Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

VII

MOSAICO CRIOLLO

Avanza hacia mí un hombre alto, delgado, de color pálido, ceñudo, pero en cuya fisonomía serena se leía algo de bondadoso que atraía:

—¿Qué se le ofrece, paisano?

Solamente el Himno Nacional tiene notas comparables a las que yo encontré en esta frase sencilla me pareció ver el sol dentro de aquel salón oscuro.

—¡Traigo esta carta para Usía...; es de mi coronel!

Rompió la cubierta, tomó la cartulina que contenía y luego de recorrerla, exclamó:

—¡Diez años de servicio sin un arresto, y dos ascensos por acción de mérito!...

¿Qué es lo que desea, sargento?

—¡Querría servir con Usía en la policía!

—¿Conoce bien la ciudad?

—No, señor.

—¡Bueno!... ¡Ya se hará a la cancha!... Vea, no tengo sino puestos de vigilante; pero aquí, con buena conducta, se asciende pronto.

—Está bien, señor.

Y diez minutos después recibía mi ropa en la mayoría, y quedaba como vigilante en la guardia del Departamento.

El principio de mi carrera fue penoso y mortificante. Carecía hasta de las nociones más elementales de lo que formaba la vida de la ciudad, y todo era para mí motivo de asombro y de curiosidad.

Las calles, los tramways, los teatros, las tiendas y almacenes lujosos, las jugueterías, las joyerías, las, iglesias, no era extraño que me arrastraran hacia ellas con fuerza invencible y que no tuviera ojos ni oídos para observarlas y asombrarme: era que todo me llamaba, todo me atraía.

No conocía ningún detalle de la vida civilizada, y cada cosa que saltaba ante mi vista era un motive de sorpresa. No hablo, por cierto, de las maravillas de la electricidad, de la fotografía, de la imprenta e de la medicina, que eran cosas abstractas para mí en ese tiempo: hablo de los carros, de los carruajes, de los vendedores ambulantes, del adoquinado, del agua corriente, que no podía comprender cómo manaba de una pared con sólo dar vuelta a una llave; del gas, que me producía verdadero delirio cada vez que pensaba en él; de las casas de vistas, de las vidrieras lujosas, del sombrero, de la ropa y hasta del modo de reír y conversar de las gentes.

Durante un mes mi cerebro trabajó como no había trabajado durante todos los días, de mi vida, reunidos, y de noche las paredes desnudas de mi modesto cuarto de conventillo me veían caer como borracho sobre mi cama, abrumado bajo el peso de las sensaciones de cada día.

Me acostaba, y la baraúnda de las calles zumbaba en mis oídos, y desfilaban, en hilera interminable, las figuras heterogéneas que en el día habían pasado ante mi vista.

Veía las mesitas de hierro de los cafés y confiterías de la Recoba, que dividía las plazas de la Victoria y 25 de Mayo—que años más tarde demolió el ! intendente Alvear,—rodeadas por borrachines paquetes, por otros ya transformados en verdaderos descamisados o que estaban por serlo, por soldados y marineros barajados con clases, oficiales y hasta jefes, y en las calles laterales y en las veredas, hombres cargados con canastas, que anunciaban en todos los tonos las más variadas mercancías, gentes apuradas, que se llevaban por delante unas a otras; carruajes, carros, tramways, y más lejos, allá abajo, en el puerto, máquinas de tren que cruzaban, vapores que silbaban, changadores que corrían, carros que andaban entre el agua como en tierra, y sirviendo de fondo a la escena el río imponente con su festón de lavanderas en el primer plano, y en lontananza un bosque impenetrable de mástiles y chimeneas.

Pero lo que más me desvelaba eran las ilusiones del oído, aquellas voces pronunciadas en todos los idiomas del mundo y en todos los tonos y formas imaginables.

Veía venir a un italiano bajito, flaco, requemado, que, con voz de tiple, aunque doliente como un quejido, exclamaba acompasadamente: "Pobre doña Luisa", "Pobre doña Luisa", mientras lo que en realidad hacía era ofrecer los fósforos y cigarrillos que llevaba en un cajón colgado al pescuezo; otro alto, rollizo, con un cuello de media vara, y llevando canastas repletas de bananas y naranjas, exclamaba en tono alegre: "arránqueme esta espina"; mientras un francés que vendía anteojos, cortaplumas y botones, anunciaba con un vozarrón de bajo: "soy un pillo", coronado por un vendedor de requesones, que clamaba intermitentemente: "tres colas negras".

Luego, de allá, del fondo de la memoria, surgía la figura de un semigaucho, que con reminiscencias de vidalitas, ofrecía su mazamorra batida, y tras él un negro pastelero, que silbaba y muy echado para atrás, muy ventrudo, llevando en la cabeza un gran cajón de factura, soplaba como un fuelle: "ta tapao; meté la mano".

Mi cabeza era un volcán: todo lo oía, todo lo interpretaba y mi cuerpo se debilitaba en aquellas horas de agitación y de fiebre.

¡Buenos Aires entero, con sus calles y sus plazas y su movimiento de hormiguero, bullía en mi imaginación calenturienta!