Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

VI

EL TUFO PORTEÑO

Se había extinguido la última chispa de aquel incendio que, comenzando en la Plaza de la Victoria se propagó por toda la República y estuvo a punto de hacer revivir las épocas de barbarie que el tiempo y la civilización habían muerto en nuestra patria, y auras de paz y de progreso corrían desde Jujuy hasta el Estrecho y desde los Andes al Atlántico.

Cumplido mi servicio, pulido mi espíritu hasta donde me había sido dado lograrlo y ansiando mezclarme al mundo de Buenos Aires, que hervía a mi alrededor y me atraía como atrae siempre lo desconocido, pedí mi baja y me separé del 6º; como quien dice, dejé mi casa, y en ella todos los halagos de mi juventud, todas mis afecciones de la vida.

Con mi baja en el bolsillo y con una carta de recomendación de mi coronel, me presenté al señor don Marcos Paz, que era entonces él Jefe de Policía, en su despacho del Departamento viejo, que ocupaba lo que hoy es la Avenida de Mayo, frente a la Plaza de la Victoria.

¡Cómo palpitaba mi corazón al encontrarme en el vasto salón, cuyas ventanas se abrían hacia la plaza, en el cual yo contemplaba el hervidero de gentes que me atraía!

¡Oh!... ¡Cuánta ilusión durante las largas horas de espera!

Aquellos hombres que pasaban afanosos, secándose el sudor de sus frentes, aquellos que con un cigarro en la boca caminaban despreocupados y tranquilos, yo los conocería en mi hora, yo sabría de las pasiones que los movían y de las esperanzas que los alentaban.

Y alguna, quizás, de esas preciosas mujeres que como en un relámpago pasaban en sus coches lujosos, deslumbrando mi vista, estaba destinada a apartarse conmigo, allá, a una casita lejana, en cuyo umbral modesto irían a morir sin rumores las olas tempestuosas que me azotaran en las horas de lucha.

Y luego mi vista recorría con asombro los muros del despacho, empapelados de color granate; los muebles tallados de los cuales no tenía la menor idea, y comparaba aquello—que yo creía la última expresión del lujo—con el destartalamiento de la carpa del coronel que, a nosotros, nos parecía suntuosa.

¡Era el punto de comparación que teníamos para darnos cuenta de la magnificencia de los palacios encantados que en sus cuentos nos describía el trompa Gareca, aquel viejo veterano que recibió el Sol del Ecuador a las órdenes de San Martín, que fue asistente del general Paunero en la guerra del Paraguay y que hoy duerme el sueño del olvido en las soledades de Las Manzanas!

Cayó durante uno de aquellos combates homéricos del general Conrado Villegas, con el bravo Namuncurá, y allá se quedó... como se han quedado tantos—modestos y oscuros, de esos que cumplen el deber por el deber y a quienes los eunucos de la acción y del pensamiento les llaman soñadores porque no pusieron, sobre todo, las exigencias de la bestia,—sin que la patria les recuerde, por más que le consagraron lo único que poseían: ¡la vida!

De repente me sacó de mis sueños y contemplaciones la voz del ordenanza, quien tocándome en el hombro, me decía:

—¡Ahí está el jefe!... ¡aproveche!