Cuentos de Fray Mocho

La caza del cóndor

Una hora hacía por lo menos que callaban nuestros fusiles y, sin embargo, los cóndores, desconfiados como coyas, revoloteaban todavía alarmados. Los pocos que se habían asentado en la falda del lejano cerro frontero, se paseaban parsimoniosos y serenos, aunque evidentemente inquietos, a juzgar por el movimiento de sus calvas cabezas rojas y por la presteza con la que ensayaban tender el vuelo cuando un ruido insólito llegaba a sus oídos o un detalle sospechoso velaba la nítida visión de sus ojos claros y penetrantes, que atisbaban, sin parpadear, la entrada de las grutas misteriosas y la sombra traidora de los peñascos o del medroso malezal. Recogida sólo a medias el ala diligente, caminaban ceremoniosos y graves, erguida la cabeza descubierta, como enlutados caballeros medievales, que en justa de apostura lucieran su garbo y su donaire. Cada vez que se detenían, estirando el cuello, como ansiosos de recoger en el oído, para descifrarlo, el enigmático lenguaje con que les hablaba el monte y la llanura, parecía que tal no hicieron, sino mutuas cortesías reverentes: la tizona, obediente a la presión de la mano sobre el pomo, alzaba en la contera la extremidad del manto caballero, las gotas ondulaban con coquetería y las espuelas chirriaban acompasadas. Y desde el ras del suelo hasta donde el ojo alcanzaba en el infinito azul, se les veía: ya escoltaban rápidos y nerviosos la blanca nube pasajera que impulsaba el viento, o ya, sin batir el ala, describían un círculo fantástico sobre la masa oscura de las sierras, cruzando juguetones las anchas fajas luminosas en que el sol reía placentero.

–¿Usté cre que sólo le malicea a la oscuridá, señor?... ––dijo, con su acento característico, el viejo gaucho cordobés que nos acompañaba––. ¡No crea!... El cóndor es un pájaro muy astuto... Desconfía más del sol que de la sombra, y aunque puede mirarlo sin pestañiar, se le hace que a contraluz s’escuende un enemigo, y por eso pega la vuelta pa ver de todos laos... Sabe qu’el hombre es artero y que se lo ha de madrugar si le da un cabe...

–Pues si todos dan el cabe que han dado éstos, los cóndores morirán sólo de viejos.

–¿Ha visto cómo le matrerean al plomo, señor? Y eso que las balas son pa’l cuero d’ellos como son pa’l mío estas espinas de amor seco... Lo que les dentra lindo es el cuchillo...

–¡Cómo no!... Y el dedo en el pico les ha de entrar mejor... quizás.

Y convinimos, después de mucho conversar y sostenerme el viejo que “pa cazar el cóndor más valían las mañas que los fusiles”, en que al día siguiente cazaría para mí un cóndor vivo y que si ello sucedía, yo cambiaría su posición con cincuenta pesos.

–Cácelo ahora. ¿Para qué esperar hasta mañana?

–Hay que hacer aprontes, señor... y además, el cóndor en ayunas no es tan fortacho... Al finao mi padre, qu’era de la gente de antes, cuando no había aquí en las sierras rifles de largo alcance como hay aura, le gustaba cazar los cóndores a mano... a lo indio... y sabía obligarlos a suicidarse...

–¿Y usted no le aprendió la receta?...

–¡Vaya!... ¡Y cómo no?... ¡Si es facilísimo!... No hay más que decirles una palabra en la oreja y ya’stá... Mañana de mañanita lo verá...

Y al día siguiente tuve ocasión de presenciar, asombrado, el extraño espectáculo de una lucha singular entre la astucia y la fuerza, en aquel vasto escenario de las sierras, que alumbraba el sol naciente.

Llegamos a una quebrada pintoresca y dimos con un viejo mancarrón que pastaba tranquilo, dicurriendo goloso entre el perfumado pastizal serrano.

–¿Ve?... Ese mancarrón, señor, me v’a servir pa carnada... ¡Ya verá cómo cáin los cóndores al olor de la sangre y cómo los asonsa la gasusa’e la madrugada, castigada por la vista’e la grasita!

Entre el viejo y sus dos hijos degollaron al mancarrón inservible, le abrieron el cuerpo, extrayendo las vísceras, para dejar una buena cavidad, y le quitaron a medias la piel, tapando con ella, arrollada, la entrada de aquélla, entre la cual se deslizó el cazador, diciéndonos mientras se acomodaba, disimulando su presencia:

–Aura, vayansén pa la cueva que los muchachos conocen, y abra el ojo, señor, ¡pa ver una cosa linda!... ¡Escuendansén bien, che!... ¡Ya saben los linces que son estos condenaos... y apurensén pa’yudarme conforme me vean parao!... ¡Voy a cazar el más grande!

Apenas estábamos instalados en nuestros escondites, cuando apareció en el cielo un enjambre de puntos negros, que a medida que avanzaba iba aumentando en volumen y en cantidad: parecía que los cerros enteros, desmenuzados, volaban en círculo. Ya venían apresurados, batiendo el ala con presteza, o ya, serenos y como inmóviles, se detenían sobre el punto donde yacía el mancarrón y descendían rápidos a posar la garra acerada sobre el desmedrado costillar, o peleaban dos rivales, rezongando, por adueñarse de la cabeza, que parece ser bocado suculento, mientras otros hacían presa en las vísceras sangrientas y se las repartían a tirones. De repente un ruido formidable apagó los roncos graznidos entrecortados, se oyó un soplo de huracán, y al correr hacia la res, vimos al enjambre gigantesco aletear desesperado para alzar el vuelo, impulsando el cuerpo remolón mientras, allá, sobre el costillar casi pelado ya, forcejeaba por escapar a las manos hercúleas que sostenían sus patas negruzcas, un cóndor enorme, que el viejo cordobés sujetaba, sin salir de su escondite, temeroso a las injurias del pico sanguinario.

Pronto los mocetones hicieron presa en el cuello y en las alas, y con grave escándalo del enjambre que voltejeaba graznando sobre nuestras cabezas, quedó el cóndor estaqueado.

Era un magnífico ejemplar que hedía a carroña y cuyos ojos fulguraban iracundos...

–Ya ve, señor, como más valen las mañas que los fusiles... Y es grande el condenao... Con razón por poco no me levantaba...

–¿Sabe que esto se llama hazaña, viejo?...

–No tanto, señor... pero los muchachos no hacen esto todavía... Y aura lo hagamos suicidarse a este roñoso... ¿no le parece?

Sacó el viejo una lesna del bolsillo de su tirador y al propio tiempo que traspasaba con ella ambos ojos del enorme pájaro de presa, los mocetones lo largaron... Corrió un trecho, graznando de dolor, y luego se remontó casi recto, siguiéndole nuestra vista entre el enjambre de sus compañeros, que revoloteando en círculo lo rodeaban curiosos, pero que él no atendía, y así se perdió en el infinito azul...

–No crea que v’a dir lejos... Aura, lo que se vea ciego, se descuelga desde las nubes a cuerpo muerto y se destroza sobre las piedras...

Y así fue. De repente lo vimos caer pesadamente, allá, en la lejanía brumosa de los cerros desiertos.