Cuentos de Fray Mocho

Paisajes

Era una de aquellas tardes de los veranos de mi tierra, que al ser recordadas traen a la memoria los naranjos oscuros salpicados de estrellas blancas, con su cortejo olvidado de abejas zumbadoras y de tornasolados picaflores, el rasguido de la guitarra que preludia como ensayo el gemido anhelante que se exhalará en la noche al pie de la reja amohosada–guardadora aparente del honor mujeril confiado a sus barrotes por la candidez de algún olvidadizo de la vida–, el melancólico chistar de las tacuaras y chingolos y los últimos rayos de aquél sol que hizo las delicias del lagarto y que al irse se va tiñendo de violeta el cielo azul y la tersa superficie de arroyo que surcan veloces los patos en hilera buscando el boscaje de la orilla.

El calor había pasado; ráfagas de frescura venían a mí, trayéndome el aroma inimitable de los cercos florecidos y aquel perfume de los patios recién regados, donde tienden su manto luminoso las hojas de las parras.

Cerca del viejo brocal del pozo, que el verdín manchaba a su capricho, estaba el mozo y a su lado aquella cuyos ojos negros y rasgados eran entonces, para él, su único encanto.

Ambos, sentados en aquellas sillas de junco, de armazón casi rústica, tomaban su mate de la tarde, sazonado con la sabrosa plática cuyo fondo no iba más allá seguramente, de los acontecimientos del barrio, no por cierto abundantes ni socorridos.

Yo los miraba de lejos y vivía la vida de los recuerdos dulces y apacibles. Ella, morena y joven, vestida de blanco, con su busto cubierto por un pañuelo celeste, que contrastaba con el rojo de los labios, con el níveo relampagueo de los dientes al esbozarse una sonrisa y con el manojo de claveles, colocado como al descuido entre el pelo reunido en rodete, que parecía de azabache, se mantenía erguida, chupando el mate, sostenido por su mano regordeta a la altura del pecho, mientras la otra erraba sobre sus faldas jugando con el fleco del pañuelo.

Su oído y sus ojos estaban embargados por aquél que en esos momentos no veía picaflores ni azahares, ni escuchaba el canto de la brisa entre el cordaje de las madreselvas florecidas, ni miraba claveles ni sonrisas, ocupado en estirar las mangas de su saco y en alzarse el pantalón para salvarlo de ajaduras y dobleces. Era un tipito insignificante y pretencioso, con aires de dependiente de confianza, de perita, con una onda sobre la frente estrecha y deprimida y vestido con su traje dominguero que conservaba aún el sello del baúl en que dormía sueños de una semana, rara vez interrumpidos.

Aquella nota discordante en el concierto de la luz y de las flores me ponía nervioso, me exasperaba, y recuerdo que pensé hasta en la manera mejor de eliminarla y filosofé con rabia sobre la resignación y la paciencia de las mujeres lindas, que soportan a su lado, los miran y aún sonríen complacidas, a seres cuya presencia es un contraste chocante, como lo sería la de una oruga, de ésas que cuelgan su cesto allá en las ramas flexibles de los durazneros envueltos en la gasa rosada de su fluorescencia inimitable, sobre la curva graciosa de su pecho palpitante.

–¡Bah!... Y siempre que este cuadro ha venido a mi memoria, a través del tiempo, he tenido sobre mi labio, lo confieso, una palabra dura, expresión de un pensamiento dañino, para aquel dependiente endomingado que tuve la desgracia de ver en el cuarto de hora más dichoso de mi vida y que me persigue hasta el extremo de haberse hecho retratar en el más bonito cuadro que adorna el taller del pintor más colorista de Buenos Aires.