Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XIV

Cortando campo

Bajo los rayos calcinantes de un sol canicular, cruzábamos el campo a todo lo que daban nuestros caballos, que, sudorosos y fatigados, respiraban con dificultad aquel aire caliente que nos azotaba el rostro, congestionándolo, y nos abrasaba el cuerpo filtrándose bajo el poncho que se plegaba y desplegaba al compás de la marcha, imitando hasta el chisporroteo de una hoguera, al engolfarse caprichoso entre los vericuetos del pañuelo volador, atado al cuello.

Las cabalgaduras, dejando sus coqueterías habituales para horas menos crudas, acompañaban con sus resoplidos ruidosos el galope largo y tendido, interrumpido solamente para esquivar la boca de una cueva escondida entre la maleza, o el pozo de toro -felón y traidor, -causante de rodadas imprevistas, para saltar sobre la mata erizada de espinas desgarrantes-, disimulada por el matorral tupido que oculta un desnivel, pero que no se escapa al ojo penetrante de la bestia, maestra en achaques de punzadas.

Las cuchillas sucedían a las cuchillas y los bajos a los bajos, sin encontrar la vista ni siquiera un árbol que rompiera aquella monotonía del pasto maduro enseñoreado de la llanura y que doraba ya la cumbre recortada de las lomas donde el sol, reverberando, mostraba legiones de fantásticos jinetes cruzando a la carrera; ya los repechos y las cuestas donde proyectaba su sombra movediza la nube fugitiva corriendo sobre el sol; o ya el bajo abrupto donde el arroyo esconde, retorciéndose, su mísero cauce, que brilla aquí y allá, como un hilo de plata estendido sobre el pasto amarillento.

Las haciendas, corridas por el sol, han abandonado los pastos y las aguadas: replegadas quizás a una isleta tutelar, oculta tras las cuchillas enhiestas, ocuparán sus ocios de la siesta anticipada, rumiando echadas a la sombra, la cosecha de la mañana; comiendo la corteza y los retoños de los árboles añosos que las protegen o lamiendo con fruición la tierra salitrosa, que blanquea relumbrando, bajo la copa deshojada de los chañares, en las vecindades de alguna laguna sin agua, cuya superficie está bordada de huellas, dejadas allí por las pezuñas andariegas.

De repente, al flanquear una ladera, vimos allá sobre la falda de una cuchilla que cerraba el horizonte, dibujarse la silueta de un rancho que, a nuestros ojos ansiosos, se presentó con los contornos de un palacio, impulsándonos instintamente a tocar con la punta del rebenque, colgado a la muñeca, el anca de la cabalgadura, como para acelerar el paso.

A medida que nos acercábamos, la realidad iba acentuándose y borrando los mirajes del deseo.

En medio de un manchón negro formado por el cardo seco -cuyos tallos comenzaban a caerse tronchados por el viento o por el pasaje frecuente de los animales, a quienes ya no intimidaban las espinas pegadas a las plantas tambaleantes- se erguía el rancho, orientado de sud a norte, con sus paredes medio vencidas a fuerza de luchar con ventarrones y tormentas, o tal vez venidas a la vida con semejante vicio de conformación, luciendo su techo remendado aquí y allá, a estar a las indicaciones de la paja más nueva que, con sus reflejos amarillos, se destacaba acusadora.

Era una pieza sola -ateniéndose a las dimensiones- alimentada por otra enana, hecha como de favor, y ostentando a guisa de batientes de puerta un cuero de potro, que, sujeto por sólo un lado, estaba fuera de quicio.

Allá, a la derecha, veíamos el palenque sombreado por un paraíso apenas perceptible, y el guarda-patio a medio formar y luciendo tantos portillos como postes, y más atrás el verde vivo y alegre de un tablón de alfalfa, señal infalible de la existencia de algún parejero, afamado en boca de su dueño y flete de hazañas portentosas.

Un tropezón de mi caballo, que casi me saca del recado, nos obligó a detenernos ante la linda perspectiva, a objeto de arreglar la cincha, estirada a fuerza de humedecida por el sudor de la cabalgadura.

En el rancho reinaba una soledad que hubiera sido de mal augurio, dada la puerta del mojinete cerrada, la ausencia de perros y la falta de humo en la cocina, si, a la izquierda, y casi en la punta del cardal, no hubiésemos notado la agrupación de todos los estantes y habitantes, entregados a una faena que recién, al aproximarnos, pudimos apercibir.

A la entrada de un viejo rastrojo, cuya superficie, erizada por los troncos del trigo cortado a mano, comenzaba ya a verdear con el pasto naciente y lucía aún, aquí y allí, los manchones amarillentos dejados por las gavillas, se destacaba una era: formabanla gruesos postes de ñandubay circundados por un doble hilo de varejones reatados con las guasquillas, aún conservando el pelo del animal a quien pertenecieron, que más parecía, por su solidez, corral para faena ganadera que local destinado a trabajo de agricultura.

A la puerta de la era estaba un carro con sus varas al aire, haciendo reparo, y atado a una de sus ruedas el petiso, conservando aún a la cincha el cuero en que el muchacho de la casa -que veíamos trepado sobre los postes- había acarreado desde el rastrojo el trigo, que, formando una parva en medio de las yeguas que corrían en círculo, iba siendo echado poco a poco por un hombre armado de una horquilla -que lo tomaba a montones- bajo las patas diligentes que trituraban las espigas, levantando una columna de tierra donde brillaban con reflejos de oro las briznas que volaban.

¡Apuramos el paso para recuperar el tiempo perdido y pronto los perros que dormían ojo avizor, dieron el alerta con sus ladridos y atrajeron sobre nosotros, que ya llegábamos al carro, la vista de los trabajadores, que, sudorosos y cubiertos de polvo, no oían el concierto de las chicharras ni el zumbido de las abejas que cruzaban como una flecha en busca de las flores perfumadas que se abrían misteriosas allá en la soledad de las cuchillas lejanas!

Aguará fue recibido con júbilo por el dueño de casa, que después supe que era su socio: un buen criollo trabajador, que usó conmigo gentilmente de todas las finezas que pudo.

Nos apeamos a la puerta del rancho desmantelado -que tuvimos el placer de encontrar más confortable de lo que parecía- y yo, por una vez más, experimenté lo que ya pensaba: que en la curiosa región que recorría, los sentidos casi no me servían si no para engañarme.

Y allí me contó el Aguará sus aventuras y cacerías: la verdad es que el galope de la mañana me fue larga y generosamente compensado, pues no solamente adquirí nuevas noticias sobre la vida aventurera de los bañados, sino que tuve ocasión de conocer el misterio de aquella existencia que como un problema se alzaba ante mis ojos atónitos.