Avanza hacia mí un hombre alto, delgado, de color pálido, ceñudo, pero en cuya fisonomía serena se leía algo de bondadoso que atraía:
—¿Qué se le ofrece, paisano?
Solamente el Himno Nacional tiene notas comparables a las que yo encontré en esta frase sencilla me pareció ver el sol dentro de aquel salón oscuro.
—¡Traigo esta carta para Usía...; es de mi coronel!
Rompió la cubierta, tomó la cartulina que contenía y luego de recorrerla, exclamó:
—¡Diez años de servicio sin un arresto, y dos ascensos por acción de mérito!...
¿Qué es lo que desea, sargento?
—¡Querría servir con Usía en la policía!
—¿Conoce bien la ciudad?
—No, señor.
—¡Bueno!... ¡Ya se hará a la cancha!... Vea, no tengo sino puestos de vigilante; pero aquí, con buena conducta, se asciende pronto.
—Está bien, señor.
Y diez minutos después recibía mi ropa en la mayoría, y quedaba como vigilante en la guardia del Departamento.
El principio de mi carrera fue penoso y mortificante. Carecía hasta de las nociones más elementales de lo que formaba la vida de la ciudad, y todo era para mí motivo de asombro y de curiosidad.
Las calles, los tramways, los teatros, las tiendas y almacenes lujosos, las jugueterías, las joyerías, las, iglesias, no era extraño que me arrastraran hacia ellas con fuerza invencible y que no tuviera ojos ni oídos para observarlas y asombrarme: era que todo me llamaba, todo me atraía.
No conocía ningún detalle de la vida civilizada, y cada cosa que saltaba ante mi vista era un motive de sorpresa. No hablo, por cierto, de las maravillas de la electricidad, de la fotografía, de la imprenta e de la medicina, que eran cosas abstractas para mí en ese tiempo: hablo de los carros, de los carruajes, de los vendedores ambulantes, del adoquinado, del agua corriente, que no podía comprender cómo manaba de una pared con sólo dar vuelta a una llave; del gas, que me producía verdadero delirio cada vez que pensaba en él; de las casas de vistas, de las vidrieras lujosas, del sombrero, de la ropa y hasta del modo de reír y conversar de las gentes.
Durante un mes mi cerebro trabajó como no había trabajado durante todos los días, de mi vida, reunidos, y de noche las paredes desnudas de mi modesto cuarto de conventillo me veían caer como borracho sobre mi cama, abrumado bajo el peso de las sensaciones de cada día.
Me acostaba, y la baraúnda de las calles zumbaba en mis oídos, y desfilaban, en hilera interminable, las figuras heterogéneas que en el día habían pasado ante mi vista.
Veía las mesitas de hierro de los cafés y confiterías de la Recoba, que dividía las plazas de la Victoria y 25 de Mayo—que años más tarde demolió el ! intendente Alvear,—rodeadas por borrachines paquetes, por otros ya transformados en verdaderos descamisados o que estaban por serlo, por soldados y marineros barajados con clases, oficiales y hasta jefes, y en las calles laterales y en las veredas, hombres cargados con canastas, que anunciaban en todos los tonos las más variadas mercancías, gentes apuradas, que se llevaban por delante unas a otras; carruajes, carros, tramways, y más lejos, allá abajo, en el puerto, máquinas de tren que cruzaban, vapores que silbaban, changadores que corrían, carros que andaban entre el agua como en tierra, y sirviendo de fondo a la escena el río imponente con su festón de lavanderas en el primer plano, y en lontananza un bosque impenetrable de mástiles y chimeneas.
Pero lo que más me desvelaba eran las ilusiones del oído, aquellas voces pronunciadas en todos los idiomas del mundo y en todos los tonos y formas imaginables.
Veía venir a un italiano bajito, flaco, requemado, que, con voz de tiple, aunque doliente como un quejido, exclamaba acompasadamente: "Pobre doña Luisa", "Pobre doña Luisa", mientras lo que en realidad hacía era ofrecer los fósforos y cigarrillos que llevaba en un cajón colgado al pescuezo; otro alto, rollizo, con un cuello de media vara, y llevando canastas repletas de bananas y naranjas, exclamaba en tono alegre: "arránqueme esta espina"; mientras un francés que vendía anteojos, cortaplumas y botones, anunciaba con un vozarrón de bajo: "soy un pillo", coronado por un vendedor de requesones, que clamaba intermitentemente: "tres colas negras".
Luego, de allá, del fondo de la memoria, surgía la figura de un semigaucho, que con reminiscencias de vidalitas, ofrecía su mazamorra batida, y tras él un negro pastelero, que silbaba y muy echado para atrás, muy ventrudo, llevando en la cabeza un gran cajón de factura, soplaba como un fuelle: "ta tapao; meté la mano".
Mi cabeza era un volcán: todo lo oía, todo lo interpretaba y mi cuerpo se debilitaba en aquellas horas de agitación y de fiebre.
¡Buenos Aires entero, con sus calles y sus plazas y su movimiento de hormiguero, bullía en mi imaginación calenturienta!