Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

IV

DE ORUGA A MARIPOSA

Tras un galope de algunas leguas—andaba de vago y era joven y aficionado al baile y las buenas mozas—llegué al viejo rancho desmantelado y solitario—veterano de cien tormentas—donde se iba a bailar, cosa que no era muy frecuente entonces, dada la escasez de población en aquellos parajes.

Al acercarme al palenque, ya pude contar cuántos me habían precedido en la llegada y hasta saber quiénes eran: allí estaban sus caballos a modo de tarjeta de visita.

Primero, el petiso de los mandados—maceta y mosqueador —que buscando verse libre de las sabandijas u obedeciendo a la costumbre de evitarlas, había ido retrocediendo hasta apartarse del grupo, y sembrando el trayecto recorrido con las pilchas del muchacho a cuyo servicio lo había condenado la suerte, que nunca le fue propicia; luego los mancarrones de algunos gauchos pobres y de los viejos vagos del pago, con sus aperos formados con prendas de procedencia diversa y de más diversa fabricación, con sus riendas peludas y anudadas y con sus cinchas enflaquecidas de puro dar tientos para remiendos; y, finalmente, algunos redomones bravíos, que al sentirme llegar yerguen las orejas, relinchan y se agitan, indicándome que ya hay mocetones que me harán competencia en el corazón de las dueñas de esos otros pingos, cuidados y lustrosos, tusados con coquetería, y cuya crin ha servido para dibujar ya un arco atrevido, ya una guarda griega caprichosa, y que lucen bozales tan primorosos y cabestros tan llenos nos de bordados y de adornos.

Son pingos del andar de gente presumida, y hasta con pespuntes de elegantes mozas.

Previo el consabido ladrido de los perros—arrancados por mi llegada a un sueño plácido y tranquilo, el relincho de los redomones del palenque, los saludos del dueño de la casa y las vichadas de las mozas y mocetones, que, cortos con los forasteros, se han ocultado en el rancho, eché pie a tierra y fui a sentarme en el ancho patio recién barrido y carpido, que a la noche serviría de salón de baile, iluminado por la luna plácida y serena, aquella luna de mi tierra que veo al través del tiempo, quizás embellecida por el recuerdo.

Los preparativos para la fiesta estaban en lo mejor.

Allá atrás del rancho, formado por una pieza grande de paja—quinchada —había un remedo de otra, formada por cuatro cueros de potro y algunas ramas mal atadas, que pomposamente se denominaba con el simpático nombre de la cocina.

A través del agujero que le servía de puerta, y por entre la nube de humo que vomitaba, veía, desde donde estaba sentado, un hacinamiento de cabezas, alumbradas por la llama temblorosa del fogón.

Entre risas ahogadas y cuchicheos, oía el canto monótono de la sartén en la que se freían montones de pasteles dorados, que espolvoreados con azúcar rubia, llevados de a seis u ocho—máximum que podía contener el único plato de loza que había en la casa—con destino al depósito general, que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una vieja vigilante, tía respetada de algunos muchachos greñudos y carasucias, que de vez en cuando se asomaban por ahí, espiando el momento de dar un malón con suerte.

Eran atraídos por el olor apetitoso y agradable de los pasteles, que corría por todo el rancho, y que al penetrar por la nariz ponía en juego las glándulas salivales y hacía caer los estómagos en sueños deleitosos y en éxtasis bucólicos.

Bajo su influencia, uno llegaba hasta a olvidar que los tales pasteles estaban guardados en un viejo fuentón de lata, bajo la cama, en compañía del antiguo cajón de fideos, hoy humilde depósito de tabaco para el uso de la patrona, y expuestos a las correrías irrespetuosas de las pulgas matreras, que pasan su vida viajando de los perros a sus dueños y de éstos a los perros, hasta encontrar algún benévolo forastero que, a pesar suyo, las lleve por ahí a tierras lejanas.

Ya una veintena de mates amargos y sabrosos, o no, que eran cebados por un muchacho roñoso—todo un maestro en el arte—habían pasado a mi estómago, haciéndome olvidar la fatiga y el cansancio, cuando las mozas y los mozos, que habían andado por ahí a salto de mata, ya más familiarizados con los forasteros, empezaron a dejar sus escondites poco a poco.

Ellos se acercaban serios y graves, nos daban la mano—a mí y a otros convidados desconocidos que estábamos como en asamblea, con el brazo rígido como si fueran a pegar una puñalada o a asigurar un ñudo, murmuraban algo que no se entendía y luego se sentaban en rueda, con toda simetría, tratando, a fuer de bien criados, de colocar los pequeños bancos de una cuarta de alto y formados por un trozo de madera pulido por el uso y las asentaderas, y con las cabeceras llenas de pequeños cortes producidos por el cuchillo al picar el naco, de modo a no dar la espalda a nadie.

Y allí se quedaban con las piernas dobladas y el cuerpo encogido en esa posición en que se encuentran las momias incásicas en sus urnas de barro, pintarrajeadas.

Más allá, parados, con los pies cruzados, un pucho coronando la oreja, medio perdido entre una mecha rebelde que se escapa del sombrero descolorido y ajado, están los gauchos pobres y menos considerados, con sus chiripás rayados, sus camisetas de percal y sus rebenques colgados en el mango del facón, atravesado en la cintura y que asoma por sobre el culero fogueando por el lazo o por bajo el tirador, cuando más sujeto por una yunta de bolivianos falsos.

Ellas, las mozas, venían en grupo, disimulando su turbación con una sonrisa y haciendo sonar sus enaguas almidonadas y sus vestidos de percaltiesos a fuerza de planchado y que cantaban alegremente al rozar el suelo.

Se sentaban en hilera, graves, por más que la alegría les rebosaba; se ponían serias, pero la risa les chacoteaba entre las pestañas largas y crespas, jugueteaba sobre sus labios y se arremolinaba, allí, en las extremidades de la boca.

Pronto la conversación se hizo general, la fuente de pasteles se puso al alcance de las manos y la familiaridad comenzó a desarrugar los ceños adustos y a alejar las desconfianzas.

Más mozos y más mozas continuaron llegando, y de recepción en recepción y de pastel en pastel, fuimos alcanzando a la noche, que era la aspiración de todos.

Al fin llegó y con ella los guitarreros, que eran tres: un viejo tuerto—verdadero archivo de cicatrices—y dos parditos, que eran sus discípulos, los voceros de su fama y futuros herederos de su clientela en el pago.

Se colocaron los bancos en rueda, destinado el frente que daba al rancho—sitio de honor—para los guitarreros, para las mamás y para los mosqueteros de más consideración; luego seguían las mozas que entrarían en danza y la turbamulta de mirones y de asistentes.

El bastonero, que era dueño de casa, se situó en un punto cómodo para abarcar el conjunto y hacer la designación de parejas con la mayor estrictez, y mientras se acordaban las guitarras, empezó a estudiar la concurrencia para—con conocimiento de causa—poder hacer combinaciones que pudiesen satisfacer las aspiraciones de todos: enamorados-bailantes y bailantes solamente.

¡Cómo latía el corazón, en la esperanza de que fuera la moza de su simpatía la que le tocara a uno en aquel reparto de beldades, que duraría lo que durase la pieza!

¿Conmover al bastonero con una súplica? ¡Pero si eso era un sueño irrealizable!

Un criollo bastonero era inconmovible, y, sobre todo, tenía demasiada admiración por las elevadas funciones que desempeñaba para entrar en familiaridades con nadie.

¡Baste decir que ni a sus sobrinos tuteaba en esos momentos, por no rebajar su autoridad!

Organizadas las parejas, sonaron las guitarras, y se dejaron oír los acordes de una polka en que trinaban las primas y las segundas, y no tanto destinada a ser bailada cuanto a demostrar la habilidad de los ejecutantes: era como un punto de atención echado por el viejo guitarrero.

Los mocetones más empilchados y ladinos fueron los que debutaron. Metidos en sus grandes botas de charol, con el taco como aguja y con todo el frente bordado, daban vueltas pretenciosas de elegantes, pareciendo muñecos movidos por un mismo resorte, tal era la precisión con que seguían el compás que el máistro marcaba con la cabeza.

El bastonero—para satisfacción de las mamás, que se le dormían a los pasteles y al mate, agrupadas alrededor de los guitarreros—circulaba entre las parejas, diciendo cuchufletas y haciendo con su frase sacramental—¡que se vea luz, caballeros!—que las aproximaciones no fueran más allá de lo lícito y honesto.

Concluida la polka, las parejas se deshicieron: las mozas, después de sacudirse las polleras para quitarles la tierra, tomaron asiento y comenzaron a torcer sus pañuelos, a sacarse mentiras o a alisarse el jopo, para dar ocupación a las manos, que ociosas les incomodaban, mientras los mozos volvían sonrientes a nuestras filas, de donde el bastonero los sacaba de uno a uno, para hacerles probar de cierta caña con cáscara de naranja, que tenía reservada para los preferidos.

Volvieron a sonar las guitarras, haciéndose oír un rasgueo, alegre y armonioso; era un gato que se bailaba solo de puro sentido y bien tocado.

Dos parejas salieron al medio de la rueda. La segunda, que era puramente decorativa, pasaba desapercibida: la primera era formada por un mocetón de color bronceado—vistiendo amplio chiripá de grano de oro, caído hasta el taco de la charolada bota de campana, camiseta de merino negro tableada, pañuelo volador de seda punzó, sombrero chambergo de felpa con un barbijo lleno de borlas que le castigaban la nariz y la barba—y por una moza, no mal parecida, que lucía entre el cabello negro, lustroso, un ramo de fragantes claveles rojos y que indudablemente era la consentida del mocetón.

Debutó él con un saludo y luego con un zapateado en que lucía todas las gracias de sus pies adiestrados, siguiendo al mismo tiempo el compás, mientras el guitarrero se desgañitaba, gritando con voz gangosa: "¡salta la perdiz madre!" y ella, la consentida, se hacía la que huía de los ataques del animalito que era empecinado y la seguía, haciendo resonar el suelo con el acompasado golpeteo de sus pies.

Iba a terminar la pieza, cuando de allá de la última fila de mirones y gauchos pobres salió una voz que dijo ¡barato!, mientras avanzaba a reemplazar al mocetón—que parecía ceder su puesto de mala gana—otro, que era su rival y que, aunque más despilchado, tenía la habilidad de cantar y no dejaba de ser famoso en el pago.

Su aparición fue aplaudida, y la muchacha, encendida, se remilgó y trató de lucir toda su gracia al que le daba tal prueba de distinción.

Cuando llegó el momento del canto, moduló con voz llena de dulzura, aunque emitida por la nariz, unas coplas llenas de sentimiento en que había una que envolvía todo un piropo, que venía como de molde:

¡Las muchachas bonitas

Son perseguidas

Como la azucarera

Por las hormigas!

Y remató su canto con un escobilleo que arrancó voces de admiración: los pies se movían con tal presteza, mientras el tronco permanecía recto, que era imposible seguirlos con la vista.

La muchacha volvió a su asiento, y el mocetón quedó gozando de su triunfo, orgulloso y satisfecho.

La caña hizo su aparición, llevando la alegría a todos los corazones, y los guitarreros, después de tocar un triste, en que palpitaban todos los anhelos de un alma enamorada, comenzaron a puntear un pericón con todas las reglas del arte.

Salieron las parejas al centro, elegidas con cuidado por el bastonero, entre los mozos y mozas de más fama.

Hicieron la demanda, algo como la primera figura de la cuadrilla—con mucho garbo y donaire, rivalizando ellos en gravedad y ellas en sonrojo—y vino el alegre que permitió a un aficionado, mientras las dos parejas valsaban, lanzar su nota quejumbrosa:

Las estrellas en el cielo

forman corona imperial.

Mi corazón por el tuyo

Y el tuyo ¡no sé por cuál!

Y concluyeron su danza con el cielo—pasadas las peripecias de la cadena—en que los bailarines coronaron su esfuerzo, haciendo castañetear los dedos al compás de la música y con gran habilidad, mientras las guitarras gemían con un vals lleno de sentimiento y armonía de esos que, según la expresión consagrada, levantan de los pelos.

Y tras el pericón vino un triunfo, donde se floreó aquel que fue héroe en el gato y que endilgó estas indirectas a su moza:

Dicen que las heladas

Secan los yuyos,

¡Ansí me voy secando

De amores tuyos!

¡Este es el triunfo, madre

Dueña del alma;

Más quiero dulce muerte

Que vida amarga!

***

¡Ni aunque todos se opongan

Los doloridos,

No hay dolor que se iguale

Al dolor mío!

¡Este es el triunfo, madre,

Dame la muerte,

Dámela despacito,

No me atormente!

Y así siguió toda la noche la jarana, mientras la caña circulaba y los corazones anhelosos se buscaban, tratando de fundir en una sola todas sus aspiraciones.

Con los primeros rayos de la aurora se pensó recién en poner punto final a la fiesta, y los guitarreros echaron el resto en una hueya de aquellas donde se oyen quejidos y risas, donde se ven lágrimas y alegrías, verdadero reflejo del carácter de nuestro gaucho.

Las guitarras comenzaron a vibrar, mientras uno de los cantores gemía con voz gutural:

¡Por una ausencia larga

Mandé sangrarme,

Hay ausencias que cuestan

Gotas de sangre!

***

¡A la hueva, hueya,

Hueya sin cesar,

Abrasé la tierra

Vuelvasé a cerrar!

Y tras la hueya, la concurrencia comenzaba a despedirse y a dirigirse al palenque—unos en busca de sus pilchas para dormir por ahí, en cualquier parte, otros para tomar sus caballos y buscar su rancho, solos o acompañando a alguna de las damas que, llevando en ancas a su mamá, volvía al suyo,—cuando de repente un tropel de caballos despertó los ecos del campo dormido, y coreado por ruidos de latas, pasos precipitados, ladridos de perros y ayes acongojados de las mujeres asustadas, resonó estentórea una voz vinosa que, dominando aquel desconcierto, nos dejó como clavados en el puesto que cada uno ocupaba.

—¡Alto a la polecía!... ¡No se mueva naides!

Vino el dueño de casa y se acercó al que gritaba, que no era otro que el sargento de policía que andaba de recorrida:

—¿Qué busca, mi sargento, por estos pagos? ¿En qué le podemos servir?

—¡En nada, amigo!... ¡A ver, caballeros, formensén en ese limpio: vamos a revisar las papeletas!

Cinco de los presentes carecíamos de semejante documento y algunos de ellos, como yo y el que después fue el cabo Minuto, que murió en los Corrales en 1880, ni habíamos oído hablar jamás de tal requisito que debieran llenar los ciudadanos.

¿Quién se iba a ocupar en enseñarnos las leyes?

¿Con qué objeto?

¡Ya se encargará el castigo de probarnos que no era bueno desobedecer los mandatos del Gobierno!

Excuso decir que hasta sin despedirnos del dueño de casa abandonamos el viejo rancho bamboleante, rodeados por la partida y montados de dos en dos en mancarrones inservibles a cuyas piernas hubiese sido una locura confiarles una esperanza de salvación.

¡Los fletes nuestros y nuestras pilchas mejores, serían la presa de los piquetanos que nos habían cazado como a chorlos!

¡Ahí quedaban entre sus garras hambrientas!

Siempre he pensado, después, que estos procedimientos son el origen de ese odio ciego, de esa invencible antipatía que los soldados de línea sienten por las policías rurales, y que los hombres observadores no alcanzan a explicarse.

¿Trata uno de cobrarse las prendas tan injusta como infamemente arrebatadas en un momento de desgracia?

Puede ser...

El hecho es que cada vez que se ve una chaquetilla de infantería puesta sobre un pantalón particular, un sable golpeando sin gracia las canillas de un compadrito y un kepí con vivos colorados jineteando sobre una chasca enmarañada y estribando en los cachetes por medio del barbijo roñoso, el alma se subleva: uno recuerda los primeros dolores y las primeras humillaciones, y, por las dudas, pela el machete para vengar, si no los agravios de uno, los de aquellos que más tarde han recorrido el áspero sendero.