Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

VI

Flores de ceibo

En una de las excursiones que hice a las tierras bajas -acompañado por ño Ciriaco y sus agregados-, tropezamos con una cruz de madera, que alzaba sus brazos sobre un pequeño albardón en la entrada de un pintoresco arroyito de esos que sirven de refugio a los barquichuelos, cuando quieren escapar a las miradas imprudentes, pues, penetrando en él y abatiendo su palo, se hacen completamente invisibles.

-Aquí lo mataron al negro Pérez, que le llamaban «Chancha-Mora».

Y me refirió la muerte de aquel cuyo recuerdo se perpetuaba con una cruz levantada en uno de los sitios más agrestes, por la piedad cristiana de sus compañeros de correrías.

Era Chancha-Mora, uno de los matreros más famosos por su audacia y habilidad como cazador; nunca había errado un tiro ni desperdiciado un recortado de su rifle y era tradición que a los carpinchos no les pegaba sino en la cabeza a fin de recoger el plomo y luego de fundido, utilizarlo nuevamente.

Un día que fue a Gualeguay a vender su cosecha de pieles y de pluma, un joven comerciante le propuso que robara cierta moza ribereña que habitaba una ranchada lejana y ofreciole una suma de dinero si la llevaba a un paraje que le indicó. Chancha- Mora aceptó el trato y una noche llegó al rancho con cinco compañeros de aventuras y alzó en su canoa la prenda codiciada, no sin -51- antes haber tenido que matar a los que quisieron impedirlo, que eran un hermano jovencito y un mocetón que la cortejaba.

Chancha-Mora se internó con su presa en los bañados más desiertos, dejando al joven comerciante de Gualeguay, que se cansara de esperarlo en el paraje convenido y allí al borde del arroyo, donde hoy se alza la cruz solitaria, levantó su rancho y estos pajonales fueron testigos de sus delirios amorosos.

Un buen día, el joven comerciante, cansado de recurrir en vano a las policías para recuperar su amada y castigar a su pérfido raptor, armó dos isleños y salió en busca de ambos, hallándolos después de muchos días de peregrinación.

La niña fue rescatada, pero sólo cuando Chancha-Mora sucumbió a raíz de una lucha desesperada, en que cambió su vida por la de los dos isleños acompañantes.

-¡Pobre Chancha-Mora! -dijo otro de los matreros-; ¡era buen amigo, y pa vistiar un pueblo de garzas, no ha tenido compañero!

-¿Un pueblo de garzas?

Y entonces me explicaron y describieron la forma como se caza, con poco gasto y mejor resultado, el interesante animalito con cuya pluma se confeccionan los graciosos aigretes que hacen la delicia de nuestras damas, que ignoran los sinsabores que cuesta al hombre conseguirles adorno semejante.

¡Cuántas de esas plumas tienen manchas de sangre humana y cuántas han costado la vida de quienes fueron a recogerlas allá en los anegadizos donde abundan las plantas que parecen víboras y las víboras parecen plantas!

Las garzas que el comercio busca son tres: la mora cuyo cuero se usa para hacer adornos comunes, la blanca grande cuya pluma es de mediana calidad y la blanca chica, que es la apreciada.

La blanca, grande, es ave de gran vuelo como la mora; tiene las patas negras, el pico amarillo como de oro y los ojos verdes: la chica, es igual a la grande, diferenciándose únicamente en el tamaño y en que sus patas son amarillas como el pico, en su mitad inferior, siendo la superior negra.

En la época del celo, echan sobre su lomo un manto de largas y finas plumas, que les dan un aspecto gracioso y elegante y se reúnen en grandes bandadas para hacer sus puestas, eligiendo para ello los esteros más inaccesibles.

La garza mora pocas veces se reúne en bandadas grandes y por lo general vaga en parejas en las orillas de los bañados, buscando las pequeñas víboras y sapos con que se alimenta.

Las blancas, forman un nido pequeño, que luego más tarde adornan con el manto adventicio con que se engalanaron para sus amores, y, cuando los cazadores llegan a tiempo, recogen en estos nidos las plumas codiciadas; si no matan sin piedad las que la poseen y trabajan decididamente por la extinción de la raza, pues hacen la matanza precisamente en el momento menos oportuno.

Cuando un cazador descubre un estero que las garzas han elegido para su asamblea anual, busca sus compañeros, rodean el grupo de aves, ocultándose, y luego atropellan al montón armados de largas varas con las cuales -aprovechando la dificultad que tienen los animales para emprender su vuelo-, hacen la presa que pueden, dejando a sus rifles y escopetas la tarea de concluir con la bandada, que ya en algunos días no se aleja de aquellos parajes.

La pluma de la garza grande vale de ochocientos a mil quinientos nacionales el kilo y la de la chica de dos a tres mil, según la clase.

Estos precios son tentadores, así, a primera vista, pero hay que tener en cuenta que cada pieza tiene diez y ocho plumas de superior calidad como máximum y otras tantas de segunda y tercera clase y que se necesitan algunos centenares de piezas para formar un kilogramo de pluma.

Esta caza requiere en el cazador una gran habilidad en el tiro, no sólo para aprovechar el tiempo, sino que el plomo y la pólvora quemada sin provecho, son pérdidas muy de tenerse en cuenta, sobre todo en la región de que me ocupo, donde esos artículos pueden llamarse de primera necesidad.

Esta circunstancia hace de los matreros unos eximios tiradores y son de ver las justas que se realizan allá, bajo los ceibos florecidos que retratan sus copas obscuras, manchadas de sangre, sobre el agua cristalina de las pequeñas lagunas, donde los patos y las garzas buscan de preferencia su alimento.

Como quien dice «a golpe cantado» hacen sus tiros de bala y pocas veces el proyectil se desvía del punto que se ha señalado.

Con hombres de esta destreza, sobrios como camellos, hábiles como indios para manejar sus embarcaciones endebles, que corren como una flecha donde quiera que haya una cuarta de agua, y dotados de una vista y de un oído incomparables, es con quienes tiene que habérselas las policías de las costas, cada vez que, deseando castigar un crimen o hacer sentir la acción de la autoridad, penetran a la región a servir de pasto a los mosquitos y jejenes.

-¡De lástima no los matamos, señor -me decía ño Ciriaco-, sabemos que son mandaos y los dejamos pasar! A veces los pobres andan días y días sin hallar un hombre y nosotros estamos ahicito no más mirándolos y avisándonos los movimientos.

-¡Bah... ¡Eso no puede ser!...

-¿Por qué?... ¡Si uno se acuesta entre las pajas y se echa barro encima lo toman por un tronco; si se para al lao de un seibo, lo toman por el árbol y si oyen el quejido del caráhu, la risa de un sirirí o el aleteo del chajá se creen que es endeveras y no hacen caso!

Y entonces recién me expliqué muchas cosas que, desde que andaba en compañía de ño Ciriaco y su banda había observado, pero que no me explicaba, tales como el canto de animales raros durante la noche, antes de llegar algún visitante a nuestro campamento; el aullido de perros invisibles cuando íbamos por algún canal de los que frecuentan las canoas comerciantes y nuestro rápido desvío para ir a ver entre el pajonal, ya un macá que nada con sus pichones sobre el lomo o los larga de a uno en un pequeño remanso para enseñarles a zambullir; ya para ir a observar una batalla entre gallaretas y gallinetas allá en la orilla de un carrizal enmarañado, o ya para hacer volar los chajáes con objeto de oír sus aspiraciones ruidosas, destinadas a almacenar aire en previsión de tener que remontarse a la región de las nubes.

¡Qué cuadros y qué vida!