Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XVII

La Chingola

Ya muy entrada la noche, llegamos al paraje donde nos esperaba la canoa y con ella ño Ciriaco y sus compañeros que, rodeando la fogata, enemiga de la sabandija, asaban a fuego lento un medio costillar de vaca, cuya procedencia no quise preguntar de miedo de hacerme cómplice de cuatrería manifiesta.

Concluida nuestra comida frugal y después de una sesión de canto de aves de los bañados y de silbidos de toda clase de víboras, con que nos obsequió ño Ciriaco, el Aguará aprestó su caballo para retirarse.

-¿Y pa ande va a ir a estas horas?

-¡No ha de faltar adónde, Chimango! ¿Quieres que vamos a un baile aquí cerquita?... ¡Te llevo en ancas!... ¡Vas a pasar un buen rato y dormirás bien si quieres, aunque esta noche ha de estar en lo de la Chingola, lo mejor del pago... un chinerío, como no verás otro en tu vida!

-¡Qué vas a llevar al señor a lo de la Chingola, hombre!... ¡Vaya!... ¡En buena cueva se va a meter!

-¡Bah, Chimango!... ¿Todavía te pica aquello de la vez pasada?... ¡Mirá, dijo dirigiéndose a mí, la Chingola es «la señora más distinguida de nuestra sociedad, como diría cualquier diario, si tuviera que dar cuenta de sus reuniones...! A sus recibos no va si no gente conocida... de los que andamos por aquí, y, salvo alguno que otro incidente de menor cuantía, generalmente ocasionado por cuestiones de cortesía o de etiqueta, las noches se deslizan plácidas y serenas.

La proposición era tentadora y la acepté, comprometiéndose ño Ciriaco a buscarme al otro día de madrugada para proseguir la excursión.

Salimos con el Aguará y pronto el grito de los chajaes comenzó a anunciar, repetido de laguna en laguna, que andaba gente en los pajonales y que era necesario estar alerta.

-¡Qué servicios presta este centinela gratuito!... ¡Los matreros, amigo, debían levantarle una estatua en esos bañados!... ¡No se mueve una paja, sin que él lo avise!... ¡Y ahí los ve uno en la orilla del agua, parados sobre una sola pata, con ese aire de sonsos que tienen!... Parece que no ven ni oyen nada y sin embargo el menor ruido lo distinguen y saben si es producido por animales sueltos o por gente! ¡Acostumbran estar una hora justa sobre cada pata y no dejar pasar un minuto sin hacer el relevo: encogen la que estuvo en servicio y ahí se dejan estar! ¡Yo los he observado con reloj en mano y he comprobado el hecho!... ¿Ves esa lucecita?... Ahí es lo de la Chingola... ¡ya vamos a llegar!

-¿Qué clase de bicho es la Chingola?

-¿Vicho?... ¡La Chingola es una dama curiosa, che, que aquí se las tiene tiesas con los gauchos más gauchos y con los comerciantes de más letra menuda! Le dicen la Chingola porque tiene una pierna más corta que la otra y camina dando saltitos, pero es una ficha de cuenta. Aquí ella es de todo: tiene reuniones de juego y de baile, compra frutos, vende carne, cría animales... en fin, es como la alpargata que en el pie que la ponen baila. Con el Chimango son rivales en los negocios y el viejo siempre la desacredita.

¡Dice que la Chingola no tiene el nombre por caminar a saltitos, sino porque es la única presidiaria que hay en los bañados, pues aquí se cuenta, como leyenda, que el único pájaro escapado de un presidio es el chingolo y que éste no puede caminar si no saltando, porque aún cuando se escapó de la cárcel hace mucho, no ha podido todavía limarse los grillos que le remacharon!

Ya estábamos sobre el rancho y pronto detuvo Aguará el caballo al lado de la puerta, por la que salía una espesa humareda, y comenzó a gritar preguntando si no lo habían oído y si no había nadie que viniera a recibirlo.

Apareció en el dintel una china bajita, gorda, cuyas facciones yo no podía apercibir, y dijo, con voz meliflua y muy acompasada:

-¡Abajesé el buen mozo y la compañía y pasen adelante!... Están en casa pobre y no hay piones... ¡Dispensen!

-¡Che, Chingola -dijo Aguará-, no se me irá el caballo? ¡Mirá que está con las pilchitas mejores!

-¡Si no es mañero, hijo... ahí no más se ha de quedar!

-¡Sí; pero... como hay tanto mañero aquí... no sea que me lo conviden!

-¿A vos?... Hijo ¿de dónde tan prudente y temeroso?...

Entramos al rancho, que era una gran pieza hecha de barro y paja. En un extremo había un fogón y al lado una mesa, donde cuatro tipos de cara patibularia jugaban al truco con un naipe grasiento, lo demás estaba ocupado por una docena de gauchos y chinas que bailaban al son de un acordeón y una guitarra que tocaban dos viejos sentados en un rincón, medio en lo obscuro.

Cuando entramos y los concurrentes vieron al Aguará, se pusieron de pie e interrumpieron sus diversiones, apresurándose a saludarlo con toda obsequiosidad: no obstante, se sentía como si una ráfaga de viento helado hubiera soplado sobre la concurrencia.

-¡Caballeros, siga la jarana!... ¡Nosotros no venimos como chaparrón!

-¡Mirá -dijo la Chingola con toda zalamería-, qué salida! ¡Vaya! ¡Siga el baile, y que cada uno se divierta en lo que pueda!

Fui a sentarme al lado de los músicos y dejé que el Aguará buscase la colocación que le agradara, notando que se inclinaba más a participar de la tertulia de los que jugaban al truco que de la de los bailarines que, silenciosos y rígidos, daban vueltas al compás de la música infernal de mis vecinos.

A poco andar el aspecto de la pieza se modificó: el truco se había convertido en un siete y medio que ponía en movimiento los pesos de los tertulianos, las chinas cabeceaban acurrucadas en los rincones y yo conversaba con el guitarrero, que era un viejo matrero ya inservible para vida activa:

-Vea, señor; voy a hacerle una pregunta, y dispense.

-¿Usted es de Buenos Aires, no?

-¡Sí, señor!

-Entonces ha de saber una cosa que me interesa. Yo soy santafecino y me casé en mi pago, por la iglesia, allá en 1850. Mi mujer era una criollita regular y codiciada y no faltó uno que me la alzara; y yo francamente, agarré la tierra por mi cuenta y no supe más de ella. Pasaron años y la otra noche -como yo me ocupo, así, de acompañar con la guitarra y me gano mis realitos- vinieron a buscarme para una música en un velorio y fui: era en un rancho como de aquí cinco leguas. Llego, y como no era propio que tocase, así no más, sin ni siquiera saber el nombre de la difunta, pregunté quién era:

-«¡Ña Fulana de Tal...!»

¡Y me dieron de golpe el nombre de mi mujer!

¡Cosa bárbara! ¡Ahí no más saqué el pañuelo y me puse a llorar! ¿Vea; las vueltas qué habría dado la pobre, no? Supe entonces que tenía una punta de hijos y que siempre había andado en los bañados, allá por Gualeguay. Naturalmente ¿qué había de tocar?... ¡con la noticia...! ¡Estaba más triste que un viernes santo! Bueno, pues, la duda que tengo es ésta ¿qué son de mí los hijos de mi pobre mujer?

-¿Cómo?... ¿Qué son de usted?

-¡Sí!.. ¿son parientes?... ¿qué son?... ¡Porque si son parientes voy a ver si me recogen en su rancho...! ¿No le parece?

La pregunta era peliaguda, pero me eximió de darla un ruido que se sintió en la mesa de los jugadores y la voz del Aguará que con un tono colérico decía:

-¡Ahí va ese sinvergüenza, Chingola! Echalo afuera antes que te lo destripe... ¡Mire, venir a señalar naipes este roñoso, estando uno!

Y, entre tanto, un gaucho jovencito, que había sido apartado de la mesa por un empujón del Aguará, salía puerta afuera, como con alas en los talones.

-¡Calmate, Aguará, si no es nada!

-¡Amigo; con la gentecita ésta!... El hombre puede ser cualquier cosa, pero no debe ser chancho... ¿no le parece?

Y el incidente fue el punto final de la reunión, los gauchos comenzaron a retirarse poco a poco, y pronto no quedamos en el rancho si no los que íbamos a pasar la noche en él.

Aguará, después de tomar unos mates, se dirigió a mí y me dijo:

-Te he echado toda esa chusma para que puedas dormir. Che, Chingola, yo me voy, pero se queda el señor en mi lugar... ¡a ver como te portás con él...! Date lo mejor que haya en el rancho... y no lo vayan a incomodar. ¡Bueno, hermano, ya sabes, en estos pajonales tienes un amigo!

Y como quisiera retribuirle sus ofrecimientos:

-¡No!... Si pronto nos vamos a ver... ¡No te preocupes...! ¡Cuando vaya por tus pagos te he de buscar y te he de tratar como antes, no más!... Para los hombres, hermano, debe pasar el tiempo como las nubes... ¡sin dejar huella!

Y nos despedimos, quedando yo con la curiosidad de conocer a fondo el tipo original con qué me había encontrado y saber por qué serie de circunstancias un hombre de sus condiciones había llegado a habituarse al medio en que se movía, tan distinto de aquél en que había nacido y se había formado.