Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XIII

SIEMPRE ADELANTE

El sargento Servando Gómez, era oriundo de Corrientes, y como soldado del 3º de línea, había hecho las campañas del Paraguay y del interior, a las órdenes del general Arredondo. Era, pues, un veterano como yo.

Su aprendizaje había sido rudo y tremendo; por eso en sus consejos nunca se olvidaba de incluirme este: "Mirá, si querés pasar de sargento, aprendé la pluma; sin esto—y movía la mano en el aire como quien escribe—es al ñudo forcejear."

No era un hombre ilustrado ni mucho menos, pero era más educado, en la verdadera acepción del concepto, que muchos que he conocido ocupando posiciones más elevadas.

Sus labios nunca se abrieron para una falsedad, ni para cometer una injusticia, y en la comisaría era como el Evangelio una afirmación que se le oyera, llegándose a decir que era hasta capaz de declarar en contra suya si a mano venía.

Serio, grave, pocos habían visto una sonrisa en su cara angulosa, cubierta por una tez apergaminada y morena, casi negra; no obstante, era decidor y alegre en las horas de ocio, y más de una de sus aventuras, casi novelescas, entretuvieron largas horas de espera en las correrías que juntos teníamos que emprender todas las noches, ya siguiendo la pista de algún pícaro que andaba estudiando la sección, o ya buscando la de algún asesino que, después de cometer una fechoría, se nos había escapado de entre las manos.

¡Y cómo admiraba yo la sagacidad, la viveza, el fino tacto y la discreción del viejo sargento!

Cada una de sus pesquisas, a que él llamaba modestamente "trabajos", era una filigrana y daban tentaciones de creer que tuviera pacto con el diablo, a cualquiera que, estando en el secreto del asunto, siguiera con atención sus procedimientos de investigación.

—¿Y quién le enseñó a trabajar, mi sargento? ¿Porque usted no habrá aprendido solo, supongo?

—¡No!... ¡Qué esperanza!... ¡A mí me trajeron expresamente un maestro de Inglaterra, uno de esos tigres que conocen por la cabeza a los ladrones y a los asesinos!... ¡Mis maestros, amigo, son los que deben tener ustedes..., si quieren servir para algo: los ojos, los oídos y las piernas!

—¡No digo que no haya, pero yo no los he visto! ¡Vez pasada, hace como diez años, trajeron uno, y se lo dieron al comisario Wright!... ¡Qué hombre del diablo! ¡No sabía nada y parecía que se iba a comer el mundo! Una noche lo hicieron examinar en la comisaría a un coronel que estaba de visita, y que se había disfrazado de gaucho, y después de darle mil vueltas y de hacerle sacar la lengua y blanquear los ojos, dijo que era ladrón, asesino e incendiario.

—¡Y sería no más, pues! ¡Hay tantos diablos que parecen santos!

—¡Ave María Purísima!... ¡Si se trata de un coronel de lo mejor!... ¡ Lo que había es que, como después se supo, el sujeto era un peine de esos que no dejan ni caspa, y que era verdad que había servido en las policías de Europa..., pero de farolero!

Mi aprendizaje con el sargento Gómez lo hice pronto, y sus observaciones y los cuentos que me contaba son la materia principal de los pocos capítulos que voy a consagrar a la gente maleante con que teníamos que bregar y a la cual recién más adelante conocí, cuando, colocado ya en altura mayor que la de simple agente de pesquisas, me fue dado penetrar en las profundidades de nuestro organismo social, estudiando casos particulares.