Cuentos de Fray Mocho

Pascalino

Es uno de nuestros calabreses más distinguidos y al mismo tiempo el verdulero más popular del barrio de la Piedad, cuyas calles recorre diariamente con su carrito de mano, desempeñando alternativamente el papel de caballo de tiro y el de comerciante al menudeo.

Es una especie de guión tirado desde la elegante casa de familia hasta el modesto cuarto de conventillo, y él nivela, tuteándolas, a la empingorotada dama a quien le falta de repente algún ingrediente para preparar un plato improvisado, con la cocinera sin trabajo, que para no perder la costumbre y asentar la mano, se sisa a sí misma cinco centavos en el clásico puchero.

Con su galerita terciada sobre la oreja, sus pantalones y su saco deshermanados, que de puro cortos ya casi ni se saludan, va de puerta en puerta, asomando su cara de doble sentido—pues desde la boca para arriba parece ser un melancólico, y desde el mismo punto para abajo, de un gordo divertido—y, gritando con doliente voz de falsete, que se filtra como en chorritos como a través de una mascada cosmopolita, verdadera asamblea de puchos callejeros:

-¡Se me caen los pantalones!... ¡ay!... ¡se me caen los pantalones!

La frase pregonera, que más parece anunciadora de una catástrofe escandalosa, ya no llama, sin embargo, la atención de la clientela: todo el barrio la conoce y sabe que traducida al criollo quiere decir simplemente:

–¡Señora!... ¡ Aquí está Pascalino!...

Y convocadas por ella salen las compradoras a la puerta, quienes francamente y quienes con un gracioso recato, revelador de escrúpulos sociales muy recomendables, mientras otras entablan su negociación desde el descanso de la escalera, obligándole a viajes frecuentes, hasta el carrito, que le permiten desplegar las gracias de su porte.

–¿Tiene longaniza, marchante?

–¡Merá! ¡Num gomprate chalchicho’oggi!... ¡Num é buona per naida!

–¿Por qué?

–¡Mo!... ¡Yandangarando periti li caniche dil monichipio!

–¿Qué me dice?

Aquí Pascalino, que se siente importante con su noticia, exclama en tono sentencioso al para que discretamente petulante:

–¡Domandalo al tuo maritos!... ¡Li canchi, vendono li periti a cuelo qui fanno cholchicho... ¡Guandio ti lo dicos e berqué lo só!

Y extrayendo del carrito un envoltorio de papeles, y de éste una yunta de chorizos que para luciro los mejor hace cabalgar sobre su índice:

–¡Merá!... ¡Roba fina, cuesta!... ¡Mó!... ¡Li chorichi non si fanno gum artigoli di perro!... ¡Cuesto si po mangiare comi-ti-lo-dico!

–Pero marchante... ¡yo lo que necesito son longanizas!

–¡Ti prechisa chorichi!... ¡Lo só bene!... ¡L’altra ruba non é buona, te l’ho deto!

–Pero vea, marchante...

Pascalino se siente arrebatado; las venas del cuello se le inflan, los ojos se le inyectan, le revuelve la bilis, evidentemente, la terquedad de una cliente que quiere longanizas cuando él no tiene y se encamina apresuradamente a su carro para marcharse, pero vuelve con la misma rapidez, se encara con ella, desocupa la boca de la mascada que le dificulta la palabra, y dice en tono despreciativo, aunque casi lloriqueante de puro meloso y derretido:

–¡Mó!... ¿Berqué nun parlate guiaro allora?... ¡Voy volete artigoli fati con gose di pero!... ¡Ebene!... ¡Andati al meregato si volete!... ¡Pascalino non dimentigará di la sua fama!

Y ante semejante indignación la compradora que necesitaba longanizas, se somete a la tiranía del marchante que, de casa en casa y de puerta en puerta, urde mentiras en su media lengua e impone su voluntad soberana.