Cuentos de Fray Mocho

¡Ojo por ojo!...

Nosotros, en la tertulia íntima, le escuchábamos con admiración y con respeto, deleitándonos con el relato de sus aventuras romancescas o con el chispear brillantísimo de su espíritu cáustico y mordiente.

–¡Buena cría la suya, che!... ¡Como si no supiéramos aquí lo qu’eran los entrerrianos! ¡Ustedes, en su tierra, amigo, nacen chairando el cuchillo!

–¡Miren al nene que se asusta porque tocan a degüello!

–¿Yo?... ¡Ya lo creo!... No me acuerdo de haber derramao jamás ni una gota’e sangre inocente... ¡Y cuidao qu’he visto trifulcas!

–¡Así decían los diarios de su tiempo! Todavía recuerd’un artículo...

–¡Vean! ¡Una cosa son los diarios, che, y otra cosa es la verdá!... ¡A no embromar vamos!... Les v’y a contar el único caso en qu’hice degollar un inocente... y quién sabe si lo era tampoco... ¡D’esto no se ocupan los diarios, les aseguro, y sin embargo fue tremendo!

Cruzaba una tardecita por esas sierras de Córdoba, que son com’una pintura, en derechera a los llanos. Iba’apurao y llevaba como escolta un escuadrón de puntanos qu’eran todos como cuadro... Ya casi al anochecer cáimos a un rancho serrano, d’esos que ya parece que se van a venir al suelo, pero que se aguantan, dejando pasar los huracanes como si no fuesen nada. No hallamos a la llegada más que dos chinas viejas y una chinita osequiosa, que me convidó con mate y qu’encontré tan donosa, así, a la luz del fogón... Parecía que las llamitas l’alumbraban con cariño, como queriendo besarla...

¡La gran perra!... Era linda con usura y tenía unos ojitos y un modito pa sónreir, que hacían como cosquillas, y después era graciosita en el andar... y picarita... Ni sé porqué se me metió en la cabeza que había d’estar resfriada y comencé a recordar una famosa receta que me dieron una vez para curar los resfríos... era una palabra en turco que había que decirle a l’óido a la persona atacada, sin que lo oyera ni el aire...

–¿Ust’está resfriada, hijita?

–No, señor...

–Que no, hijita... si eso se le ve en los ojos... Tal vez usté no lo sepa... viviendo aquí, tan solita...

–Tal vez, señor...

–¿No quiere que yo la cure?...

Y como me mirase sonriendo y me pareciera verle com’una expresión de travesura infinita en sus ojitos tan lindos y hast’en unos dos pocitos que se le hacían en la cara, me saqué un pañuelo’e seda que llevaba en el pescuezo y se lo puse en el d’ella, que me agradeció el regalo... sin decirme una palabra, pero con más elocuencia que si hubiese hablao en verso...

–¿Y adónde duerme, hijita, en esta casa tan chica?...

–Aquí no más, señor... Allí, en aquel rincón, tienden mi madre y mi tía, y yo en aquel otro... en que hay un catre’e guasca.

Y señaló pa un rincón que quedaba allá en lo oscuro... y que yo vi iluminao como la plaza Victoria... En ese momento, che, me llegaba de la sierra como a modo de un vientito con fragancia a flor del aire mesturada con poleo, con menta y con piquillín...

–Va’star fresquita la noche..., señor coronel ––me dijo la madre de la muchacha, que venía a cocinar, y empezó a’tizar el fuego...

–¡Así parece, hijita!... Y ustedes, ¿cómo viven tan solitas aquí... sin hombres? ¿No tienen miedo?

–¡Si hay hombres, señor!... Lo que tiene es que fueron a meliar... pero tal vez cáigan pa la salid’el lucero... Es mi marido, un hijo d’el y tres sobrinos... gente buena, señor... mejorando lo presente.

Comimos como se com’en los ranchos, medio en l’oscuro, y yo hice trair mi catre’e campaña. Las viejas me tendieron una cama qu’estaba llamando al sueño con sus sábanas de bramante, almidonadas al estilo’el pago...

–¿Y ya no le llegaba el olorcito a la menta mesturao con flor del aire?...

–Qué sé yo, che, estaba durmiéndome como cuzco en la ceniza... De repente me despertaron las viejas, que soplaban a compás y hasta me pareció que la chinita tosía... ¡Claro!... Me acordé de la promesa y quise salir del catre... ¡La perra con las sabanitas!... Empezaron a’cer ruido como si fuesen papeles, y como para remedio tenía que no ser sentido, me comencé a refalar, y en eso que fui a pararme, oigo balar un chivito y siento que me topaba las piernas, mientras una de las viejas le decía a media voz:

–¡Sosegate, capitán... que lo vas a dispertar al señor coronel!

–En la vida le han echao maldiciones más tremendas a ningún chivito guacho, que las que le’ché yo al condenao... ¡Tres veces tenté bajarme y tres veces el chivito me despertaba a la vieja, mientras oía a la chinita que hacía crujir su catr’entre dormida y dispierta!...

–¿Y por qué no se levantaba nomás? ¡P’cha qu’era mulita!

–¿No ve?... ¡Así son las cosas!... ¿Y el respeto, amigo, que tiene que tener por la madr’e las enfermas, cuand’uno anda’ciendo’e médico sin estar autorizao?... Derrepente se oy’un tropel y cayeron al rancho los meliadores, cargaos de carne y con unas fachas de forajidos... ¡Claro! Eran cuatreros mestizos de saltiadores.

–¿Y se quedó sin decirle a la chinita aquella palabra en turco?

–¿Y sino? Ya nos levantamos todos y empezó la churrasquiada, pero cuando al aclarar quise decir adiós, me dijo el dueño’e la casa:

–¿Por qué no lleva un asao, señor?

–¿Pa qué?... Hemos de hallar poblaciones...

En eso miré p’al rancho y vi al maldito chivito qu’estaba pelando un maíz, brotao por casualidá junto a un cardón medio seco.

–Más bien me llevo ese chivo.

Y antes que me arrepintiera ya’stuvo atao a los tientos y en camino pa los llanos...

¿Ven?... Esta es la única vez que yo hice derramar sangre... y... ¡caray!, ¡creo que fue con razón si se me juja como hombre!