Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XVI

ENTRE LA CUEVA

Buenos Aires encierra dos clases de pícaros: los naturales y los extranjeros.

Los primeros son pocos, relativamente, y menos peligrosos que los segundos, pues que, desde los primeros pasos, la policía los conoce y les corta las alas, ya no dejándolos al aire sino mientras llevan una vida honrada, que para ellos es la miseria, el hambre, la falta de queridas y de goces, u obligándoles a emigrar.

Montevideo, el Brasil, Europa, Méjico y la América del Norte son su salvación.

El ladrón argentino es, por lo general, astuto, audaz y emprendedor allí donde no le conocen; sus uñas le dan réditos fabulosos.

De tiempo en tiempo se le ve regresar lleno de dinero, bien vestido, y afectando maneras superiores a la clase en que nació; busca a quienes lo recuerdan en la policía y les dice con toda franqueza:

—¡Vengo por una temporada a visitar a la familia! ¡Le prometo que no haré ningún daño!... ¡Ya me he retirado de la vida!... ¡No me persiga y ocúpeme en cualquier averiguación!

Y después se le encuentra en las casas de juego o de prostitución, derrochando afanosamente el producto de sus trabajos en el extranjero.

Cuando se ha agotado el bolsillo, se le ve desaparecer como llegó: sin que nadie lo sienta.

Otros hay que, después de llevar una vida de continuo sobresalto, pues un paso en la calle es para ellos una semana de arresto, se encierran en sus guaridas, se aíslan de sus compañeros y, pasada una temporada, salen transformados, pidiendo a la policía que no los persiga y declarando que van a trabajar.

Parapetados detrás de un oficio o empleo cualquiera, se dedican al juego, haciendo de él un instrumento de robo como cualquier otro.

Viven de los otarios, como llaman a las víctimas que caen entre sus garras, ya por su esfuerzo o por el de los changadores del oficio—el gremio auxiliar más importante—que se las venden por un tanto de lo que produzcan.

Cuando un mocetón empieza a andar en malos tratos, ya los del oficio, al hablar de él, dicen: "jamás será nada" o "es un muchacho de esperanzas y que irá lejos", según sea que tal pájaro haya salido bien o mal en sus primeros revuelos. En el primer caso, no encuentra protectores y tiene que hacerse carne de cañón, soldado de la gran falange, brazo ejecutor y por lo tanto frecuentador de calabozos y abonado a la tumba del Departamento Central.

Estos desgraciados, cuyas entradas a la policía alcanzan a veces a centenares, son los que el vulgo toma por los más temibles, ignorando que ellos son piezas insignificantes en una partida en que los jugadores permanecen en la sombra. El ladrón hábil es aquel que sabe permanecer más desconocido; el que ascendiendo en el gremio presta dinero para los gastos preparatorios de un robo tal como un comerciante lo daría para una operación honesta; el que dirige empresas; el que estudia un golpe y lo combina y luego lo vende para que otro lo realice; en fin, el que pesca... sin mojarse las manos.

En el segundo caso, asciende en la consideración del gremio y su tarea se facilita con ventaja personal: se hace changador de otarios, es decir, buscador de víctimas, empresario, director, prestamista, consejero e intermediario entre los capitalistas y grandes dignatarios de la orden y los pobres ejecutores que pagarán con el martirio de su cuerpo cualquier contrariedad de la suerte.

El pillo criollo, en sus comienzos, se revela con facilidad al ojo menos observador.

Le cuesta deshacerse de la cáscara del compadrito, origen común de todos ellos, que son generalmente muchachos de la última clase, vendedores de diarios ascendidos a carreros o sirvientes, y cuya educación e ilustración son casi nulas.

Sin embargo, ellos aprenden a leer y escribir en los meses de reclusión, y luego la emprenden con los libros de leyes, medicina y cualquier otra ciencia útil para su arte de vivir de gorra.

He visto un ladrón que a fuerza de leer se ha hecho un leguleyo; tiene toda la exterioridad de un hombre de educación esmerada, se expresa correctamente y no deja traslucir en su trato que, diez años atrás, era un compadrito que escupía por el colmillo y se quebraba hasta barrer el suelo con la oreja.

El pillo extranjero es el más abundante.

Éste ya viene aleccionado, por lo general, y no deja que se deduzcan reglas para conocerlo.

Viste como un caballero, como un compadre o como un artesano, de esos que recorren nuestras calles en las faenas de su oficio: adopta la forma necesaria para cada una de sus empresas oscuras y malignas.

Se cambia de nombre cada vez que cae preso, y es obra de romanos identificar su personalidad en cada caso, pues recurre a cuanta artimaña puede sugerirle su imaginación a fin de ocultar su pasado, teniendo como recurso invencible su poco conocimiento del idioma.

Para probarle un hecho no hay más remedio que tomarlo con la masa en la mano; con él no valen nada la deducción ni la inducción, y se le queman los libros al más listo.

Sin embargo, no es largo su jolgorio.

Después de un período de tres o cuatro meses de hazañas—si no ha logrado salir de su mísera posición de instrumento—la policía, que no le pierde ojo, lo pilla en un renuncio y tiene que confesar su vida y milagros, quedando en la categoría de criollo.

¡Se le acabaron sus privilegios de extranjero!