Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

VIII

Juan Yacaré

Nació de una de esas uniones temporales, que se forman entre las vueltas de un pericón o los rasguidos lamentosos de una huella -en algún bailecito a la luz de la luna, en el patio de algún puesto donde se festeja un bautizo-, y tuvo madre durante cuatro o cinco años, hasta que vino el fastidio a desatar los lazos que anudara el capricho.

Una mañana, sentóse en su hamaca formada por un cajón de un metro cuadrado, forrado en cuero crudo y suspendido al techo -media vara más arriba del lecho materno, hacia un costado-, por cuatro sogas peludas que, partiendo cada una de una esquina iban a formar un haz que se anudaba en el tirante -miró hacia la cama de la madre y viola desocupada.

Bajose de su nido, en camisa, al aire las piernas regordetas y morenas; ladeó el cuero de potro que tapaba la puerta del rancho; salió al patio; buscó en silencio a la madre y no encontrándola, se puso a jugar con un perro -que, echado a la sombra de un tala, dormitaba estirado, espantando con sus patas delanteras, alternativamente y de rato en rato, las moscas zumbadoras que revoloteaban afanosas por pararse sobre sus quijadas, colgantes, rojas y garapiñadas.

Y las horas pasaron y la madre no venía.

El niño, silencioso, con esa resignación del gaucho, tan admirable, y que parece ser una condición de su organismo, esperábala tranquilo, echado de barriga a la sombra del rancho, después de haberse desayunado con un pedazo de asado -resto de la cena de la noche última, quedado en el asador clavado al lado del fogón apagado, cuyas cenizas habían aventado por la pieza las gallinas dañinas, que, prevalidas de la soledad y del silencio, le habían tomado por revolcadero.

Se oyó el galope de un caballo y el muchacho se puso en pie para inquirir quién venía.

Lejos estaba aún el ginete, pero el escarceo del caballo, el ruido del herraje, aquel campanilleo de la barbada y de las copas de plata del freno, le indicaron que llegaba el capataz, aquel chino tan gordo y tan serio que sus padres respetaban y cuyas visitas temían.

Corrió a esconderse, mientras el perro, estirándose para dar elasticidad a los músculos, cojeando y evitando con cuidado atropellar los matorrales que pueden ocultar espinas traidoras-, salía al encuentro del ginete ladrándole como a conocido, sin furia y casi pudiera decirse por compromiso: sólo por sostener su vieja fama de vigilante y advertido.

Llegó el hombre bajo el tala, no sin dar algunos talonazos al caballo que entreparaba las orejas temeroso, echó pie a tierra, desprendió la manea y, sentándose en cuclillas frente al animal, pasola entre las patas delanteras, dejándolo allí como clavado, y luego encaminose hacia el rancho, doblando el poncho de vicuña sobre el hombro para dejar libertad al brazo y como movimiento obediente a una costumbre, y tendió una mirada inquisitiva por el patio, el gallinero y el corral.

-¿Adónde se habrá ido?... -murmuró, y alzando la voz, dijo-: ¡Salí muchacho!

No obteniendo respuesta, alargó la cabeza por entre la puerta de la cocina, miró hacia adentro y no viendo a nadie se asomó por entre la abertura del cuero que cerraba la entrada del cuarto.

Allí acurrucado en un rincón, apercibió al chico que lo miraba asustado:

-¿Qué hacés, chiquilín?... ¡Vení, no tengas miedo!

Y penetrando a la pieza sacó al niño de la mano hacia el patio, tomó unos calzones de liencillo que, colgados de una cinta atada a la cabecera de una de las empleas del quincho se batían con el viento, y yendo A sentarse sobre un tirante de ñandubay no lejos de la puerta de la cocina, alzolo a sus faldas, púsole los calzones con toda paciencia y luego tomándolo en brazos fue hacia su caballo, desmaneolo, colocó al niño en la delantera y montó, alejándose del rancho.

El niño, dócil y quieto, como conociendo su situación y su triste desamparo, iba silencioso y de vez en cuando volvía la cabeza para mirar al rancho que a cada minuto, se alejaba, perdiéndose al fin tras la cortina de vapores que tendía sobre las cuchillas el sol que reverberaba; luego se abandonó a la contemplación de los nuevos horizontes que se presentaban a su vista y siguió, como adormecido, el galope sereno del caballo.

Llegados al gran patio cuadrado de la estancia, el capataz echó pie a tierra entre una turba de perros que venían obsequiosos a saludarle, tomó al niño en brazos y se encaminó hacia un amplio corredor, donde una señora, teniendo a su lado una cuna, se hallaba sentada al lado de una canasta de costura, formada por mimbres entrelazados y tapizada con retazos de telas de colores vivos y diferentes.

-¡Éste es el chico, señora! ¡No ha llorado...! ¡Parece que es buen cachorro!

El chico lo miró como conociendo que era él el aludido y la señora tomándolo de un brazo con delicadeza, lo atrajo hacia sí, diciendo al ver en sus ojos algunas lágrimas prontas a correr:

-¡Bueno... no llore!... ¡Yo soy su mamita... tome!

Y le alcanzó una masa que el niño no desdeñó, acercándose a la cuna donde dormía una niña de pocos meses, blanca y rosada, rodeada de copos de lana de colores pendientes de hilos a la altura de su vista y destinados a entretenerla con sus movimientos caprichosos.

******************************

Su protector era un hombre rico y trabajador que gozaba de gran crédito entre sus convecinos, por su rectitud y altura moral y el huérfano tuvo a su lado un verdadero amparo.

Hipócrita, disimulado, mañoso, el protegido jamás dejó ver los abismos que encerraba su alma de chacal y gozaba en el seno de la familia que lo recogiera, una consideración y un afecto que se citaban como un ejemplo en el vecindario.

Quince años contábanse ya desde el día en que el capataz había traído a la estancia al desheredado y éste pisaba en los veinte, cuando una pasión desenfrenada por la señorita de la casa, que apenas salía de la niñez, lo condujo a cometer el crimen monstruo que le obligó a refugiarse en los bañados y rodeó su nombre de una aureola de desprecio y de repugnancia que ni el tiempo que todo lo borra, había podido aún aminorar.

Una noche en que sus protectores dormían sin más compañía que la de Yacaré, que era el mayordomo, éste penetró a las piezas interiores y sin remordimiento ni contemplaciones degolló al viejo matrimonio y luego pretendió apoderarse de la señorita. Ésta, sin embargo, dotada de un valor casi sobrenatural en su sexo, consiguió apoderarse de un sable abandonado y pretendió resistir a la brutalidad de su asaltante y defender su vida. Ruegos y amenazas fueron inútiles: la niña estaba dispuesta a morir antes que entregarse al salvaje verdugo de sus padres.

Yacaré, enfurecido, se trabó con ella en una lucha cuerpo a cuerpo y no pudiendo vencer las resistencias que le oponía su víctima, le sepultó su cuchillo en el corazón y luego se ensañó en su cuerpo inerte, cortándole la cabeza que, según es fama, se llevó consigo a los bañados, siendo su cráneo -años después todavía- el único adorno que se veía en su choza desmantelada.

El cuadro de horror lo completó Yacaré incendiando la casa que había sido su hogar y no dejando de ella en pie ni siquiera los corrales donde se encontraban las majadas.

La fiera se refugió en los pajonales. Allí, tal vez acosado por el recuerdo de su crimen, se encenagó en todos los horrores del vicio. Las pulperías vecinas a su choza no contenían alcohol suficiente para su consumo, y entonces comenzó a excursionar a las costas y a los montes. Donde quiera que su planta se asentara, brotaba el mal. Se cuentan por docenas las ranchadas que incendió y de las vidas que arrebatara en sus accesos de furor ni cuenta se llevaba.

Un día, tras una larga ausencia de los pajonales, se le vio regresar a éstos trayendo consigo un niño de cortos años a quien le llamaba su hijo y que por cierto no desmentía su raza.

Era el «yacarecito».

Huraños y solitarios, recorrían ambos en su canoa los enmarañados canales que serpentean entre las islas, y solamente se acercaban a las poblaciones de incógnito o para llevar a cabo alguna fechoría de esas que habían concluido por dar a su nombre la fama siniestra que los aplastaba.

-Ahora ya el Yacaré está viejo -me dijo Gomensoro-, y el «Yacarecito» es un ebrio consuetudinario; ¡el día menos pensado los van a matar!... Aunque poco se meten con nadie ya!... ¡Tienen miedo!

-¿Y porque no buscan ustedes algún otro bandido que los libre de esa plaga?

-¡No se encuentra quien se anime! Dicen que Yacaré es Mandinga en forma de hombre y que es retobao, ¡es decir que no le entran las balas!

-¿Retobao?... ¿A ver qué es eso?

-¿Eso?... ¡Es muy sencillo! Es un hombre que, según la creencia popular, se hace poner en la nuca, entre cuero y carne, y durante un jueves santo, una hostia consagrada.

Luego la herida se cura, la hostia se extiende por todo el cuerpo y el hombre queda retobao.

-¡Qué barbaridad!

-¡Así es!... También dicen que el peludo es retobao y, sin embargo, yo a más de uno le he hecho parar las patas con el rewólver... y a propósito... lo convido para una peludeada esta noche: ¡verá una cosa nueva!