públicos. En ese entonces, tuve la suerte de conocer a fondo a mi amigo Comaleras, y la desgracia que apareciese en mí el asma que me acompaña, ayudándome a formar la modesta entidad del Gustavo S. Bordenave de la actualidad. Los médicos ni yo, la conocíamos al principio, y se creyó que era una notificación de la muerte, que me dijera con tan extraño lenguaje: “Gustavo S. Bordenave, a usted me lo llevaré tironeándole el corazón.” Una tarde pasaba de mi despacho a la tesorería, cuando me topé de manos a boca con Nicanor.

–¡Hola!... ¿Tú por acá?...

–Sí, mi querido. Acabo de ser jubilado en la policía, y como no puedo acumular dos sueldos nacionales y he menester aumentar mis entradas, porque me he quedado viudo y sin hijos y mis necesidades han crecido por consiguiente, tenderé mis líneas aquí en la Municipalidad... El intendente, que es amigo, correligionario y pariente, me quiere ayudar... ¿No sabés de alguna vacante a producirse o que sea fácil de producir?... Con placer sería tu compañero.

–No lo serías por mucho tiempo... ––exclamé imprudentemente.

–¿Porqué?

–¿Pero, qué no ves?... ¡Si me estoy muriendo del corazón! ¡Los médicos me han sentenciado, che!

–¿Qué me dices?... ¡Pero si parece mentira! ¿Y tienes buen sueldo?

–¡Cómo no!

Y le declaré todas las peculiaridades de mi empleo, confiándole hasta algunas facilidades que tenía para aumentar mis entradas, con sólo crear pequeñas dificultades en las tramitaciones. ¡Pobre Nicanor!... ¡Cuánto y cómo se contristó y hasta dónde llevó su interés por el viejo amigo que les habla en estos momentos verdaderamente solemnes! Dos días después, el intendente se dignó llamarme a su despacho, y con esa seguridad envidiable que da la superioridad jerárquica, me dijo casi tuteándome:

–Vea, Bordenave... Me han dicho que usted está muy enfermo del corazón y deseo conocer la verdad... Tengo un amigo a quien quisiera servir y no me gustaría defraudar sus esperanzas, prometiéndole algo que no le cumpliera... Se trata de un amigo suyo... de Nicanor Comaleras, ¿sabe?... Me ha informado de que usted es casi un cadáver y me ha pedido que en caso de quedar vacante su empleo, él desearía que se lo acordara, y como el pobre es tan bueno y tan amigo, quiero servirlo... Vamos a ver, ¿qué le han dicho los médicos?

–Dicen, señor, que parece haber algo cardíaco y me han recomendado resignación...

–¡Ah, bueno!... ¡Entonces no hay vuelta, Bordenave! ¡Mire! Voy a decirle a Nicanor que espere el desenlace y que esté seguro... ¿no le parece?... Así conciliamos todo... Y con esa oficiosidad que tan bien sienta en un subalterno, sea cual sea el ítem del presupuesto que llene con su modesto nombre le pedí disculpara si obstaculizaba en cierta manera sus deseos.

Desde ese día Nicanor concurría asiduamente a mi despacho y yo conocía en su voz y en su actitud el interés que le inspiraba mi salud, apresurándome a informarle sobre ella, sin exagerar su gravedad, como podría pensarse que pudiera hacerlo, ha haber temido que el candidato, viendo que la muerte no se apresuraba a coadyuvar a sus fines hiciera fuerza para que su pariente y correligionario lo auxiliase por uno cualquiera de los tantos medios a su alcance.

Tuve que ser muy discreto para no hacerme sospechoso a sus ojos de amigo celoso, y recién cuando su pariente y correligionario dejó de ser mi superior, me atreví a informarle poco a poco de mi mejoría, así como también de que los médicos habían descubierto que yo no era cardíaco sino un asmático.

–¡Es igual, ahora... ––me contestó con aquel tonito dulce que era una de sus peculiaridades–– , es igual!... El nuevo intendente que ha entrado es mi adversario.

No lo volví a ver sino de tarde en tarde, pues se ocupó en otra clase de asuntos, y poco a poco fuimos dejando hasta de saludarnos, a medida que yo iba recuperándome...

Ha muerto, el pobre, sin que yo pueda saber, a ciencia cierta, si allá, en el fondo de su espíritu, floreció alguna sospecha respecto a mi sinceridad cuando le informaba sobre mi salud y poder vindicarme a sus ojos, y es por ello que he venido con gusto a su entierro, buscando la oportunidad de declarar, como declaro ante sus amigos, ya que no puedo hacerlo ante él, que Gustavo S. Bordenave fue leal y honrado en sus informaciones, y que por ser cristiano y acatar la voluntad de Dios, no lamenta haber defraudado las esperanzas que el abrigara a su respecto...

–Agradecemos, señor ––dijo Cabira––, sus amables y espontáneas declaraciones, y yo le manifiesto, sin temor de ser desmentido, que reconocemos en el procedimiento que usted nos ha descripto, la caballerosidad y delicadeza de aquel que ya no es más ¡sino en recuerdo!