Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XI

El Aguará

Una noche hicimos campamento a la salida de un carrizal que habíamos recorrido con la canoa durante todo el día, y recién comenzaban a alejarse los mosquitos, corridos por la espesa humareda que enviaba hacia nosotros la hoguera, formada sobre el tronco de varias matas de paja, cuando derrepente se sintió, claro y distinto, el grito de un zorro:

-¡Ahí está el Aguará!... ¡Contéstale, che!... -le dijo ño Ciriaco a un mocetón que cerca nuestro se ocupaba en desollar una gamita cazada por la mañana entre el gramillal que tapizaba la ladera del médano, allá, en medio de un albardón desierto, donde en otro tiempo, según me refirió, vivió un hombre solitario que gozaba fama de brujo y que desapareció un buen día de una manera misteriosa, siendo tradición que su alma andaba en pena y que en las noches tormentosas se acercaba a los ranchos y volaba los techos, o desataba las canoas de sus amarraderos para que se las llevara la corriente.

Y el mocetón poniéndose de pie y colocando sus manos a ambos lados de la boca, comenzó a lanzar las notas graves y monótonas de yaguá, el pájaro-perro, el ave de mal agüero que ladra tristemente durante la noche y que, cuando es oída por las mujeres de los ranchos, hace que se desaten en ofrecimiento de cosas inservibles o de poca estima, pues creen que es la muerte que pasa en su eterna colecta de pecadores y que se lleva a aquellos que no le brindan donativos.

Dos minutos después y emergiendo de entre el humo protector, se detuvo ante nosotros un hombre alto y musculoso, vestido con cierta elegancia para aquellos parajes; nos dio las buenas noches con aire humilde y saludó a ño Ciriaco con el nombre de guerra que otrora usara:

-¿Cómo te va, Chimango? ¿Qué milagro que te has acordado de mí?

-¡Ya no está uno pa caminatas, hijo!... -dijo el viejo, lanzándome una mirada de soslayo como para ver que efecto me producía su nombre de guerra-. ¡Aquí te presento al señor, que es un amigo que anda conociendo los pagos!

-¡Mucho gusto... señor!... ¡Disponga de lo poco que valemos!

Y nos sentamos un poco retirados del fuego, como para recibir el humo ahuyentador de la sabandija pero no el calor que irradiaba.

Tenía frente a mí al eximio cazador de nutrias y carpinchos, al hombre temible cuyas diversiones terminaban, por lo general, trágicamente y del cual en todos los ranchos que se extienden desde el Ibicuy hasta el Diamante no me habían referido si no horrores.

A la luz temblorosa de la hoguera veía sus grandes ojos verdes, que brillaban bajo el ancha ala de su sombrero, su gran corbata de seda que flotaba al viento, y, me llegaba por ráfagas, de vez en cuando, el olor penetrante del agua de violetas de Guerlain, que, según me habían dicho sus biógrafos, era su perfume favorito.

-¿El señor es de Buenos Aires...?

-¡Sí señor!

-Estuve en Buenos Aires el mes pasado. ¡Por cierto que esto no es la Avenida de Mayo ni el Pabellón y que usted no lo encontrará nada agradable, como no lo encuentro yo!

-¡Que no es la Avenida ni el Pabellón, conforme!... ¡Pero no en que no sea agradable!... ¿Y usted va con frecuencia a Buenos Aires?

-¡Siempre que tengo pesos, voy! Aquí se vive bien sin plata, pero allá, es otra cosa! Esta vez estuve sólo cuatro días, pues fui a buscar los libros de Pierre Loti, de que me habían hablado, y algunas chucherías de tocador sin las cuales no puedo pasar. ¡Si yo no tuviese perfumes, me pegaba un tiro!... ¿Puede usted concebir la vida sin Pinaud y sin Guerlain?

Solté una franca carcajada que resonó en todo el pajonal, siendo contestada por una bandada de siriríes que ese momento pasaba por sobre nuestras cabezas con rumbo al sur.

-¿Se ríe? ¡Me alegro!... ¡Pero le aseguro que es lo que pienso!

-¡No digo que no! ¡Me río de que estemos hablando de Pierre Loti en este bañado, donde para hacer ese fogón no hemos hallado más paraje sin agua que el asiento de esas matas de paja y que mentemos a los perfumistas parisienses, cuando no sabemos aún si tendremos que dormir sentados en la canoa o pasarnos la noche como estamos!

¡Vaya!... ¡En mi rancho suele faltar más de una vez un asado y siempre un catre en que dormir, pero nunca una buena botella de agua colonia de Atkinson o un frasco de Amaryllis de Rieger o de jazmín de Lubín!... ¿Qué quiere?... ¡Yo, cuando estoy pobre, gano estos pajonales y me pongo a acopiar frutos, para lo cual me ayudan pájaros como este Chimango que lo acompaña, y cuando tengo una buena partida la vendo, me armo de unos reales y me largo a Buenos Aires o a Montevideo, a vivir hasta que se acaben!... ¡Ahora, cuando ando aquí, es otra cosa!... ¡Aquí soy el aguará solitario: allá soy el loro barranquero que se junta en bandadas grandes y bullangueras! ¡Vea, en el último carnaval, si me hubiese visto, no creería que soy el mismo de ahora! Con algunos muchachos amigos hicimos una remolienda que duró tres días y pasamos unos momentos de esos que no se empardan, como dicen los jugadores al truco. ¡Vaya!

¡Teníamos luz eléctrica, adoquín de madera, espléndidos caballos, mujeres decidoras y hermosas, champagne helado y el alma dispuesta al jolgorio, como el bolsillo!... ¡Dos kilos de pluma y mil quinientos cueros se me fueron en la jarana! ¡Bah!

¿Lamentarlos?... ¡Ni pensarlo! ¡Gocé y se acabó: eso es todo! Perdóneme que charle como un borracho, pero ¿qué quiere?... ¡hoy hacen quince días que no veo alma viviente! Che, Chimango, ¿sabés que volvieron los Contreras?

-¿No diga?

-Sí; los hallé esa noche que se quemó el rancho de los vascos, que sabrás que estaban de baile y de repente se les incendió la casa... ¡Bueno! ¡Andaban con un Zapata de Villaguay, que le dicen Águila Negra y que había muerto un comisario en La Palma con Agua!

-No sabía de eso... ¡supe solamente lo del rancho!

-¡Bueno, pues; allí los encontré! Los muchachos anduvieron medio mal barajados al principio, pero después en tanto relanceo hallaron una buena oportunidad y se fueron al Brasil.

-¿Y... a qué han vuelto?... ¡A esos los anda aguaitando la muerte, Aguará!

-Para lo que se va a perder... ¡Bah!

Y me refirió que los Contreras eran dos hermanos que vivían por las islas del sur trabajando en lo que podían, cazando nutrias y a veces vendiendo algún caballo de «los rincones» que parece ser una cría famosa por su alzada poco común. Un buen día tuvieron algo que hacer con el malogrado mayor Canicoba, que era comisario del Ibicuy, y como le temían, aprovecharon una ocasión favorable y a una cuadra de distancia le pegaron un balazo en la cabeza.

Huyeron de las islas, atravesaron todo Entre Ríos en dirección al Estado Oriental, y cuando llegaron al Uruguay, un comisario, célebre por su valor y su destreza en el manejo de las armas, salió a tomarlos. Se rindieron y depusieron sus rifles.

El comisario se agachó para recogerlos y entonces uno de los hermanos, que había conservado una pistola, le hizo volar el cráneo. De allí siguieron su peregrinación de monte en monte, y, jugando su vida en cada minuto, lograron, por fin, pisar tierra Oriental, escapando hasta a la acción de la policía de la capital que, en auxilio de la de Entre Ríos, emprendió su persecución.

En cuanto al tal Zapata, que se les había agregado contaron que era un mozo bueno, hijo de familia, pero que un buen día lo sorprendieron carneando ajeno.

La policía fue a tomarlo y el hombre peleó la partida y se alzó al monte, después de haber herido a un sargento y muerto dos soldados.

Algunos meses después del suceso, dio con él el mejor comisario que tenía la policía de Villaguay y le intimó que se entregara: Zapata simuló obedecer y, de repente, rápido como el rayo, le partió el corazón de una puñalada y huyó en dirección a los pajonales, donde no hay policía ni juzgados y donde los hombres viven de la fuerza de sus puños y de la habilidad con que pueden barajarse -como decía Aguará en su jerga de jugador de naipes- hasta que en algún relanceo de la suerte vengan a colocarse en puerta.