Cuentos de Fray Mocho

Como víbora que ha perdido la ponzoña

Zumbaban las chicharras en el talar vecino y pasaban hacia el monte, silenciosas, las bandadas de cardenales y jilgueros, que el sol ahuyentaba de la llanura, cuando la vieja guaycurú, que decía recordar al cacique Picairué ––el primer indio de su tribu que vio un hombre blanco, razón por la cual los entendidos en edad de indígenas le atribuían por lo menos siglo y cuarto–– comenzó el extraño relato que me tuvo encantado hasta la hora en que las sombras vinieron con su cortejo de jejenes y de mosquitos.

–Yo no entiendo el lenguaje de los animales, pero la finada mamita lo entendía y me enseñó muchas cosas que no he olvidado nunca. Los pájaros y los bichos de campo conversaban como nosotros según ella, y se contaban las cosas que le sucedían, por lo general tan extraordinarias como divertidas.

–¡Soy curioso, viejita!... Cuénteme algo de lo que sepa.

–Mire, señor... no tenga curiosidad y será feliz. Esto se lo repite siempre la tijereta a su prima la golondrina, que hasta se mete en los ranchos para averiguar lo que no le importa... pero es sermón perdido, porque en esta vida cada uno hace lo que el cuerpo le pide y no lo que debe hacer.

Y luego entró a relatarme el extraño poema indígena, de que es apenas una estrofa la presente narración.

Hallándose una siesta con su mamita, ocultas entre las ramas flexibles de un sarandí que se mojaba en el arroyo, esperando el paso de alguna tararira dormilona que llevara remolcando la corriente, vino un ocó a posarse en un albardón, al lado de una garza mora que miraba el agua como encantada.

–Mire, hija ––dijo la madre––, ¿ve ese ocó?... ¡Bueno! Atienda como habla con su amiga la garza, porque ha de saber que esos dos pájaros aborrecen a la víbora, que habita entre el malezal costero y que viajando de mata en mata devora las nidadas de las aves del agua y que el odio liga tanto como el cariño... ¿Oye los rezongos del ocó?... Le reprocha a la garza que esté con el buche vacío habiendo a mano tanto caracolito lindo, y ella le responde que las penas que le afligen le quitan el apetito.

Además del conocido y comentado robo de su fortuna por el martín-pescador y el biguá, escondida, según su opinión, debajo del agua, motivo por el cual ella recorre las orillas de los arroyos y lagunas tratando de recuperarla, una víbora se ha comido toda la nidada defraudando todas sus esperanzas.

–¿Quién sabe si habrá sido la víbora, comadre? La otra tarde al irme para casa, hallé dos zorros jovencitos que venían saltando de albardón en albardón y como usted siempre anda como dormida, tal vez anidó en lo seca y la han aprovechado...

–Vea, amigo ocó, yo seré lo que quiera, pero como buena madre no le tengo envidia a nadie... Mi nido estaba casi boyando y además los zorros rompen los huevos para comerlos, mientras que esa canalla deja las cáscaras enteras y apenas picaditas.

–¡Chist!... ¡Silencio!... Siento un ruidito sospechoso... ¿no oye?... Mire, allí está junto a aquella mata de rama negra y se está aprontando para bañarse... ¡Es una coral, comadre!... Vea. ¡En cuanto deje el veneno, yo se la asusto y si cae al agua usted la levanta!

Y a poco vimos nosotras una hermosa víbora, manchada de rojo y blanco, que, envolviéndose de rama en rama, avanzaba cautelosa hacia el agua, alzando de vez en cuando su cabeza chata como una plancha vista de punta.

La garza se alzó penosamente en el aire y luego que sus alas vencieron la pereza orgánica lanzó el ocó su grito de guerra ––que hace encerrar a los caracoles entre sus casas movibles y temblar a las mojarras huyendo seguidas de sus muchachada inquieta hacia las aguas profundas—y simultáneamente oímos el chicotazo de la víbora al caer al arroyo.

La garza, luego de divisar a su enemiga, que haciendo un zigzag con su cuerpo flexible intentaba ocultarse diligente en un remanso donde se hamacaban nenúfares y achiras, describió un gran círculo y, rápida como el pensamiento, cayó sobre ella haciendo presa en el fino cuello tornasolado, inmovilizando la cabeza agresiva, y tendió el vuelo majestuoso llevando en el pico acerado, como un trofeo, al mísero reptil, que se retorcía impotente y envolvía entre sus anillos multicolores, que brillaban como si fueran de fuego, el largo pescuezo escueto del ave cazadora.

Y no quedó mata de paja, albardón ni arbolito de donde no asomaran cabezas azoradas a contemplar la lucha incesante, y hasta los ratones y los sapos, asomados a las puertas de sus cuevas, siguieron emocionados las peripecias de la larga agonía del ofidio, que, luego de asfixiarse, pasó al buche del implacable vencedor.

–Y diga mamita, ¿no la picará a la pobre garza?

–No hija ––dijo la madre––; la víbora nunca entra al agua llevando su veneno, que es una bolsita blanca que tiene entre los colmillos. Cuando se va a bañar busca alguna hoja de camalote o alguna flor de paja y la cuelga en ella. Los guerreros buscan esas bolsitas y mojan en una agüita que tienen las puntas de sus flechas de combate. Cuando la víbora sale del agua, comienza a buscar su veneno y al no encontrarlo corre de un lado para otro desesperada y al fin se mata a golpes al verse inerme. ¡Por esto es que se dice de la persona que anda inquieta y atribulada, que parece víbora que ha perdido la ponzoña!