Cuentos de Fray Mocho

El cazador de Tigres

Me lo habían señalado como tipo digno de estudio, pero diversas circunstancias habían obstaculizado una entrevista durante el verano, y al llegar el invierno se ausentó de la ciudad, quizás a alguna cacería de tigres, de aquellas que formaban su especialidad. Una tarde me avisaron su regreso y fui a buscarlo en la confitería que frecuentaba con regularidad casi cronométrica.

–Buenos días, amigo...

–Buenos... ––dijo el hombre, alzando la cabeza más cómicamente calva que he visto en mi vida y mostrándome el chirlo rojo que le cruzaba la frente y del cual me había hablado mi informante, diciéndome que era el zarpazo de un felino.

–Me dijo mi amigo Gutiérrez que usted era cazador de tigres...

–¡Perfectamente!... ¿Y qué hay con eso?... ––Y se sonrió sin la menor vanidad por su belleza personal, pues de haberla tenido, no hubiera exhibido con tanta franqueza una dentadura asaz maltratada por el uso.

–Nada... Quería conocerlo... ¡hablar con usted!... ¿Quiere que tomemos alguna cosa?

–¡Permítame, señor!... ¿Usted se llama García?

–¿Yo? No, señor... a menos que no lo sepa... Yo soy Pérez... ¡el periodista Pérez!

Y nos sentamos en un rincón, echando al medio una botella de vermouth, pues el hombre, aunque cazador de tigres, era temeroso del cognac y de la ginebra. Supe de sus labios curiosísimos detalles a propósito de su especialidad, y entre otros que las autoridades de la comarca que acababa de recorrer, le habían prohibido el ejercicio de su habilidad, porque no le había querido regalar al comisario de policía del partido el caballito que montaba.

–¿Pero eso no ha de ser así, amigo?

–¿Y por qué no ha de ser, señor? ¿Acaso no sucede siempre lo mismo?... Nombran un comisario nuevo para cualquier partido, y cuando más pobre llega, más pronto sale a hacer su recorrida para conocer el pago... Va de estancia en estancia y de rancho en rancho, y aquí le gusta un caballito por la parada de las orejas cuando ladran los perros, allí una yunta de bueyes por el modo de mugir o porque tienen las astas blancas, y más allá un carnero o unas ovejitas o un gallo, según la pinta de la gente con quien tiene que tratar... Ya ve, pues que de esto, a tener un plantelito de estancia no hay ni media pulgada.

–Y usted sabía que había tigres por allí...

–¿Qué iba a saber, amigo? ¿No le digo que era la primera vez que pisaba el partido?... ¡Andaba buscando nomás!... La gran perra con el tal comisario... Me ha hecho perder la bolada de probar ante propios y extraños, como lo he sostenido siempre, que el tigre le dispara al hombre en lugar de atropellarlo... ¡Vea!... ¡Al tigre, que es flojo pero atrevido, no hay como ganarle el tirón!...

–Lo creo... ¡pero el miedo no es sonso... ni convida a bailes, amigo!

–¡Qué me va a decir a mí, señor Pérez, sobre el miedo, cuando lo tengo más estudiado que la cartilla!... ¡Mire! Eso de los hombres que no tienen miedo, es una macana vivita... El miedo, no necesita que lo llamen para venirse sobre uno en los momentos de peligro, y lo mismo le cae a un blanco que aun negro... ¿Sabe la única diferencia que hay entre los flojos y los guapos?... ¡Que los primeros no se saben tragar el miedo como los segundos!... Si yo no hubiese tenido la desgracia de que el tal comisario se llamara García, a esta hora andaría mi nombre volando por toda la República en alas de un hecho incontrovertible, probatorio de este aserto atrevido...

–¡Hombre!... ¿Sabe que no veo bien la concomitancia que puede haber entre su cacería de tigres y el hecho de que el comisario se llamara García?...

–¡Claro!... ¿Qué va a haber?... Para ser ciego y sordo con perfección, en este país, no hay como ser periodista... ¡Mire! A mí los García me tienen reventado, y cada vez que me topo con uno, es casi a la fija que me ocurre una desgracia: por dolorosa experiencia sé que es inútil que les haga la cruz ni que toque fierro... Dígame... ¿Ha pensado usted alguna vez en contar los García que hay en Buenos Aires? ¡Bueno! Yo lo he hecho, porque ellos son mi desventura, y he querido conocerla en toda su extensión... ¡Tome nota!... Hay nueve mil veintitrés García, y de éstos son hombres cinco mil doscientos once, contando como entero a un sastre cojo y manco, que vive en la calle de Balcarce al llegar a Brasil, de cuya exigua persona no quedan sino retazos y que se completa con hijo que tiene seis dedos, y tres mil ochocientas doce mujeres. Setecientos veintidós son almaceneros, doscientos cincuenta y un corredores, ciento tres abogados, cuarenta y tres médicos, doscientos cincuenta y un militares, entre los cuales hay un general, un comodoro y doce coroneles, veintiocho clérigos, y el resto pertenece a profesiones varias, teniendo teléfono solamente diecinueve, pues es la gente más refractaria al progreso y al gasto de dinero en superfluidades.

–¡Demonio!... ¿Sabe que es curiosa su estadística?

–¡Ya lo creo!... La he hecho como un cálculo de probabilidades contra la desgracia, pero no me ha servido de un comino, ya puede ver de lo que son capaces los García cuando se le atraviesan a un hombre... ¡Puede tener la seguridad absoluta de que la sola presencia del más insignificante de ellos, basta para desbaratar el proyecto mejor elaborado!...

–¡Bueno! ¡Perfectamente!... Pero, ¿cuántos tigres lleva usted despachurrados hasta la fecha, a pesar de la siniestra influencia de los García?

–¿Yo?... ¡Pero ni uno, amigo!... ¿No le he dicho que lo ando buscando todavía, sin poder conseguirlo, es tener la ocasión de probar que el miedo es común a todos los hombres y que los más guapos son solamente los que se lo tragan mejor?

–Pero, entonces, ¿cómo tiene usted tanta fama de cazador de tigres?...

–¡Ahí verá lo que son las famas!...

–¿Sabe que es curioso el asunto? ¿Y el chirlo ese que tiene en la frente no es un zarpazo de felino, entonces?

–No, hombre... ¡qué va a ser! Este un arañón que me pegué con unos vidrios de botella cuando era chico.

–Me ha embromado Gutiérrez con sus informes... ¡La gran perra que es mentirosa la gente!...

–¡No crea!... Es que la vida es así nomás, mi querido señor Pérez, y que en este país, como es nuevo, tenemos que inventarnos todo para poder vivir a la europea... ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos historiadores, militares, artistas, políticos clarovidentes, periodistas, comerciantes, literatos, autores dramáticos, cantores y hasta cazadores de tigres?... una miserable toldería con indios de levita.