Cuentos de Fray Mocho

El hijo de doñ'a Amalia

Alertearon los chajás y los teros, cuando aparecimos en la orilla del bañado, y a medida que su voz rodaba de mata en mata, perdiéndose en la lejanía velada por las sombras de la noche, tendieron el vuelo rumoroso las gallaretas y los patos, seguidos por la turba anónima, habitadora perenne del pajonal, y por las garzas silenciosas, que se alzaban como con pereza, recogiendo, ceremoniosas y coquetas, sus largas zancas, despedidas por el gruñido de los carpinchos y de las nutrias al azotarse la alarma.

El bañado entero pareció levantarse hacia las nubes, volando desmenuzado, y las víboras y los sapos amedrentados, suspendieron sus monótonos dúos y miraron con sus ojos inquietos el revolar insólito, signo evidente de próximo peligro.

Y guiados por ese instinto peculiar de los hombres de campo para tomar su rumbo, que mi compañero poseía en alto grado, alcanzamos al rancho entrevisto desde la linde del monte y en el cual pensábamos encontrar quien nos indicara el camino para salir al llano.

–Ave María Purísima...

–¡Sin pecao!... Dentren... que no hay perros.

–¡Mil gracias!... Más miedo le tenemos a las pulgas... ––refunfuñó mi compañero, mientras yo, estirando el pescuezo por la rendija que servía de puerta a la miserable vivienda, descubría una china vieja que, sentada en cuclillas al lado del fogón, revolvía lentamente una olla vocinglera.

–Ustedes perdonarán... pero estoy friyendo una grasita y no la puedo dejar...

–Siga nomás, señora... Esperaremos aquí afuera...

–¡Como gusten!... Los bancos están junto al mojinete u si no aquí, del lao de adentro, cerca’e la puerta.

Luego que nos sentamos y encendimos nuestro cigarro, dejando que el espíritu y el cuerpo armonizaran con la quietud apacible que nos rodeaba, exclamó mi compañero:

–Diga, señora... ¿Nos podría dar un matecito?

–¡Cómo no, señor!... Aura, lo que venga doñ’Amalia, los convidaré, si es que trai yerba.

–¿La cosa no es segura, entonces?

–¡Y qué va’ser, señor... Si el pulpero de la cuchilla le da un fiao que puede pedirle a cuenta de una pajita que tenemos cortada, haberá con qué, y si no, no!

La declaración no podía ser más categórica, y guardamos silencio hasta que, terminada la fritura, salió del rancho, limpiándose las manos en la pollera, nuestra desconocida informante, que luego de saludarnos comenzó a armar un fogoncito en el patio, confesándonos de paso que el pulguerío del rancho era una cosa bárbara y que daba miedo, sobre todo a la nochecita.

–¿Y tardará mucho su compañera con la yerba?...

–No ha de... Ahí siento el escarceo del petizo... Es un patrio viejísimo que mandó hace como cinco años el hijo de doñ’Amalia... el mayor González, que le llaman “conejito” por mal hombre...

–¿Qué me dice?... ¿Aquí vive la madre de “conejito” ?... ––dijo mi compañero con acento de asombro.

–¡Sí señor! Aquí vive, y es mi compañera... Quién lo diría, ¿no? ¡Un hombre así, que tenga a su mama d’este modo!

Y mi compañero, mirándome de soslayo, agregó como por vía de explicación endilgada a mí:

–Es el caudillo del pueblo y... candidato para el Congreso...

Como llegara doñ’Amalia y trajera en una pequeña maleta las provisiones esperadas y el agua estuviese hirviendo, nos colocamos al lado del fuego, que chisporroteaba alegre.

–¿Conque usted había sido la madre del mayor González?

–Sí, señor... para servirle.

La cara angulosa de la vieja china se transfiguró:

–¿Lo conocen a m’hijito?... ¡Pobre!... En el pueblo todos lo quieren y aurita nomás me decía el bachicha de la pulpería que tal vez lo hagan gobierno...

–No ha traido sal, doñ’Amalia, ¿sabe?... ¡Lindo vamos a estar!

–¿Y qué quiere, ña Martina?... El hombre no quiso dar...

–¡Mirá qué bolada!... Otra semana de guiso‘e bagre o de lagarto asao sin pisca’e sabor...

–¿Comen lagarto ustedes?

–¿Y sino?... Si es riquísimo, según dice doñ’Amalia, y nosotras cuando agarramos alguno estamos de fiesta... Aquí la carne es como la sal... ¡Cosa’e lujo!

–¿Y hace mucho que no lo ve al mayor González, señora?

–¡Cómo no!... ¡Mucho!... El pobre casi no se puede mover del pueblo, y yo, ya ve, acostumbrada a esta vida del bañao, tengo hasta pereza d’ir...

–Cómo no, doñ’Amalia ––dijo ña Martina indignada––, ¡Ust’es una mujer sonsaza con el muchacho ese!... S’está muriendo de hambre aquí, metida en l’agua pa cortar la paja y teniendo que vivir de bichos del bañao y él... ni se acuerda de su mama... ¡Y todavía viene a defenderlo!... ¡No diga!... ¡Ése no tiene perdón de Dios!... ¿Quieren creer que vez pasada la pic’un coral y que cuando vi que la contravíbora parecía que no hacía efeto, le mandé decir que se moría y ni siquiera contestó?

–Callesé, ña Martina, es mejor... –dijo doña Amalia, irguiéndose enojada–, cómo se conoce que no es madre!... Caramba con la compañera, que tiene una lengua de rastrillo. ¡Mirá, decir que m´hijito no se acuerda de mí, cuando hasta me mandó el petizo ese que muento, qu’es una alhaja, señor!

Una noche, meses más tarde, nos hallábamos en la Ópera con el compañero de caza, y como me constaba que no conocía a nadie en el mundo brillante que nos rodeaba, y notara la insistencia con que fijaba el anteojo en uno de los palcos bajos, le dije:

–¿Halla’lgo aquí que le guste más qu’el monte, compañero?

–Ya lo creo... Pero aura miraba’l “Conejito”, qu’es el nuevo diputado de nuestra provincia y qu’está aquí en un palco con varios amigos... Es el hijo’e doñ’Amalia, ¿se acuerda?... Aquella china del bañao que nos sacó cuando nos perdimos...

Miré hacia el palco y vi, lustroso y rozagante, un tape de edad mediana que miraba como distraído la sala resplandeciente, y me acordé del modesto fogón campero a cuya orilla una pobre china vieja chamuscaba la carne de un lagarto que sazonaría, a falta de sal, con buena voluntad y con cariño de madre.