Cuentos de Fray Mocho

Notas de Viaje

En mi Pueblo

Recostados en la borda del vapor mirábamos las barrancas del Fray Bentos, y el ilustrado conferencista italiano, que era mi compañero de viaje y que conmigo volvía del Alto Uruguay entusiasmado con los cuadros inimitables con que la naturaleza había deslumbrado nuestros ojos, ensayaba por la quinta vez una conversación que no prosperaba.

–¿Qué mira?...

–Nada... ¿ve, allá lejos, adonde parece que se juntan aquellas dos líneas oscuras que cierran el horizonte?... ¡Bueno!... Pues sabrá que esas líneas no se juntan y que ahí, frente a ese gran manchón de luz que reverbera sobre el agua peleando con la sombra costanera, se abre cancha entre ceibos y espinillos, festoneado de juncos y de achiras, un arroyo pintoresco y que a orillas de él en un recodo precioso celebrado por prosadores como Sarmiento y poetas como Andrade y Gervasio Méndez, se halla el pueblo donde nací...

Y el ilustrado extranjero, templándose en mi tono, repuso:

–¡Hombre!... Yo nunca he pasado cerca de mi aldea sin emocionarme... La veo chiquita, con su caserío despintado y con sus calles tortuosas y polvorientas, pero me parece tan grande y tan linda... A uno le sucede con la aldea como con la novia...

–¿Cómo se llama su pueblo?

–Gualeguaychú...

–¡Salute!... ¿Y es grande?

–¡Tanta grazie!... Un puñadito de casas, pero los de allí creemos que son un puñado, y cuando fechamos una carta en el pueblo ponemos solamente Gchú, que es una abreviatura del nombre, pues sabiendo que es una ciudad importante nos parece que no debe haber nadie que no la conozca... Mi pueblo es un pueblo raro, che, y hasta podría decirle que es una curiosidad. Las casas parecen que brotaran del bañado que lo circunda, pero no brotan; el arroyo es caudaloso y parece que fuera navegable, pero no lo es, porque un banco de arena le cierra la boca con gran desesperación del vecindario; los habitantes parecen que fueran serios y graves, pero la risa les hace cosquillas, y el espíritu bromista lo encontrará usted traducido en las enseñas del comercio, que son verdaderas joyas de contrasentido, y en las veletas que coronan las casas, pues hay tantas que constituyen otra peculiaridad, llegando a hacer creer que es allí preocupación del público saber todos los días de qué lado sopla el viento... ¡Vea! Allí hasta el nombre chasquea; acabo de pronunciarlo y usted creyó que le había atado un estornudo a la cola...

–Pero... qué ¿no estornudó?

–¡No me embrome, che! Yo no sé jugar con las cosas de mi pueblo...

–¡Gua-le-guay-chú!... Parece un rompecabezas el nombre.

–¡Parece... pero no lo es! Su paisano Mantegaza cita a mi pueblo en su Filosofía del Amor, diciendo que en sus alrededores observó una escena entre dos caranchos, que lo conmovió por su ternura, y sepa, sin embargo, que esos pájaros son el símbolo de la crueldad y del egoísmo, y que son golosos de los ojos lindos y que en Gualeguaychú abundan éstos como las aromas y las mosquetas... Pero, no toquemos este asunto “es pa pior”, como decía Jesucristo según el cuento salteño.

Y allá nos fuimos ambos río arriba y cuando nos encontramos en mi caserío nativo, el día nos fue corto ––a él, para comprobar mis aserciones por propia observación, y a mí para rememorar la lejana niñez y evocar aquella mi vida de muchacho callejero y mataperros, o de adolescente soñador y pretencioso.

En una callejuela suburbana, frente a un viejo cicutal que rodeaba dos higueras arruinadas ––un tiempo mi gimnasio y hoy seguramente el de otros desarrapados de mi estofa–, esperaba la hora de su derrumbe la azotea centenaria donde estaba la escuela.

Y sin quererlo me colé por la puerta desvencijada y eché la vista adentro.

Allí estaba el maestro con su cara grave seria como la de un personaje con proyecciones en la historia, con el brazo armado con la tiza, y más allá, la muchacha desgreñada, descalza y cara sucia, como en mi tiempo, con los calzones a medio sostener por un tirante y con la bolsa de cotín suspendida a un flanco y que a la vez que arma de guerra era continente de cuadernos borroneados, de gramáticas y catecismos desencuadernados y de pizarras de bordes carcomidos por las contingencias de la vida.

En este momento repetía su eterno problema: “Diez cajones de velas, a un peso cada cajón.. ¿cuánto importan?” y arrastrado por mis recuerdos escolares contesté maquinalmente como en mi tiempo lo hacía, y hasta con el tonito con que deben contestarse esas preguntas: “Diez cajones de velas a un peso cada cajón, importan diez pesos...” Oigo todavía la risa de la muchachada y la cara de asombro del viejo maestro, que no reconociéndome como a uno de los calculistas de su fabricación, me tomó por un bromista callejero y me señaló la puerta con ademán colérico, mientras llamaba al orden a sus discípulos dando palmadas sobre la mesa.

Al pasar por un rancho sin revocar, flanqueado por el cerco de palo a pique cuyos intersticios rellenaban jazmines y mosquetas, y ver la ruinosa ventana del mojinete, que aún luchaba por no abandonar el muro agrietado, algo como una brisa perfumada me acarició: allí estaba mi novia de los quince años, y la veía en la alta noche luminosa mirándome por el postigo entreabierto, mientras yo, pisando en un ladrillo saliente, que aún persiste, pulsaba mi guitarra decidor. Busqué con la vista a la chinita que tan cruel fuera conmigo y con ella misma y la encontré como siempre, sentada bajo el naranjo secular que sombrea su patio, rodeada de claveles y alelíes que desbordaban de los mohosos tiestos alineados; pero no era ya aquel botón de rosa que tanto codicié...

Jugaba distraída con su pichicho favorito y me miró, al pasar, indiferente... la pobre china gorda y olvidadiza.

Caía la tarde ––la poética tarde de mi pueblo, que nunca he de olvidar–– y fui a visitar en su despacho al señor jefe político, y, como es natural, no lo encontré. Sentéme en un viejo sillón de damasco punzó, que conocía desde la infancia como perteneciente a un moblaje regalado por Urquiza en tiempos casi históricos, y lo hallé a él y a sus coetáneos, que adornaban la sala, gozando de salud precaria, pero viviendo todavía. Por la ventana entreabierta miré hacia la plaza y vi en su lugar aquellos bancos tan viejos como el pueblo, el paisaje y las casas que la rodeaban: todo parecía petrificado. Mi imaginación retrocedió treinta años y evocó la figura de los vecinos más respetables. Ninguno faltó a la lista y todos estaban en sus asientos preferidos, hasta sin cambiar de ropas. De repente, una música que parecía venir desde muy lejos llegó a mis oídos, y al mirar por la ventana, vi alineada en la vereda tocando la retreta, aquella banda que hizo mis delicias durante las serenatas callejeras: allí estaba el negro lechuza con su rodoblante legendario, el bombardín Pascualetti, el pistón Andresito y los cobres abollados que gemían de memoria el “Sueño de un Jazmín”, mestizado con algo de “La Ganga”... Y sentí frío ante aquellos vecinos y aquellos músicos que, según mis cuentas, debían ser difuntos, y, sin esperar al funcionario policial –que temí fuera otro trasgo–, me encaminé al hotel en busca de mi compañero.

–¡Hombre!.. ¿Sabe que tenía razón?.. Su pueblo es el pueblo más raro que he conocido. Me he encantado recorriendo las calles y mirando las enseñas del comercio y las veletas que adornan los edificios... Este es el país de los simbolistas y de los contrastes estupendos, y cada una de esas figuras de lata que sirven de enseña es un poema humorístico de sabor original. Sobre una sombrerería hay una gran chancha pintada de azul y debajo, con letras amarillas, dice: “A la cotorra Calavera. Se planchan sombreros de felpa y se achican.” Le pregunté a un señor que se detuvo a mirarme cuando yo copiaba el letrero y lo gozaba a mis anchas el significado de la palabra “achicar” y me contestó con aire de asombro que quería decir “empequeñecer el diámetro de los sombreros de felpa”, para que pudieran usarlos los herederos cuando habían sido más grande que su cabeza la de los causantes; y agregó, como por vía de ilustración, que “en Gualeguaychú se conservaban con respetuoso cuidado algunos sombreros de felpa que habían brillado con el sol que alumbró al los libertadores”.

Enfrente de esta enseña se ve otra formada por un vasco fumando su pipa y calzado con alpargatas: señala una “Peluquería del Gran Napoleón” y mira a un indio en actitud de disparar su flecha, a cuyos pies se lee: “En esta botica se despacha también de noche.” En una cajonería fúnebre hay un avestruz de lata que tiene una expresión risueña, y en un almacén de comestibles: un indio descansando en su maza y con las piernas cruzadas contempla a una mujer que, soplando en un largo clarín, brota del techo de una carbonería... He visto también un ciervo sobre una tienda titulada “La Joven Italia”, una tortuga roja sobre una empresa de mensajería llamada “La Rápida”, un gallo sobre un almacén de música y una estrella arriba de una zapatería, como diciendo que el que calza allí ve la marca de fábrica en todas partes y a todas horas; y este hotel en que estamos se llama “del Vapor” y su enseña es un cazador disparando su escopeta y mirado con estupefacción por un perrito rengo... ¡y por un puñado de angelitos que salen de entre una bota!

–Mire, amigo.. este pueblo es un canto a la risa y sus hijos deben impedir que el espíritu modernista le quite su cómica expresión risueña... Vea el letrero que he copiado en el gran almacén de “El Pobre Diablo” : “Se venden clavos, tachuelas y otros comestibles.”

–Eso no es nada, che. Mire hacia el oeste, por esta calle en que nos hallamos ¿qué ve?

–Un paseo público... ¡Que lindo efecto! Parece una decoración de teatro imitando un paisaje de montaña...

–Bueno. Otro chasco. Parece un paseo público, pero no lo es: ¡Ahí está el cementerio, donde debían descansar los habitantes muertos!

–¡Ah!... Que no lo usan...

–Sí... lo usan para enterrar a los niños que mueren o alguno que otro extranjero que no se ha aclimatado todavía... Mire. Usted lo creerá o no lo creerá, pero es cierto: persona que llega a cumplir cincuenta años en esta localidad no muere más. La gran curiosidad local es esa islita que hay frente al muelle: es un lugar obligado desde 1848 en que la estrenó Urquiza para celebrar los banquetes de resonancia, aquellos raros que se dan a algún personaje de campanillas que llega y del cual esperan algún beneficio los del pueblo, aunque sepan que si el tal es conterráneo les prometerá el oro y el moro mientras come y después no les dará ni las gracias, y desde entonces es tradición en Gualeguaychú que el honor más grande que se puede discernir a un mortal en el mundo es darle “un banquete en la isla”.

–¿Y a usted le han dado alguno?

–¿A mí?... ¡No faltaba más! Ni siquiera me han convidado para asistir a los pocos que se han dado desde que yo tengo memoria. ¿Qué cree usted, che, que son los banquetes en la isla?...