Cuentos de Fray Mocho

La yunta de la cuchilla

A medida que el galope de mi caballo me acercaba al rancho que ocupaba la comisaría, desmantelado y miserable a pesar de su carácter oficial, mis pensamientos se modificaban.

–¡Malo!... ¡Malo!... Rancho en que no se ve ni un arbolito y donde los postes del guarda-patio y del palenque lo han rajado en pie para quemarlos, no puede ser cosa buena... Mejor será quizás que pregunte por alguna pulpería del pago y me vaya a alojar en ella... Aquel tape barrigón que está debajo del corredor chupando su mate y mirando cómo le rasquetean el caballo, ha de ser el comisario...

–Buenos días le dé Dios, señor...

–¡Buenos!... Apéese si gusta, amigo...

–Mil gracias, señor... Vengo únicamente para preguntarle si no hay aquí alguna pulpería donde poder hacer noche...

–¡Cómo no!... ¡Che!... Rodríguez ––exclamó dirigiéndose al que rasqueteaba el caballo, que con su atuce en redondo, su cola al garrón y sus uñas recortadas con coquetería, estaba indicando a las claras que era parejero de comisario, o lo que es lo mismo, pingo que no perdía carrera a no ser que al dueño afortunado le conviniese–. ¿No t’he dicho que no me lo rasquetiés así con mil demonios o tenés ganas de dir a parar al cepo?... ¡Avisá si te anda pidiendo el lomo!... ¡Sí, señor!... Allisito, en aquella cuchilla, hay una pulpería de unos gringos... pero es una yunta de desconfiarle... Ya se ha’blao de sus pasajeros desaparecidos y son cuatrerísimos y como zorros pa las gallinas ajenas... Así también v’a ser la cepiada si yo los agarro en una... ¡Che!... Rodríguez! ¿Cuál de los dos gringos de la pulpería es el que dicen que se comió una familia en Italia?

–¡Parece que fue el grandote... comisario! Del otro, del petisito, también se dice qu’está condenao a muerte, pero nosotros no tenemos requisitoria de ninguno.

–¿No ve, señor? Es’es el escribiente’e la comisaría y conoce el pago mejor que yo, que recién he dentrao a este servicio... ¡Che, Rodríguez!... ¿Ese caballo está entumido, me parece... ¿A ver?... ¡Hacelo andar!... ¿Afloja una pata, che... o es ilusión mía?... ¡Ah! ¡No es nada!... ¡P’cha que le tengo miedo a un calambr’en esta carrera!... ¡Che... Rodríguez!... ¿Querés un mate?

–¿Y podré encontrar un alojamiento en la pulpería... señor?

–¡Che... Rodríguez! Este señor pregunta si podr’hallar alojamiento en la pulpería... ¿Qué te parece?

–¡Cómo no!... Los gringos saben tener catres pero están hirviendo en chinches... Que haga que le tiendan cama en la carretilla e manos... En cuanto les pida eso, ya van a ver que v’alecionao y conociendo la casa u que, por lo menos yo sé que allí pernotó...

Las noticias no eran halagadoras y al despedirme del comisario y de su adlátere y seguir al trote por la sendita que cruzaba el cardal naciente, iba pensando en la espeluznante biografía de la yunta. No me asustaba por cierto, el dato relativo a las gallinas ajenas, que me imaginaba asadas con maestría campesina, pero sí lo otro y procedí como me habían indicado.

–No tengá miedo, siñor, de las chinchas... Sun macana d’esu Rodrigue del comesario... que ne debe tante e ne hace la purquería...

Y la verdad es que el italiano ––que era el grandote, pues el peticito parece que se había ido al pueblo–– se esforzó en instalarme con comodidad y en distraerme, conversando, hasta que vino un cliente de la pulpería con quien se puso a departir junto al mostrador, mientras yo, que había cenado bien, me estiraba en el catre tratando de dormirme a la luz amarillenta del quinqué, que alumbraba escasamente el testero de la pieza correspondiente al boliche, dejando en la penumbre la parte trasera, dormitorio de la yunta y de los huéspedes, cuando los había.

Parece que el visitante era un viejo conocido que iba de paso y no había querido cruzar sin saludar a la yunta:

–Allá, en el pago viejo, los extrañaban mucho los vecinos pues los estancieros no hallaban comodidad con los nuevos pulperos y no se explicaban por qué abandonaron ellos el negocio...

–Ma... ¿qué queré, dun Casintu?... Tovimo que andar via... per susería de la vita... ¿sabe?... Me sociu Pepín, le dio la garanzia a so compadre l’arcarde García... e le vino mal la cosa...

–¡Ah!... ¡Ah!...¡Sí!... Se dijo en el pago... pero añadieron que usté iba a seguir solo con el negocio.

–¿Solu?... ¡Ma esu sun macane!... Me sociu liquidó so parte e pagó, e dopo me dico que s’iba a changar de pion pa deschalar maíz... ¡Merá un poco eso pión!... On hombre como él, que no e porque sea me sociu, pero que e coracudo come un toro... Yo le dique entonce... ¿Ma qué v’a’cer... hombre? Decasé de macana cun la deschalada de maíz... e vaya drintro a’rreglar las botillas... Osté sabe que Pepín e proprio on animale, perdonando la cumparaciún... Me dico que se ne iba e yo le dique que antonce yo le rompiba arguno güeso, pa que se ne acordara dil sociu vequiu... ¡Afiguresé se n’andarse así!...

–¿Y se quedó de socio no más?...

–¿E sinó?... ¿Hemo’stao sociu cuande no tenibamo ne un chentavo e allora que yo tengu argún se ne ibamo a separar?... Yo le rompo un güeso se me hace esa purquería... ¡Porque era proprio ina purquería!...

–¿Y por qué no se quedaron allá... no más?

–¡Ma... osté se afica! Pepín iba a sofrir on pocu con la pregunta coriosa de lo conocidos... e ne hemo venido aquí.

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Y al mirar la enérgica cabeza noble del hombre que hablaba, tuve envidia de su fuerza, pareciéndome que la luz del quinqué alumbraba en esos momentos no la miserable pulpería en que me hallaba, sino un templo suntuoso, levantado al amor y a la amistad, por la inmensa piedad de los pequeños que un día serán grandes...